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– ¿Por qué -dijo Ígur- no lo asimiláis a una Ruleta Edilicia? Quizá fuerais favorecido con una resolución positiva.

– ¡Caballero, no seáis ingenuo! El azar nunca ha resuelto los problemas, y además aquí los parámetros son otros -esbozó un gesto de desesperanza que disuadió a Ígur de decir que a esas alturas tenía pocas dudas de que las operaciones de la Apotropía de Juegos no dependieran del azar-; la Biblioteca es la Catedral de la Entropía, Caballero, ¡habría que cambiarle el nombre! ¡Entropeion, Egregoreion! ¿Y todo, para qué?

– Miró a Ígur con unos ojos encendidos que hubieran dado miedo de no haber dado lástima-. Porque en realidad. Caballero, ¿sabéis qué es lo mejor de todo? Que a poca gente le importa si una obra existe o no, si el catálogo es falso o auténtico, si una sección ha sido trasladada o no, si han robado o estropeado aquí o allá, porque decidme. Caballero, ¿quién lee? -Se rió como si fuera a morder un insecto invisible-. ¿Leéis mucho, vos? ¿Cuánto? ¿Una vez al día, una vez al año? ¡No leáis, creedme, no metáis más entropía en vuestra cabeza!

Subieron una escalera, y después cruzaron un puente de barandillas endebles, desde donde se dominaba un amplio paraje de espacios variadamente conexos, con plataformas diferentes y a diversas alturas, formando dobles y triples espacios con montacargas y auténticos pozos hacia profundidades indetectables de lo que, según informaba un indicador escrito a mano, había sido en otros tiempos la sección efesia.

– ¿Puedo haceros una pregunta? -dijo Ígur, pero el Primer Bibliotecario siguió como si no lo hubiera oído.

– Debéis cuestionaros cuál puede ser mi misión; debéis pensar que no es demasiado agradecido intentar contener el desorden en una disciplina que se aprecia mínimamente, y seguramente tendréis razón. No tengo alma de mártir, ni de salvador, y sé que el provecho que puedo sacar es poco rentable tal y por donde va el Imperio. Aquí aprenderíais a distribuir razonablemente vuestras desconfianzas, Caballero -dejó escapar una risa amarga-, ya lo veis, no todas las órdenes de las instituciones a los empleados son compromisos de Juego. Me debéis tomar por un desgraciado. Caballero.

– ¿Qué significa el círculo con el caballo y la vaca? -preguntó Ígur.

– ¿Queréis ver una cosa que os resultará graciosa? Venid a mi despacho.

Cruzaron una puertecita y, por una escalera de caracol, llegaron a un ascensor enorme, alto, oscuro y desconchado, con capacidad para cincuenta personas, que los llevó entre zarándeos y chirridos a un piso superior; allí entraron en una habitación sin ventilación igual que todas las dependencias que habían visto hasta entonces, llena hasta los topes de cintas y papeles entre los cuales emergían polvorientas las terminales del Cuantificador.

– ¿Éste es vuestro despacho? -preguntó Ígur, y reparó en los papeles de encima de una mesa; el primero que cogió era una poema, y leyó en voz alta los primeros versos.

Se enroblece en el aura umbría del ocaso

afán colmado de la índida blataria

– Dejad eso -dijo el Primer Bibliotecario-. Mirad este otro, en cambio; posiblemente es un apócrifo, es más, es casi seguro que lo sea, tiene ciertos defectos formales que lo delatan, pero no deja de ser curioso; procede de una recatalogación del año pasado, y se podría tratar…

Ígur lo dejó explayarse, y leyó el poema por encima.

