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– ¡Sí, por cierto! -respondió-. Quiero llegar a ser el mejor abogado de la ciudad… -Y volviéndose hacia la muchacha, añadió-: Y para que veas mi lado bueno, te prometo que le cederé a Mateo los clientes que me sobren.

Marta se levantó a su vez y se situó frente por frente de Ignacio. Estaban solos. Los jugadores de bolos se habían ido.

– ¿Quieres que te diga una cosa, Ignacio? Querría ayudarte a ser lo que te propones.

– Puedes hacerlo.

– ¿Cómo?

– Queriéndome mucho.

– Eso… ya lo hago. ¿No se me nota?

Ignacio no contestó. Tomó en sus manos la barbilla de Marta y, atrayendo a la muchacha hacia sí, le dio un beso prolongado y suave.

Al separarse dijo:

– Sí, se te nota…

Marta permaneció unos segundos con los ojos cerrados.

– Bésame otra vez.

Ignacio obedeció. El beso ahora fue eterno.

Marta por fin despegó los labios de los labios del muchacho.

– Gracias, Ignacio, por hacerme sentir lo que siento.

Él se emocionó.

– Es hermoso quererse, ¿verdad?

– Sí, mucho…

Igualmente afortunado, aunque con otros matices, fue el encuentro entre Ignacio y Mateo. Aquél, después de acompañar a Marta a la Sección Femenina, provisionalmente instalada en el local que había pertenecido a la UGT, se dirigió a Falange -es decir, al caserón cedido por Jorge de Batlle- y encontró a Mateo en su despacho, rodeado de los retratos patrióticos de rigor y con un mapa de la provincia de Gerona en la pared, tachonado de banderitas.

Los dos muchachos, al verse, recibieron recíprocamente una impresión fortísima. De hecho, se habían despedido, separado, el 20 de julio de 1936, cuando Mateo, ante el fracaso del Alzamiento en Gerona, salió del piso de los Alvear en dirección a los Pirineos, para pasar a Francia. Habían transcurrido, por lo tanto, tres años. En esos tres años se habían convertido en hombres sellados virilmente por la guerra, rebosando vitalidad y con ganas de conquistar el mundo.

– ¡Ignacio…!

– ¡Mateo…!

Se confundieron en un abrazo tan apretado, que la medallita que colgaba del cuello de Mateo se enroscó en uno de los botones de la camisa de Ignacio. El forcejeo a que ello dio lugar los incitó a reírse, a soltar una estentórea carcajada. En realidad, no acertaban a explicarse lo que les ocurría. Se miraban y se reían. Acabaron sentándose con dolor en los riñones, riéndose aún y respirando con dificultad.

– Pero… ¡chico! -balbuceó Ignacio, por fin, con lágrimas en los ojos-. ¡Qué barbaridad!

– ¡Esto es la juerga del siglo! -añadió Mateo, sonándose con su pañuelo azul…

– Las cartas que me escribías -recordó Ignacio-, eran más serias…

– ¡Figúrate! Caían pildorazos a mi lado…

– Hay que ver, vaya con tu medallita…

Recuperaron el ritmo y volvieron a mirarse, esta vez con mayor atención. La encrespada cabellera de Mateo brillaba demasiado y sus ademanes eran exactos, de hombre acostumbrado a mandar. Por el contrario, Ignacio se había recortado el bigote en exceso y ello le daba, a juicio de Mateo, cierto aire de "señorito".

Ignacio le preguntó a Mateo, echando una mirada sobre los papeles de la mesa:

– ¿Charlamos ahora, o es mal momento?

– ¿Mal momento? No digas bobadas… -Mateo pulsó un timbre y en el acto apareció un "flecha" saludando brazo en alto-. Oye, chico… Que no estoy para nadie, ¿comprendes? Anda, que no entre nadie… Y cierra la puerta.

El "flecha" desapareció. Y Mateo e Ignacio quedaron solos como antes, más que antes, e iniciaron el diálogo con el que habían soñado tantas veces mientras montaban guardia en los parapetos.

– Tengo un interés enorme en saber cómo estás -comentó Mateo-, en saber qué piensas de todo lo que ha ocurrido y está ocurriendo. De veras te lo digo, Ignacio. A veces temo vivir embriagado, o delirando. Este despacho -giró la vista en torno- es una terrible responsabilidad. ¡Me paso el día firmando papeles!

