¡De qué iba a servirle en eso la respiración de la Capilla! Lo más mortificador del proceso era la absoluta conciencia que Ígur tenía, cómo se sentía insultado por sí mismo, cómo constataba a cada hora de su vida que el resultado no variaba por el hecho de conocerlo. Un furor de anhelo de emulación era el fondo último de esa enfermedad del alma, el estrellarse continuo contra todo lo que siempre había creído contrario a los principios de áurea generosidad y placidez de virtud que presiden la respiración del Caballero. Pero así era: le dolía más que Sadó tuviera que no tener él, y cuando se había propuesto hacer algo que creía que ella había hecho (y tenerlo que hacer por homenaje, por crimen o por reducir una distancia, eso prefería no saberlo), si más adelante descubría que ella no lo había hecho, perdía para él todo interés.
Casi sin darse cuenta, el anhelo de un pensamiento más fuerte en el que refugiarse condujo a Ígur al barrio de Debrel, y se recreó con dolorosa deliberación en la sacudida de la visión de la torre cerrada. Se aproximó a ella; la puerta estaba abierta. Entró con precauciones, y lo que encontró lo descorazonó; un tifón parecía haber asolado las dependencias del edificio: muebles reventados, cortinas arrancadas, porcelanas rotas, cajones por el suelo y revoltijo de papeles. Primero pensó que se trataba de una incursión de ladrones, después vio que había sido un registro de la Guardia Imperial. Subió la escalera desolado. Hasta las cañerías habían reventado, y el agua manaba dulcemente por las paredes, provocando goteras por doquier y charcos oscuros en los rincones que antes habían sido cobijo de comodidad y regalo visual. Con el corazón ennegrecido intentó descubrir qué habían buscado, qué se habían llevado; registro policial o pillaje, daba lo mismo. Subió al último piso, a la sala donde tantas horas agradables habían transcurrido, y allí fue presa del aislamiento más demoledor, porque la saña de los visitantes había sido especial en el lugar insignia de la casa. La vieja biblioteca del geómetra estaba tirada por el suelo, y en el centro del recinto, los restos de una hoguera que había chamuscado el techo dejaban constancia de las preferencias de los intrusos. El Cuantificador estaba arrancado, y las conexiones cortadas miraban en todas direcciones como los nervios y las venas de una animal troceado; las vidrieras de la terraza, por el suelo hechas añicos. Ningún motivo de precaución inmediata parecía amenazar a Ígur, quien se movió por la estancia más entristecido por la sensación irreversible de la muerte que acechado por un peligro concreto, y resolvió encontrar a Debrel de la manera que fuese y al precio que fuese, y, como siempre, pasó de Debrel a Guipria y de Guipria a la Sadó recién conocida, tan irreconciliablemente diferente de la que más tarde había descubierto, y pensó con lágrimas en los ojos lo imposible que resulta recordar un afecto pasado, evocar un placer y, sobre todo, evocar un deseo que de una forma u otra ha sido superado, y con ese pensamiento y con toda su carga de absurdo y de inutilidad recordó, viendo el escenario que a pleno día y destruido tanto costaba reconocer, la primera visita que había hecho al geómetra, las primeras conversaciones sobre el Laberinto, evocó la primera noche que había pasado allí con Sadó, y esa otra mañana en que una orden incomprensible había dado inicio al descenso a la oscuridad de los intereses, evocó finalmente la última vez que había puesto los pies en esa casa, la hora de decir adiós a Debrel y a Guipria sabiendo que nada a partir de ahí sería igual, pero sin poder imaginar cómo sería el futuro ni sospechar de qué manera a partir de entonces vería la mitificada felicidad de aquel momento. Incertidumbre acerca de Debrel y Guipria, incertidumbre acerca de Omolpus y, por asociación contraria de delirios, terrible posibilidad de certeza acerca de Fei. Porque desde que Sadó le había dado la dirección, se debatía entre las palabras de la Conti, que lo hacían responsable de todo lo malo que le pudiera suceder a Fei, y un imparable anhelo de redimirse salvándola de un destino que, por otra parte, no sabía hasta qué punto ella había buscado deliberadamente y estaba en condiciones de aceptar.
Consciente de haber pasado demasiado tiempo allí para su precaria salud emocional, Ígur dejó la casa sin mirar atrás y huyó deprisa del barrio, porque era casi la hora de la recepción de la Equemitía, y siempre una curiosidad ponía en evidencia el dominio de una tristeza.
