Saltando de camión en camión, tardó unas diez horas en llegar a Gerona, debido a los puentes hundidos y a los desvíos, en los que trabajaban grupos de prisioneros. Uno de los chóferes le dijo:
– ¿A Gerona te vas? ¡Ni forrado de oro! Aquello es un cementerio.
Ignacio barbotó, tirando la colilla por la ventana:
– ¡Tú qué sabes…!
A las diez de la noche llegó a la plaza del Marqués de Camps y se dirigió andando hacia su casa, hacia el piso de la Rambla. Al subir la escalera el corazón se empeñaba en salírsele del pecho. ¡El hogar! ¿Por qué esta palabra le impresionaba tanto?
Su entrada fue triunfal. Vítores, besos, aplausos. "¡Ignacio! ¡Ignacio!". Carmen Elgazu gritó: "¡Aleluya!", y Matías Alvear, inesperadamente, levantó el brazo y le dedicó un saludo fascista, alegando que lo hacía tantas veces, que ya levantaba el brazo incluso cuando entraba en Telégrafos. En cuanto a Pilar, despeinó al muchacho repetidas veces, riendo y exclamando: "¡Cuidado que eres guarro! ¡Voy ahora mismo por champú!". Eloy, el pequeño Eloy, se dejó izar por Ignacio a la altura del pecho, sin llegar a comprender del todo que el recién llegado formara parte de la familia.
Ignacio traía consigo… una maleta de madera idéntica a la que trajera un día su primo José. Al abrirla, brotaron de su interior una ristra de salchichones, botes de mermelada, cartas Que había recibido en el frente, la chapa de combatiente -se la regaló a su madre- y la insignia de esquiador, que pudo escamotear y que pensaba conservar como recuerdo. Aparte, en un voluminoso paquete, ¡la radio que requisó! Era alemana, último modelo. Se la regaló a su padre, Matías Alvear, quien la colocó en el rincón del comedor preparado al efecto. Pilar quiso enchufarla en el acto y fue un fiasco. No funcionaba. Matías se acarició el mentón y dijo: "¿Y la técnica alemana, pues?".
Carmen Elgazu intervino:
– También yo te he preparado un regalo, hijo. Entra ahí…
Ignacio entró en su cuarto, que compartiría con Eloy, y en un pedestal entre las dos camas vio una imagen de San Ignacio con una mariposa encendida. ¡Decididamente, estaba de nuevo en su hogar!
Esta idea, súbitamente, lo sobrecogió. La vez anterior, sabiendo que el permiso que le habían dado era tan corto, apenas si se fijó en nada. Estuvo pendiente de los suyos, de Marta y del desasosiego del momento. Ahora, sabiendo que iba a quedarse, todo adquiría otra dimensión, a semejanza de lo que les ocurría en el frente cuando debían atrincherarse en un lugar determinado para pasar una temporada.
Ignacio decidió tomarse veinticuatro horas antes de presentarse al que en adelante sería su jefe, el Gobernador Civil y Jefe de Fronteras, camarada Dávila, cuya fama de caballerosidad había llegado hasta Ribas de Fresser. Una jornada entera que emplearía en deambular, en hacer las visitas de rigor y en arreglar el importante asunto de reclamar en el Banco Arús los haberes que le correspondían.
Durmió a pierna suelta y al día siguiente, se puso el único traje que tenía, azul marino -Pilar, al verle, exclamó: "¡Pero si te sienta de maravilla!"-, y se calzó unos zapatos puntiagudos, brillantes. Se desayunó, pellizcó en la mejilla a Carmen Elgazu y salió a la calle. Tenía una idea fija: ir a la barbería. A que le cortaran el pelo y lo afeitaran como Dios mandaba. ¡Qué voluptuosidad! Le hubiera gustado una barbería de lujo, pero no la había en Gerona; entonces se decidió por lo opuesto y se fue a la de Raimundo, en la calle de la Barca. Raimundo, que seguía aficionado a los toros y que había quitado ya el cartel que decía "Se afeita gratis a la tropa", al verlo exclamó: "¡Pero si es el ilustre Alvear! ¿Sabes que la guerra te ha sentado bien?".