Los hombres muertos que habitan en mi interior para obligarme a que los añore me muestran al enemigo en mí: El alma insaciable no puede dejar escapar ninguna ocasión de ser otra una vez más, como si volver a cada instante deseado, reconstruir no tanto la realización como el propio deseo pudiera abrir el grano de cada infamia para de él poder así extraer el fraseo del goce, pero ay: ¿Qué es esta fisonomía de bárbaro que me ofrezco por renovación? ¡Si ahí el amor es el mismo! Pero los ojos ya no se molestan en desnudar tan sutilmente, de mí mismo se amparan en la brutalidad de quererme posible, de la impaciencia que me lleva a repetir de un cuerpo a otro la misma estrategia del alma, la misma mentira sin escrúpulos, derrotado por el desgaste que realimenta esa necesidad de gritar más para yo mismo oírme, para volver a ser creíble para mí mismo. ¡Ay que a la bestia no hay quien la pare! ¿Qué tendré el valor de hacer para recobrar las mañanas de flaqueza, metido en bares helados de soledad y sueño, cuando quieres creer que has vencido a la muerte, pero es el amor quien te ha matado un poco? ¿Qué para retroceder aún más, a los largos paseos de solitario privado por mí mismo de decir sentires, por el miedo a desatar la vida, a poner deseos en juego? ¿Quién me creerá, si ahora, tan cansado que me odio, no soy capaz de creerme ni yo mismo? ¡Si aún me queda la esperanza de no llegar a convencer a todos de que no es verdad que ya no soy aquel adolescente, porque después de constatar que la soberbia y la exhibición dan mejor resultado que el mostrarte honestamente como eres, empecé a fingirlas, y ahora no sé si aún finjo o he permitido que de verdad me posean! ¡Y a qué precio! Creo que he ganado valor, sinceridad, y en el rechazo de los demás identifico lo que antes más odiaba en actitudes iguales a esta mía de ahora. Ya pertenezco sólo a las lágrimas. ¿Qué culpa tengo yo si mi lenguaje es como el del carnívoro? ¿Y quién me dice que al que todos, como yo, llamamos carnívoro no sufre como yo? Yo, que he acabado en el tiempo del esplendor final del clavicémbalo, debo ser ese carnívoro en verdad, tal vez aún capaz de dar vida a sus lomos, si no fuera porque amor y odio son los caballos de fuego que tiran enloquecidos de la carreta de hielo del tiempo, de arrancarme una máscara tras otra hasta la piel, que sería la última si… ¡qué más da! Y por espejo, tan sólo este pobre poema que aquí he cobijado, en extraño sitio, en dudoso camuflaje para que sepa verlo aquel que la fortuna desee. Al tedio germinal retornan bienes y males; en el mundo que temo vive el mundo que deseo, y el que lo aplasta es el mundo que desprecio.

– Tiene un estilo -dijo Ígur- más bien pasado de moda.

– Sí, es lo que los historiadores denominan la manera universitaria. No es demasiado corriente en un poema tan largo. Es decir -rió-, si es que realmente se trata de un poema.

– ¿A qué os referís? ¿Tiene un sentido oculto?

– La cuestión sería si mi respuesta a esa pregunta tiene o no tiene un sentido oculto -dijo el funcionario.

– ¿Lo tiene?

– Ahora puedo responder 'sí', con lo que no sacamos nada en claro, o puedo decir 'a cuestión es si mi respuesta a esa pregunta tiene o no tiene un sentido oculto'.

– Y yo puedo volver a preguntar: ¿lo tiene? -dijo Ígur, los ojos clavados en el texto.

– Y yo puedo volver a decir lo mismo que la vez anterior, y así sucesivamente, o bien preguntar directamente qué sentido tiene esta conversación.

– Tiene un sentido oculto, no hay duda. ¿O quizá sólo lo tienen vuestras respuestas? ¿Sois jugador?

– Caballero -exclamó el Primer Bibliotecario con tono de reproche-. Todos los empleados de la Administración participamos de oficio en opciones preferentes de la Apotropía.

Se pasaron unos minutos revolviendo papeles.

– ¿Qué me podéis decir de lo que os he pedido?

El funcionario lo miró sin que Ígur acabase de saber si estaba ante un cínico o tan sólo ante un hombre asqueado.

– Caballero, éste es el último lugar del Imperio donde se puede consultar bibliografía. Y, si queréis que os sea franco, no creo que los temas que habéis propuesto, ni por aproximación, sean los que de verdad os interesan. Ignoro quién os ha recomendado que vengáis a la Biblioteca -rió-, y no quiero saberlo, pero es evidente que lo ha hecho para incitar designios más sutiles que, huelga decir, a vos corresponde descubrir y, si os conviene, seguir.

Caminaron por un nuevo pasillo y fueron a dar con la entrada; Ígur tuvo que reconocer que se había perdido.

– No me ha servido de mucho el entrenamiento geométrico del Laberinto -quiso ironizar.

– La geometría cada día es menos necesaria para la arquitectura -dijo el Primer Bibliotecario-, pero continúa siendo imprescindible para otras cosas.

Ígur se encontró ante la puerta.

– Si por casualidad encontraseis algo que…

– Descuidad, Caballero. Si hay suerte, os tendré presente.

Al cabo de la semana que como límite le habían marcado, Ígur llevó el Informe a la Agonía del Laberinto. Había hecho algunos cambios para cubrir el expediente, y cuando se hizo anunciar iba preparado para una dolorosa batalla dialéctica de imprevisible final por mantener la postura adoptada aunque le costara los beneficios y el honor del Laberinto. Pero el Primer Secretario de la Agonía no se dignó recibirlo, y el Secretario Administrativo que Ígur ya conocía de la firma de los protocolos y de su primera visita tras salir del Laberinto lo recibió en medio del vestíbulo, sin invitarlo ni a tomar asiento.