En el Palacio de la Equemitía de Recursos Primordiales, Ígur fue recibido por el Secretario Ifact, que hizo las veces de introductor, pasando por encima de los funcionarios de rigor, y en compañía de Mongrius, que continuaba siendo el Caballero de confianza de la institución, ocuparon un salón en la torre más alta, desde donde el dominio de Gorhgró aún resultaba más completo que desde el despacho de Ifact. Allí, en compás de espera, comenzó la estancia de una veintena de individuos, algunos de los cuales fueron presentados a Ígur como dignatarios de escala media. Al cabo de un cuarto de hora cumplido compareció el Equemitor Noldera, un anciano voluminoso y claro, de expresión divertida y afable, que rodeado por la absoluta reverencia de todos, se encaró directamente a Ígur sin que nadie se lo señalase, mostrando así que conocía su fisonomía o bien, pensó Ígur, con un notable sentido de la deducción social.
– Caballero Neblí -se dirigió a él en medio de la expectación general-, cada día hay un nuevo motivo para felicitarte; esta celebración es por tu entrada al Laberinto -sonrió-, pero también tendremos que homenajear al nuevo Guardián del Decanato de la Capilla.
– Excelencia -dijo Ígur-, quiero que sepáis que guardo un recuerdo imborrable de los tiempos que estuve a vuestro servicio, y que le tengo un aprecio profundo a vuestra generosa magnanimidad.
El Equemitor se lo llevó aparte cogido del brazo.
– El Conde Gudemann me ha hablado con mucho afecto de ti -y como Ígur pusiera cara de sorpresa, prosiguió-: El Conde y yo hace más de cincuenta años que somos grandes amigos, es uno de los nobles más significados del Imperio.
– El Señor Conde fue muy bondadoso conmigo cuando estuve en su casa -dijo Ígur.
La conversación transcurrió tan distendida, y hasta alegre, que Ígur tuvo que repetirse más de una vez que no se podía permitir el lujo de bajar la guardia, que estaba ante uno de los personajes más poderosos de todo el Imperio, de un verdadero número uno que no le rendía cuentas más que al Emperador, y si el Emperador era un niño de doce años, ¿ante quién rendía cuentas el Equemitor Noldera? Observando aquellos ojos juguetones y la risa de píllete antisocial, no dejaba de preguntarse si en la agudeza de sus opiniones pesaba más la perspicacia natural y la experiencia que la información que proporciona el cargo; en cualquier caso, el alto dignatario dominaba la situación por completo.
– ¿Qué te preocupa? -le dijo a Ígur en un momento dado-. Porque no hay duda de que te preocupa algo.
– Excelencia -dijo Ígur-, desde que he dejado el Laberinto, he encontrado el Imperio revuelto, y tenéis razón, la situación de ciertos amigos me inquieta -vaciló-, me gustaría poder ayudarlos.
El Equemitor parecía sinceramente interesado.
– ¿A quién queréis ayudar?
A Ígur se le hizo un nudo en la garganta; era una temeridad impensable pedir clemencia para Debrel al jefe de la institución que le había ordenado que lo matase. De repente se sintió mortalmente atrapado, porque después de la magnanimidad y la confianza demostrada por todo un Equemitor no era cuestión de andarse con evasivas; en el conjunto del panorama, Fei le pareció un mal menor.
– Una amiga mía, una buena amiga -dijo con un esfuerzo de aplomo-, pertenece a una familia Astrea muy distinguida…
– ¿Cómo se llama? -lo interrumpió Noldera, e Ígur notó una tensión sutil; pero ya no había retroceso posible.
– Féiania Morani -el Equemitor hizo gesto de no conocerla, e Ígur prosiguió-; me consta su bondad y su incuestionable voluntad de servir al Imperio…
– ¡Ay, querido amigo -dijo con una risa de nuevo encantadora, como la de un abuelo-, qué joven eres! ¡Si no se trata de eso! Todos tenemos una incuestionable voluntad de servir al Imperio, y a la vez todos somos enemigos temibles nunca sabremos exactamente de quién. Lo mejor que puedes hacer por esa amiga tuya es esperar a que pase la mala temporada para la causa de los Astreos, que habían crecido en la dirección equivocada y han atraído demasiada ira sobre sus cabezas -esbozó un gesto de paciencia-; dejar pasar el tiempo, dejar caer en el olvido, sobrevivir al temporal, saber escoger el refugio apropiado y el buen momento para salir.