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– Gracias, Excelencia -dijo Ígur, y se levantó-. Efectivamente, la duda que vos mismo tan precisamente habéis expresado es lo que preside mi opinión. Y, habiendo oído a los nobilísimos Fidai que me han precedido en el uso de la palabra, veo que no podemos alargar en el tiempo un vacío de atribuciones que no haría sino introducir en la Capilla un círculo de incertidumbres en el que confusión y debilidad serían tan sólo los males menores originarios. ¿Qué sería de la Capilla si cada obligación estatutaria se resolviera con consideraciones emocionales?, ha preguntado el Fidai que me ha precedido. Y yo pregunto, ¿y qué sería de ella si cedemos a una presión espuria, a una circunstancia que no tiene nada que ver con la Capilla? ¿Dónde quedaría el compromiso de la Capilla, que no responde de sus decisiones sino ante el mismísimo Emperador? ¿Tendré que recordar las dolorosas razones que al privarnos del más honorable Decano que podíamos tener nos han reunido hoy? -La creciente agitación de los Caballeros cedió a un silencio sepulcral-. ¡Qué abdicación, obedecer a un designio que no pertenece sino al más mundano de los vaivenes de los sótanos del Imperio! -Ígur hizo una pausa para comprobar el efecto de sus palabras-. Pero volvamos al otro extremo del problema. ¿Cómo salir de un callejón sin salida sin deteriorar a la más noble entidad de la Capilla, sin que ningún vacío se produzca y, a la vez, sin que ninguna concesión roa nuestras últimas convicciones? Yo proclamo ahora y aquí que por más invectivas y por más persecuciones que caigan sobre él nadie más que el Fidai Vega será para mí el Decano -un murmullo de aprobación recorría los asistentes, e Ígur miró a Milana con complacencia desafiante, y prosiguió lentamente-, por lo tanto propongo que hasta que no tengamos constancia de su muerte, nada ni nadie ceda a cuestionar su cargo, y propongo también, a fin de no privar a la Capilla del imprescindible peldaño entre el Excelentísimo Apótropo y los Caballeros, que se nombre un cuerpo administrativo que de forma transitoria y a título personal, sin más oficialidad que nuestra palabra, soberana como ya se ha recordado aquí, se haga cargo de las atribuciones del Decanato; y, puesto que no es bueno que una persona sola cargue sobre sí una ocupación tal, porque eso podría confundir a la opinión pública, propongo que sean dos quienes la soporten, con la necesidad inherente de tomar cualquier decisión por unanimidad, y la garantía de justicia que tratándose de dos Fidai ello comporta. A tal fin propongo que sean votados los dos Caballeros que yo sé entre los más nobles y valiosos de los presentes, y que por su interés en la cuestión presente se han manifestado con más bondad: el Fidai Allenair y el Fidai Berkin. Los propongo y con toda humildad pido, si los dos interesados me quieren honrar con su aceptación, que el Excelentísimo Apótropo lo quiera incluir en el procedimiento.

Los murmullos se proyectaron hacia una insólita exuberancia que parecía desentumecer el ámbito imponente de la Capilla. El Apótropo miró a Allenair y a Berkin, y ambos respondieron con una inclinación.

– Caballeros -anunció el dignatario-, si ninguno de vosotros tiene nada más que añadir ni ninguna propuesta que hacer, ni considera necesario un receso para meditar o para negociar -dejó un silencio expectante que nadie interrumpió-, someto a votación la propuesta primera, del Caballero Milana, sobre el nombramiento del Caballero Eucalvi como Decano de la Capilla, y la propuesta segunda, del Caballero Neblí, sobre el nombramiento de los Caballeros Allenair y Berkin como Guardianes personales de las atribuciones del Decanato.

