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– No sé si queda tiempo -dijo Ígur.

– ¡Claro que queda tiempo! -El Equemitor rió-. ¡Mírame a mí! ¿Por qué crees que he llegado hasta aquí? Yo te lo diré: porque he sabido cuándo había que adelantarse a los hechos, que es muy pocas veces, y cuándo es conveniente dejarlos pasar delante, que contrariamente a lo que todo el mundo cree, es mucho más difícil. -Bajó la voz-. ¡No ayudes a tus enemigos! Las obsesiones transforman el mundo en una habitación cerrada. ¿Eres un atormentado de la conciencia? ¿Eres un ambicioso? ¿Vas disparado de una cosa a otra? -rió-. Ya veo que sí, ¡eres un pobre poeta sentimental!

– Quisiera poder hablar hasta las últimas consecuencias con alguien, con alguien a quien pudiese abrir mi corazón de verdad.

El Equemitor lo miró como si acabase de decir lo más divertido del mundo.

– ¡Qué bruto soy!, ¿cómo no me he dado cuenta? Claro, conmigo no puedes porque yo soy… en fin, eso no tiene remedio. Ifact tampoco puede ayudarte, y el pobre Mongrius sabe menos que tú… Vamos a ver -reflexionaba, y hablaba como si fuera el último pobre hombre, el más alejado de cualquier poder-, necesitas a alguien que no te despierte susceptibilidades ni sospechas, alguien que ni trabaje para el Imperio ni para los Príncipes…

Ígur se arrepintió de haber puesto en marcha un mecanismo que no sabía cómo detener; la tesitura del Equemitor le asustaba, y temía que se cansara, pero tampoco encontraba la forma de cambiar de conversación sin molestarlo y ser objeto de un rechazo irreversible.

– No quisiera preocuparos con mis quebraderos de cabeza -le dijo, y se arrepintió de inmediato: ¿cómo podía pretender que un Equemitor se preocupase por algo así? Pero Noldera se rió.

– Caballero, no me preocupas, sino al contrario, y no quisiera que lo tomaras a mal. Te encuentro… ¿cómo te diría? ¡Tan nostálgicamente joven! Crees que eres infeliz y lo único que te estorba es esa fijación de verte reflejado en los hechos, y hablo no tan sólo de los que te afectan más directamente, sino incluso de los más generales, del aire de los tiempos. Es una dirección forzada, y si me permites que moralice un poco, quizá una pizca vanidosa. No me interpretes con demasiada dureza, los principios no me interesan en este caso, sino la resolución práctica. -Lo miró fijamente-. Has ido a ver a la Cabeza Profética, supongo.

– Claro, Excelencia -dijo Ígur, sorprendido-. En realidad, jugó un papel importante en la decodificación de los datos anteriores a la Primera Puerta…

– Eso ya lo sé -dijo Noldera, sin que la impaciencia le hiciera perder el buen humor-. Me refería a si la has visitado al salir del Laberinto.

– No lo he hecho. Excelencia.

– No lo hagas sin el complemento conceptual -rió viendo la cara de Ígur-. ¿Tus amigos no te lo han dicho? El complemento de la Cabeza Profética es la Biblioteca, ¿no lo sabías? ¡No hay veneno sin antídoto! En realidad, las bondades de la naturaleza no son más que terribles venenos que van, por oficio de esencia, acompañados de su antídoto particular, del que conviene no separarlos con manipulaciones irresponsables, y así pues, ¿qué es la ignorancia, sino el soporte de la sabiduría?, ¿qué es la intuición, sino el latido de la geometría?, ¿qué es la vida, sino la columna de la muerte? ¡El bien no es más que un precario equilibrio de los males más espantosos! -Rió-. La Cabeza Profética es la oscuridad de la inteligencia, es el conocimiento sagrado y la poesía inalcanzable, y la Biblioteca es la luz del silencio, el recuerdo expresado y la filosofía aprehensible -lo miro como una criatura que comete una trastada-, ¿o es al revés? ¿Me entiendes? El hacha es doble, ¡deberías entenderlo! Ya sabes lo que decían los antiguos: ¡ponle una vela al caballo y otra a la vaca!

A partir de ahí la conversación se reintegró, e Ígur se pudo aislar mentalmente en medio del vaivén de brindis y felicitaciones: si el Equemitor le había hablado de la Cabeza Profética y de la Biblioteca, no debía ser casualidad. Demasiadas cosas para tan poco tiempo. En el bolsillo llevaba la dirección de Fei, en su casa le esperaba la macabra ampliación del Informe. Noldera le dio un breve abrazo y desapareció flanqueado por sus secretarios, e Ígur sintió descargarse una tensión y empezar otra; formalidades zanjadas, se fue al Palacio Conti.

La Biblioteca Imperial era un severo edificio de fachada perfectamente uniforme con una distribución de columnas y aberturas tan armoniosa y regular que la sensación de serenidad era tan fría y estática que el espectador desprevenido no sabía si recrearse como frente al mar o huir como ante una manifestación de la nada. Cuando Ígur Neblí, maquinalmente, dirigió la vista a los emblemas del escudo de la puerta central de acceso, el principal le llamó la atención, y le volvieron a la mente las palabras finales de Noldera; se trataba de un gran círculo azul oscuro que incluía en su interior, colocados uno encima del otro y en contacto tangencial tanto entre ellos como con el círculo grande, un círculo dorado con un caballo rojo dentro, y un semicírculo del mismo radio con la diagonal como base, con una vaca blanca sobre fondo negro plateado. Era por la mañana, e Ígur entró sin más dilaciones.

