– En resumidas cuentas -decía Matías, hablando de su hija-, Pilar es una joya. La prefiero a cualquiera de sus amigas. No sé cómo nos las arreglaríamos sin sus arranques, sin sus ganas de vivir.
El último personaje del piso de la Rambla, el que más quería a Pilar, por las muchas horas que ésta se había pasado dándole clase y jugueteando con él, era Eloy, llamado "el renacuajo".
¡Curiosa situación! Tampoco sabía Eloy si deseaba o no que le surgiese algún pariente en el Norte con derechos sobre él. Se sentía feliz en casa de los Alvear. Había encontrado en ella comprensión y cariño y podía deslizarse a gusto sobre el mosaico del pasillo hasta irrumpir como una bala en el comedor. Dormía; como siempre, en la cama de César y a menudo se quedaba contemplando la fotografía de éste que había en la mesilla dé noche, sin comprender que alguien hubiera sido capaz de fusilarlo.
Pilar le había dicho que lo inscribiría para el primer turnó del Campamento de Verano que se organizaría para los "flechas", precisamente en San Feliu de Guíxols, advirtiéndole qué si por casualidad encontraba en la playa del pueblo un bañador de principios de siglo y unas calabazas, que supiera que pertenecían a la familia. "Son de mamá, ¿entiendes, Eloy? Un verano fuimos allí y se le olvidaron".
Eloy, con su cara llena de pecas, se sintió feliz… Campamento; tiendas de lona, camaradería… ¡Tal vez pudieran jugar al fútbol llevando camisetas de verdad y con una pelota de reglamento! Porque la pasión de Eloy no eran ni las Matemáticas, ni la Historia, ni las gestas de la Patria: era el fútbol. Cuando desaparecía de casa ya se sabía dónde encontrarlo: o bien en la Dehesa, dándole al balón con otros rapazuelos de su edad, o bien en el Estadio de Vista Alegre, donde una apisonadora allanaba el terreno de juego, en el que más tarde se sembraría hierba:
– Eloy, ¿quieres bajar al colmado por un quilo de sal?
– ¡Voy volando!
El objetivo del muchacho era resolver el arduo problema de cómo llamar a Matías y a Carmen. No se atrevía a llamarlos "padres". La palabra padre era para él un misterio tan grande como para Asunción la palabra pecado.
CAPÍTULO IV
La gestión que Mateo llevó a cabo cerca del Gobernador Civil para reclamar a Ignacio, quien se encontraba cumpliendo sus deberes militares en Ribas de Fresser, dio el fruto esperado. El Gobernador se puso al habla con el general Sánchez Bravo, el cual a los pocos días mandó un oficio a la Compañía de Esquiadores reclamando a Ignacio. Éste debía presentarse en Gerona el día 20 de mayo lo más tarde, donde quedaría adscrito al Servicio de Fronteras, a las órdenes directas del camarada Dávila.
Ignacio, en Ribas de Fresser, al enterarse de la noticia pegó un salto de alegría y regresó al cuartel -un garaje en cuyas paredes podía leerse todavía la inscripción 'roja' "NO PASARAN"- dispuesto a abrazar a sus compañeros. Y así lo hizo. Abrazó al cabo Cajal, de Jaca, relojero de oficio. A Dámaso Pascual, de Huesca, pesador de la báscula del Municipio. A Royo y a Guillen, quienes andaban por el pueblo como animales en celo, buscando mujeres. A Cacerola, el cocinero romántico, el que disfrutaba escribiendo cartas a las madrinas a la luz de un candil. Y, por supuesto, abrazó a Moncho, al entrañable amigo Moncho, con el que estuvo en Sanidad, en Barcelona, y luego en Madrid, y que decía siempre que la montaña era la gran maestra de la vida y que la guerra española no había sido sino el prólogo de acontecimientos mucho más trascendentales, a escala mundial.
La pregunta obligada a cada uno de estos compañeros, y a otros muchos soldados de la Compañía, fue:
– ¿Qué pensáis hacer cuando os licencien?
Las respuestas recibidas sorprendieron a Ignacio. La mayor parte de los esquiadores aragoneses, que antes de la guerra cuidaban vacas u ovejas, volverían a su menester.
– ¡Qué quieres! -confesó Royo-. Eso es lo nuestro.
Guillen rubricó:
– La verdad es que tampoco serviríamos para otra cosa.
Ignacio movió la cabeza.