– Excelencia -dijo Allenair, y toda la atención se desplazó hacia él-, quisiera modificar la segunda propuesta. -Ígur contuvo la respiración, divididos sus afectos entre temores y corajes-. El Fidai Berkin y un servidor mismo creemos que la necesidad de ser unánimes no excluye la posibilidad de ser más de dos… las mesas y los asientos se aguantan mejor con tres patas que con dos. Por tanto, por la delicada sabiduría y la elegancia de su justísimo razonamiento, quisiera añadir al Fidai Neblí, orgullo de la Capilla como habéis dicho expresando un sentimiento que todos compartimos, a la candidatura que él mismo ha propuesto.

El Apótropo miró a Ígur, e interpretó su silencio como una aceptación.

– Que así sea -dijo, y se procedió a votar.

Puesto que nadie que no fuera Caballero, salvo el Apótropo y el Emperador, podía acceder a la Capilla, ni, por tanto, ningún ujier, el último que había entrado, en ese caso Sari Milana, pasó en una bandeja de oro la terminal portátil del Cuantificador y, de uno en uno, los Caballeros introdujeron su sello con el voto. Milana se entretuvo en especial con algunos, en concreto con Ígur y con Mongrius, quienes en justa correspondencia operaron sin ninguna prisa; el odio entre Ígur y Milana se podía enriquecer con los intereses políticos, y más fuerte rugía la ferocidad cuanto más tenía. Una vez hubo pasado el Caballero camarero, las miradas de Ígur y Allenair se encontraron, y otra tensión, otro detenimiento más profundo se engarzó en ellas. La dureza de los ojos se alimentaba de suposiciones, y ni la más leve inflexión la rompió.

– ¿Valía la pena arriesgarse de esa manera? -preguntó Mongrius sin volver la cabeza.

– Ahora lo sabremos -respondió Ígur.

– Caballeros -dijo el Apótropo-, el Cuantificador acaba de emitir el cómputo, que es el siguiente: para la primera propuesta, cinco votos. Para la segunda propuesta, diecinueve votos. Por tanto, en uso de los atributos que la Soberanía de la Capilla del Emperador me ha conferido, tengo el honor de proclamar a los Caballeros Per Allenair, Gudolf Berkin e Ígur Neblí Guardianes Personales de las atribuciones del Decanato.

Los Caballeros se pusieron en pie y salieron por orden. En la puerta, Ígur y Allenair se encontraron e hicieron un aparte.

– Caballero -dijo Allenair-, no creáis que cambio tan fácilmente de opinión, ni que soy débil ante actitudes favorables y halagos, pero también tengo que admitir la posibilidad de haberme equivocado al juzgaros; continúo pensando lo mismo acerca de ciertas actuaciones vuestras en el pasado, pero ahora sé que sois hombre de corazón, y pudiera ser a favor del corazón que os hubierais equivocado. Por eso el Fidai Berkin y yo os hemos querido tener a nuestro lado, para salir de dudas sobre si es oro lo que reluce tras tan bellos discursos y actuaciones tan contradictorias.

– Caballero -dijo Ígur-, la buena memoria que guardo de lo que han sido nuestras relaciones hasta hoy es el mejor signo de la esperanza que abrigo por las que vendrán; sé que estoy a prueba, no tan sólo ante vos y el Fidai Berkin, y espero tener ocasión de demostrar la bondad de mis propósitos.

Se miraron a los ojos, y la adusta expresión de Allenair se suavizó.

– Hoy habéis sido muy hábil, hay que reconocerlo, y muy efectivo, no sé si con propósitos bondadosos -atajó la protesta de Ígur-, pero como lo que cuentan son los resultados, el beneficio de la duda no juega en vuestra contra.

Salieron juntos. Ígur se sentía irremediablemente distante de Mongrius, y estuvo a punto de pedirle a Allenair, en honor a la confianza recién alboreada, noticias sobre los amigos perdidos, y consejo para ayudarlos. Pero ninguno de los dos estaba aún preparado para tanto.