Pasadas las formalidades de rigor, el primer recepcionista le informó de que como el Agon no estaba, le atendería el Primer Bibliotecario; Ígur esperó unos minutos en una salita donde, al igual que en todas las estancias y pasillos que había visto, nada indicaba la naturaleza específica del edificio, sino que podía haberse tratado de cualquiera de las instancias que conocía.

– Caballero Neblí, vuestra visita es un honor inesperado para esta Biblioteca -dijo el funcionario, un hombre más joven de lo que Ígur esperaba, pero demacrado y ojeroso como si hiciera años que no viera la luz del día-. Disponéis de mi ayuda para todo aquello en lo que pueda serviros.

Se mantuvo a la espera.

– En realidad, no sé demasiado bien lo que busco -dijo Ígur, que se sentía cada vez más vacío-. ¿Tenéis una sección de documentación Histórica? Busco antecedentes sobre los Laberintos, en relación con los clanes Astreos.

El Primer Bibliotecario lo invitó a seguirle.

– Caballero, os explicaré las dificultades de una gestión del orden que me pedís. Nuestra institución sufre en este momento un arduo proceso de conciliación entre las tres Bibliotecas verticales que coexisten actualmente en el edificio: la Biblioteca de papel, que en realidad es un residuo del pasado que hemos mantenido por amor a las tradiciones, aunque se habla de imposiciones concretas de algún alto personaje, la Biblioteca cuantificada, que es, de hecho, una rama del Cuantificador del Imperio, protegida por los códigos correspondientes, y la Biblioteca de la Memoria, de la que no estoy autorizado a hablar, me dispensaréis por ello, y que de hecho es el origen del problema, porque las partes interesadas no se ponen de acuerdo para establecer su alcance, su disponibilidad y su naturaleza -soltó una risita nerviosa y miró a Ígur de reojo-, y aún menos desde que vos habéis eliminado, tan brillantemente por cierto, el obstáculo del Ultimo Laberinto.

– ¿Ah sí? -dijo Ígur, desconcertado-. ¿Cómo es eso?

El Bibliotecario lo miró y rió como si se tratara de una broma.

– El problema añadido -prosiguió- es que no hay manera de acabar las obras de la sección etiópica -entraron en una sala inmensa descuidadamente iluminada con reflejos ocres, donde coexistían el trajín de los albañiles, entre andamies y hormigoneras, y el de los empleados de la casa que transportaban bultos de un sitio a otro-, y ahora, además, se han añadido las del ala ptolemaica, que conseguí aplazar durante más de tres años con la esperanza de no juntarlas con las otras -hizo un gesto de impotencia-, y ya lo veis. El problema es que el Subcuantificador particular de la Biblioteca está pendiente del proceso de sistematización; aquí también hay el mismo conflicto, pero con otros elementos, que con las tres Bibliotecas, que es unificar criterios de lenguaje, o códigos de calificación, como queráis llamarlo, y ahora mismo es complicadísimo identificar un tema o una época, y ya no digamos una obra concreta, porque hay más de mil directorios y veinticinco mil subdirectorios, a saber con cuántos códigos diferentes, introducidos a lo largo de más de cincuenta años por miles de empleados, prisioneros morales de la Apotropía de Juegos, que más de una vez, a causa de una jugada, ha colapsado en el Cuantificador una conexión interactiva que nos afecta, y, por las propias exigencias del Juego, son incapaces ya no de ayudar a recuperarla, sino incluso de reconocer el trastorno originado -entraron en otra sala, aún mayor que la anterior, sin ventilación exterior y con una altura de más de doce metros, y diversas conexiones con pasillos acabados en salas cerradas unas veces, otras en escaleras ascendentes que llevaban a buhardillas de las que no se veía el final, o bien en escalinatas descendentes hacia húmedos sótanos, y todo, igual que antes, con ese tráfico febril que confiere al espíritu ansioso el desasosiego de la provisionalidad, de conflictos producto de la ineficacia, finalmente de la inutilidad más absoluta-. ¿Me entendéis Caballero? Las dificultades se sobreponen: ¿Qué os puedo ofrecer de lo que me pedís? ¿Dónde buscarlo? ¿Cómo encontrar la referencia oportuna, si las hay a miles? Imaginad que la hemos encontrado, y nos remite a una pieza concreta: ¿esa pieza, existe? Está claro que si existe la debemos tener, pero ¿dónde? Y, aunque la podamos localizar, quedan los problemas prácticos: ¿pertenece a una zona en proceso de remodelación? Si es así, ¿cuál es su localización provisional? -bajó la voz-. ¿Sabéis qué creo, Caballero?

– Decídmelo -dijo Ígur.

– Que la sección etiópica, como ya ha pasado con la cefalenia y con la lapersia, no se recuperará jamás de la remodelación; es como el cuento de la expedición que se aleja y envía mensajes lanzadera, llegará un momento en que no llegarán a cumplir su cometido: si ya es matemáticamente imposible ordenar el material nuevo, que se produce en progresión geométrica en tanto que aquí sólo damos abasto a cuantificarlo a ritmo aritmético, imaginaos lo que pasa con el material de las secciones en obras, donde se genera un desorden añadido.