– ¡Bien, chicos! Pero por lo menos tendréis algo que contar a vuestros hijos. Y a vuestros nietos…
– ¡Jolín! -admitió Royo-. Los convenceremos de que fuimos unos héroes.
Tocante a los esquiadores catalanes, tenían en su mayoría proyectos más ambiciosos.
– Yo pienso ampliar la fábrica de mi padre.
– ¿Fábrica de qué?
– De sábanas y de pañuelos. El pobre se ha quedado muy Pachucho y necesita un empujón.
Otro dijo:
– A lo mejor mi hermano y yo abrimos una joyería en el Paseo de Gracia. Después de la guerra las mujeres piden joyas caras, ¿no es eso?
El alférez Colomer, el que estuvo interno en el Collell, donde conoció a César, ironizó:
– Yo quiero dedicarme a fabricar medallas.
– ¿Por qué medallas?
– Porque me huele que nos pasaremos unos cuantos años condecorándonos unos a otros.
Había excepciones raras, como la de un muchacho de Vich, apellidado Bayeres, que decidió dar la vuelta al mundo. Le había tomado gusto al aire libre y no se imaginaba otra vez en su pueblo, tan clerical. Se largaría a América, o a Asia. "¡Cualquiera me encierra a mí ahora en un piso con tres habitaciones!".
¿Y Moncho? Moncho… era Moncho. Lamentaba horrores separarse de Ignacio, pero no descartaba la posibilidad de que sus existencias volvieran a coincidir. Porque su idea era terminar la carrera de Medicina y luego abrir consulta en alguna capital de provincia que no fuera precisamente la suya, Lérida. "¿Me comprendes, Ignacio? Déjame soñar… Déjame soñar que siento plaza en Gerona. ¿No me dijiste que los rojos mataron allí a casi todos los médicos?".
Tal perspectiva encandiló a Ignacio.
– ¡Brindemos para que ese sueño se realice!
– ¿Brindar? ¿Con qué?
– No sé… Con lo que haya por aquí.
– No hay más que leche.
– ¡Pues brindemos con leche!
Mientras llenaban los vasos, Ignacio añadió, de sopetón, cambiando el tono de voz:
– Moncho, ¿puedo hacerte una pregunta?
– Naturalmente…
– ¿Crees, como creo yo, que España va a ser ahora mejor?
Moncho se bebió la leche de un sorbo. Luego se relamió los labios.
– Chico -contestó, al cabo-, ya sabes que las profecías no se me dan bien…
Cacerola, al oír esto, sonrió en silencio. ¡Cuánto echaría de menos las sutilezas de Ignacio y Moncho! ¡Había aprendido tanto con ellos! Él no sabía nada. No tenía la menor idea de lo que haría en el futuro ni tampoco de si España sería mejor o peor. Desde luego, que nadie le hablara de volver al campo. Tal vez estudiara algo por correspondencia: Radiotelegrafía, Correos… A lo mejor solicitaba el ingreso en la Guardia Civil.
– ¡Eh, Ignacio! -gritó alguien-. ¡A las doce en punto sale el camión del suministro!
– ¡Gracias! Lo tomaré…
El sargento furriel lo llamó.
– Tendrás que entregarme el fusil, la cazadora y el gorro.
– ¡Oh, claro!
– Y las botas…
– A tus órdenes, sargento. ¿Y los pantalones?
– Quédate con ellos.
Al entregar el fusil Ignacio recordó, con repentino sobresalto, el momento en que, emborrachado por la lucha en la llamada "Bolsa de Bielsa", disparó y vio caer a un hombre. ¿Lo habría matado? Ahora entregaría la mitad del alma para que no hubiera sido así.
A mediodía tuvo lugar el último acto colectivo a que Ignacio asistiría. La Compañía de Esquiadores celebró una misa en sufragio del alma del gran héroe de la aviación "nacional", García Morato, quien había perdido la vida estúpidamente, el 4 de abril, estrellándose al tomar tierra en el aeródromo de Griñón. El páter, en su plática, dijo: "Éstos son los inescrutables designios de Dios. García Morato, con su divisa Vista, suerte y al toro, desafió mil veces a la muerte durante la guerra, contra aviones de todas las nacionalidades. Siempre salió airoso. Y he aquí que, terminada la guerra, se estrella en el suelo. Hermanos míos, queridos soldados esquiadores, no olvidéis la lección".