Cuatro días más tarde, unas horas antes de la señalada para la celebración en la Equemitía, Ígur escogió los plácidos parajes urbanos del Este de Gorhgró para intentar poner un poco de paz en su alma atormentada. En cuatro días no había sabido resolver ninguna de las empresas que, como espadas flamígeras, cada una de manera diferente, lo alejaban del paraíso. Horas de circunloquio intelectual había invertido inútilmente en el Informe, sin encontrar la manera de complacer las exigencias de Francis y el Primer Secretario de la Agonía del Laberinto. ¿Cómo podía justificar la desaparición de Arktofilax sin acusar directamente a las más altas instituciones del Imperio? Más le valdría cortarse las venas. Y a la inversa, ¿cómo podía traicionar el último reducto de su honor y mentir por cobardía? Indigno falsario, iconoclasta peligroso o asesino convicto, ésas parecían ser las únicas alternativas, y cualquier otra que se situase en la habilidad de un compromiso acabaría incluida en la primera. No, lo mejor que podía hacer era esquivar la ampliación del Informe amparándose en cualquier desidia. Salía el sol contra la grisácea masa de la Falera, una mole inclinada hacia el rosa y sin contrastes, cuando Ígur tomó tal determinación.

Igualmente irresoluble aparecía la terrible dependencia a que Sadó lo tenía sometido. Cada vez que se presentaba la oportunidad de verla en un lugar determinado, él se echaba a temblar, a la espera de la terrible sacudida que supondría encontrarla, pero también de la que supondría el no encontrarla. Las cuatro últimas noches había intentado estar con ella, y tan sólo en dos ocasiones le había sido posible, y aun así después de molestas insistencias y complicadas dilaciones. Dónde y con quién había ocupado los otros ratos, Ígur había decidido no investigarlo. Aun así, paralelamente a hacerle el amor, o más precisamente, realimentándose mutuamente con la imprescindible carga de hacerle el amor, el conocimiento del catálogo de hombres que habían pasado por la vida de Sadó era una de las más inagotables fuentes de sensualidad y deseo. Cada día en mayor medida se partía no ya de historias nuevas, sino de ramificaciones de otras ya conocidas, o por lo menos situadas en el conjunto como un sobre cerrado del que se conoce la existencia pero sólo se imagina el contenido; Ígur comenzaba por hipótesis de días anteriores, y cuando se confirmaba una, aunque fuera en menor medida de lo que él creía, se desplomaba sobre él como una losa abrumadora y pasaba a otra categoría de pesares, a la de las heridas en proceso de cicatrización; incluso las declaraciones de Sadó que, por contraste con sus suposiciones, encontraba formalmente más suaves, la convicción y, alguna vez, el detalle justificador que confería el hecho de ser expresadas en primera persona, las volvía aún más turbadoras. Así, a medida que aparecían nuevas expectativas de revelaciones fustigadoras, aquellas que poco a poco, inexorablemente, se iban realizando hacían envejecer a las anteriores, que entraban lentamente en la dimensión más controlable del desastre aceptado, y al final en el recuerdo, y así se configuraba el mosaico de los hechos que nunca, por otra parte, llegaba a completarse, porque siempre aparecía un eslabón intermedio perdido, una reticencia sobre tal personaje en un determinado momento, la insinuación que ocupaba un periodo vacío, e Ígur se ahogaba en la certeza de que el esfuerzo de reordenar los recuerdos, de recomponer entre heridas de resquemor la visión del pasado con las implicaciones que el conocimiento de más acciones comporta, era inútil, porque nunca acabaría de completar el mosaico, profundo y cambiante sin fondo, e incluso en los capítulos que parecían definitivamente cerrados aparecía la referencia a otra aventura ignorada, más exótica e hiriente que ninguna, o incluso una misma escena se enriquecía con la circunstancia imprevista, con la novedad excitante o el detalle magnificador, tal vez referente a las actividades o a las posesiones del amante, que Ígur sentía como un inapelable agravio, como un doloroso desafío, como un hito a intentar inútilmente batir, que ella añadía riendo, y que la volvía tanto más perturbadora, más susceptible de poner al descubierto la debilidad de Ígur y sus nulas posibilidades de quedar por encima de la inconmensurable Sadó.