Ignacio movió la cabeza con admiración.

– Desde luego, los tiempos han cambiado. ¿Te acuerdas de cuando te escondiste en el cuchitril del Rubio, el que tocaba el saxofón en la Pizzaro Jazz?

– Claro que me acuerdo. La FAI me tenía acorralado.

– Es que… hablabas mucho. ¡Menudos discursos! Me los soltabas incluso a mí, un día sí y el otro también.

Mateo, para sentirse más cómodo, se quitó la pistola que llevaba en el cinto y la dejó sobre la mesa.

– Pues anda que tú… Un día en casa te metiste con la estigmatizada Teresa Neumann y te quedaste solo.

Ignacio asintió.

– Todo el mundo hablaba mucho por entonces.

– Todo el mundo, no -protestó Mateo-. Había uno que no decía apenas nada: Pedro, el disidente. ¿Te acuerdas de Pedro? Quería recibir órdenes directas de Moscú…

– Sí, me acuerdo. Y también de aquella criada que tenías, que se llamaba Orencia…

– ¡Menuda ficha!

– Cuántas cosas han pasado… -De pronto, Ignacio puso cara cómica-. ¿A que no sabes lo que ahora me viene a la memoria?

– No…

– La primera caja de bombones que le enviaste a Pilar. Era de lo más cursi. En la tapa había una orquídea en forma corazón.

– Pero, ¡chico! ¿Es posible?

– Corno te lo digo.

– No me reconozco en esa orquídea.

Llegados a este punto, Mateo sacó su mechero de yesca e invitó a Ignacio a fumar. Ignacio reconoció el mechero y mil pensamientos agradables invadieron su mente.

– Bueno… -reanudó Mateo-. Volviendo a lo de antes… ¿Cómo estás, Ignacio? ¿Todavía eres tan… escéptico?

Al oír esta palabra, Ignacio abrió expresivamente los ojos.

– ¿Escéptico yo? Olvida eso…

Mateo simuló sorpresa.

– No te entiendo… Habías jurado serlo toda la vida, ¿no es así?

Ignacio se rascó con una uña la ceja derecha.

– Más o menos. Pero aquí me tienes. Hasta ayer al mediodía no abandoné el fusil.

– Eso ya lo sabía -replicó Mateo-. Pero lo que yo te pregunto… es si estás convencido.

Ignacio hizo un gesto ambiguo.

– Si me hubieran dicho que algún día lloraría al cantar Cara al Sol, hubiera reventado de risa; y resulta que en el frente lloré más de una vez.

– Lanzó una espiral de humo-. Y en Barcelona estuve a punto de incendiar la iglesia de Pompeya porque la Sanidad 'roja' la había convertido en depósito de medicamentos.

Mateo se echó para atrás en el sillón.

– ¿Querrás creer que casi lamento oírte hablar de ese modo?

Ignacio manifestó estupor.

– No te comprendo.

– Verás… A mí me parece todo esto tan apasionante que necesitaría oír a alguien que me pusiera pegas. ¿Comprendes lo que quiero decir?

Ignacio movió divertido la cabeza.

– ¡Pues mira por dónde no soy yo ese alguien que te hace falta!

Los ojos de Mateo se empequeñecieron. Parecióle que Ignacio había hablado con cierto retintín.

– ¿De modo -prosiguió, arriesgándose- que eres acérrimamente optimista?

Ignacio irguió el busto.

– ¡Por favor, yo no he dicho eso! ¿Cómo voy a ser optimista? La guerra está ahí…

– ¿Así, pues…?

– Simplemente… ¡qué sé yo! He llegado a la conclusión de que hay que seguir adelante.

Mateo se pasó la mano por la cabellera.

– ¿Estás hablando en serio, Ignacio?

Éste asintió con la cabeza.

– Pues sí, hablo en serio. A pesar de todo. A pesar de que los militares no me gustan. Y de que no me gusta esa pistola que has dejado ahí. Ni que los jerarcas os reservéis una fila de butacas en todas las salas de espectáculos. A pesar de que sigo sin entender lo que significa Sindicato Vertical… -Ignacio reflexionó y agregó-: Una gran parte de España es ignorante… y cruel. Partiendo de esta base…