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Mateo prosiguió, implacable:

– ¡Pero antes, cuando yo te hablaba de eso, de la necesidad del Mando único, te enfurecías!

Ignacio se encogió de hombros.

– ¡Qué voy a decirte! Te repito que tampoco ahora soy feliz. Es absurdo, ¿no crees?, que un muchacho de tu edad tenga un coche oficial en la puerta y censure todas las noticias destinadas a la población.

– Al decir eso, señaló una pila de galeradas de imprenta que Mateo tenía a su lado-. Pero cuando recuerdo aquellos retratos de Lenin… Cuando recuerdo a Teo…

Mateo acusó una extraña sacudida.

– ¿Por qué has mencionado a Teo?

– No lo sé. Se me ha ocurrido… ¿Por qué lo dices?

Mateo aplastó el pitillo sin inmutarse.

– Porque yo mandé, en Teruel, el piquete que lo fusiló.

– ¿Ves? -comentó, al cabo de unos segundos-. Tal vez lo único que de verdad me inquieta sea eso: que me cuentes una cosa así y me quede tan fresco.

Mateo se mordió el labio inferior.

– Crees que nos hemos vuelto insensibles, ¿verdad?

– Insensibles, no… Pero hemos partido el queso por la mitad y actuamos en consecuencia.

– ¿Te parece que no tenemos derecho a ello?

– Por favor, Mateo… Ha corrido tanta sangre, que hablar de derechos resulta un poco irónico.

Mateo reflexionaba.

– Bueno… hay un hecho irrebatible: salimos todos al ruedo y nosotros hemos ganado.

– Sí, ya lo sé… Pero ahora viene lo más difíciclass="underline" justificarnos a nosotros mismos.

Mateo hizo un gesto ambiguo. Pensó que, de hecho, Ignacio le había puesto las "pegas" que andaba solicitando. Sin embargo, ¿qué hacer? ¿Era posible pedirle a 'La Voz de Alerta' que absolviera a sus enemigos? Por otra parte, el tiempo cuidaría de reglamentar las cosas, de asignar las atribuciones de cada cual.

Ignacio leyó el pensamiento de Mateo. Y añadió:

– Crees que a la larga todo esto se arreglará, ¿no es así?

Mateo iba a contestar: "Desde luego". Pero rectificó.

– Depende… de la ayuda que nos presten los hombres como tú…

Ahí Ignacio se mostró tajante. Comprendía la intención de su amigo. Pero éste no podría contar con él. La política era un problema de vocación y él no la tenía. Se dio cuenta en el momento en que Marta le había preguntado, hacía de ello una hora escasa: "¿Qué piensas hacer cuando te licencien?". Y acabó de convencerse al oír a Mateo decirle al "flecha": "Oye, chico… Que no estoy para nadie ¿comprendes?".

– Para saber decir eso… hay que tener vocación.

¡Bueno, la cosa estaba clara! Mateo reaccionó. Por lo demás no se trataba, en aquella primera entrevista, de volver al juego dialéctico. ¡La alegría de volver a ver a Ignacio era tan grande! ¿A qué empañarla con sentimientos y deseos ajenos a la pura amistad?

– Cambiando de tema, Ignacio… ¿Qué te parecería si organizáramos algo para celebrar nuestro regreso? El regreso de Marta, de Alfonso Estrada, de Jorge de Batlle, de Miguel Rosselló… El tuyo… ¡El regreso de los supervivientes!

– Me parecería muy bien. ¿Qué podríamos hacer?

– No sé… ¿Un baile, por ejemplo?

– ¡Oh, estupendo! Has dado en el clavo. Nos lo hemos ganado a pulso, digo yo…

– Pues déjalo de mi cuenta.

Los dos muchachos continuaron hablando durante mucho rato, ahora sin tema fijo. Ignacio se interesó por la salud de don Emilio Santos y Mateo dijo: "Está mal y sufre mucho; pero se curará". A su vez, Mateo se interesó, como quien no quiere la cosa, "por aquella preciosidad barcelonesa de los moñitos, que se llamaba Ana María o algo así" e Ignacio contestó, en tono tranquilo: "De vez en cuando me escribe una postal".

Ignacio se enteró de que mosén Alberto había sido designado miembro de la Comisión de Censura de películas.

– ¿Te imaginas? -comentó Mateo-. Años estudiando Teología, para terminar dedicando las tardes a medir escotes y la Curación de los besos de Myrna Loy.

En medio de ese pim-pam-pum, que les servía para expansionarse, sonó el teléfono. Mateo, en honor de Ignacio, se abstuvo de descolgar. "Ya llamarán más tarde", dijo.