La tarea más minuciosa fue el arreglo del bigote. Ignacio se puso exigente. Se acercó varias veces al espejo palpándose los rebordes. "Por favor, Raimundo. Has perdido facultades…" El momento del masaje fue el más solemne. Parecióle que el paño caliente y el Floid acababan definitivamente con su vida de cuartel, con los colchones de crin y con los piojos. "¡Servidor, almirante!". Raimundo llamaba almirante a todos los clientes 'nacionales'.
Al salir de la barbería, como nuevo, experimentó una sensación de plenitud. ¿A quién visitaría primero? ¡Por Dios, qué pregunta! ¿Acaso no tenía novia? ¿Es que no estaría Marta esperándolo?
Andando sin prisa, como si paladeara cada segundo de libertad, se dirigió a la calle Platería. Allí se entretuvo en los escaparates, compró cerillas a una vendedora ambulante y por fin subió al piso del comandante Martínez de Soria. Su sorpresa no tuvo límites al encontrarse en él con toda la familia reunida, como si hubieran sido advertidos de su llegada: Marta, José Luis, con sus estrellas de oficial, la madre de ambos, sensiblemente desmejorada.
Ignacio, al cruzar el umbral, se había emocionado sobremanera, recordando al comandante. Y se emocionó más aún al oír el grito que lanzó Marta: "¡Ignacio!". Los muchachos se fundieron en un abrazo salido de la entraña. "¡Por fin!", repetía Marta una y otra vez, apretándose contra su pecho.
– Sí, por fin… -dijo Ignacio-. ¡Ya era hora! Te echaba tanto de menos…
Su tono era tan cariñoso que Marta no se hubiera separado del muchacho nunca. Pero allí estaban, presenciando la escena, la madre de la chica y José Luis, y no había más remedio que abreviar.
Separáronse y la viuda del comandante Martínez de Soria abrazó también al recién llegado. "¡Qué alegría, qué alegría!", musitó la mujer. Pero su voz era tan triste que Ignacio se estremeció. Comprendió que el peso de la viudez afligía obsesivamente a la madre de Marta, a la que tenía en gran estima. Ciertamente, la consideraba una gran señora. Y muchas veces pensó que si los 'rojos' no llegaron a detenerla y llevarla al paredón ello se debió, en parte, al respeto que con su sola presencia inspiraba.
A continuación, Ignacio tuvo que enfrentarse con José Luis el teniente jurídico de complemento. Y he aquí que con sólo mirarlo a la cara y estrecharle la mano se dio cuenta de que era para él un extraño. Lo había visto sólo una vez, allá por el año 1934, cuando José Luis hizo aquel viaje relámpago a Gerona y subieron todos juntos al campanario de la Catedral a ver la nevada que glorificaba la ciudad. Pero sabía de él, de sus andanzas -incluso de sus estudios sobre Satán-, por las cartas que Mateo le escribía desde el frente. José Luis, al estrechar la mano de Ignacio, lo miró con gran curiosidad, pero se limitó a decirle: "Me alegra mucho volver a verte".
La reunión fue breve. La madre de Marta hubiera querido invitar a Ignacio a una taza de café, pero la chica se opuso. Quería estar a solas con él. Los segundos le parecían siglos.
– Compréndelo, mamá… ¡Quiero salir de paseo con Ignacio! -Se volvió con decisión hacia éste-: Espera un momento, por favor…
Marta, recordando los consejos de Pilar, se fue al lavabo y se puso rímel en los ojos y se pintó de prisa las uñas.
La madre de la chica hizo un gesto de comprensión y le dijo a Ignacio:
– Te quiere mucho, ya lo ves… Trátala bien.
Minutos después la pareja bajaba la escalera y salía a la calle. Ignacio, sin saber por qué, no se decidió a tomar del brazo a Marta. Y tampoco acertaban a hablar. Sentíanse un poco aturdidos. Cruzaron el puente de San Agustín. Por fin, al pasar delante de Telégrafos, Marta se paró y con expresión picara miró hacia el interior del edificio y saludó militarmente. Ignacio se rió.
– ¿Vamos a la Dehesa?
– Vamos.
La Dehesa estaba muy sucia. Pero los árboles centenarios los recibieron de pie, como siempre. Hubiérase dicho que presentaban armas.
Marta, colmada de gozo, llenó de aire sus pulmones.