Ignacio aprovechó aquella interrupción para preguntarle a su amigo:

– Oye… ¿Tienes idea de cuál será mi trabajo en la Jefatura de Fronteras?

Mateo negó con la cabeza.

– No sé, chico. Lo único que puedo decirte es que estarás a las órdenes del camarada Dávila y que tendrás que hacer muchos viajes a Figueras y alguno, tal vez, a Francia, a Perpiñán.

– ¿A Perpiñán?

– Sí. Los exiliados dan mucho que hacer.

Ignacio se quedó estupefacto. Y al momento recordó a Julio García, a Antonio Casal, a tantos y a tantos.

– Otra cosa -añadió-. Pensaba presentarme mañana. ¿Por qué no me acompañas?

– No hay inconveniente. Te vienes aquí a mediodía y subimos juntos al Gobierno Civil.

– De acuerdo.

Dicho esto, Ignacio se levantó. También Mateo. Al encontrarse de pie, frente a frente, se abrazaron de nuevo, sin que esta vez la medalla de Mateo les jugara una mala pasada.

– Ignacio, me ha rejuvenecido verte…

– Lo mismo digo.

Echaron a andar hacia la puerta. Ignacio vio, en un rincón, una de las dos famosas armaduras, patrimonio de la familia de don Jorge de Batlle. El Responsable la había obligado a levantar el puño; ahora extendía el brazo…

– ¿Quién es? -preguntó Ignacio jocosamente-. ¿Mussolini?

Mateo replicó:

– ¡No digas majaderías! Es el obispo, el doctor Gregorio Lascasas.

– ¡Ahí ¿sí? ¿Y qué hace ahí?

– Vigilarme…

Ignacio soltó una carcajada.

Al cruzar el umbral del despacho, el "flecha", quieto allí como un poste, levantó también el brazo para saludar. Ignacio le dijo:

– Gracias, majo.

Empezó a bajar la escalera y Mateo, desde lo alto, gritó:

– ¡Me has hecho polvo con lo de la orquídea!

Ignacio le contestó:

– ¡No es para menos!

El almuerzo en el piso de la Rambla fue feliz, con la mantelería de las grandes solemnidades. Ignacio contó a los suyos que había visto a Marta y a toda su familia y también a Mateo. "Nada, tan amigos como antes". También les comunicó que a lo mejor, sirviendo en Fronteras, tendría que hacer algún viaje a Perpiñán. Matías, al oír esto, se secó los labios con su blanca servilleta y comentó: "Si te encuentras por allí al primo José, dale recuerdos…"

Terminado el almuerzo, Ignacio se retiró a su cuarto -¡qué delicia reencontrar el colchón de lana!- y se ofreció una larga siesta. Una siesta como las de antaño en verano: completamente desnudo y con las piernas separadas.

Despertó tardísimo, a las cinco. En el comedor. Carmen Elgazu planchaba, accionando con soltura sus vigorosas muñecas. ¡La radio alemana funcionaba! Retransmitía tangos de Carlos Gardel. "¿Qué ha ocurrido?". "Nada, hijo. Que tu padre las sabe todas". Ignacio se acercó a su madre y la besó. E! dijo: "Me gustan los tangos, no lo puedo remediar".

– Adiós, madre, me voy al Banco Arús.

– ¡Huy, que tengas suerte!

El muchacho salió a la calle. Su expectación era intensa, porque del cobro de sus haberes dependía la compra del nicho para César… y acaso la posibilidad de efectuar alguna mejora en el amueblado del piso.

En el trayecto se preguntó "quién encontraría allí", dado que el director, con su eterna pipa en los labios, que describía triángulos masónicos de humo en el aire, se habría largado sin duda a Francia y el subdirector -¡cuánto se acordaba de él, tan idealista y tan calvo!- había caído asesinado los primeros días de la guerra.

Pronto salió de dudas. Apenas empujada la puerta de aquel húmedo local en el que ingresó de botones y en el que por primera vez oyó a alguien mofarse del Espíritu Santo y hablar de preservativos, dos sombras, una muy alta, la otra muy rubia, se levantaron, dudando entre cuadrarse o inclinar la cabeza hasta el suelo. Eran la Torre de Babel y Padrosa, que lo reconocieron en el acto. Ignacio tuvo la certeza de que, de haberse presentado, realmente sus ex compañeros de trabajo, aquellos que tantas veces lo habían enviado con sañudo placer a comprar periódicos que cantasen las alabanzas de Durruti, se habrían cuadrado militarmente.