– ¿Y Charo, su mujer?
– Charo se ha quedado en Barcelona, custodiando el piso. Porque, naturalmente, esto para mí es provisional.
Hablaron de Ana María. A Gaspar se le hacía la boca agua refiriéndose a la muchacha. "Es un encanto. Mi mujer la enseñaba a cocinar; pero ella, en cuanto nos descuidábamos, pegaba la oreja a la radio para escuchar a Queipo de Llano". También hablaron del padre de Ana María, que se llamaba Rosendo Sarró, pero que era ahora "don Rosendo".
– ¿Por qué "don" Rosendo…?
– ¡Porque es hombre importante! -contestó Gaspar Ley, cuyo aparato, incrustado en el oído, resonó escandalosamente.
– ¿Así que… no salió malparado de la Modelo?
– Se recuperó en seguida. Y huele los negocios. ¡Algo tremendo! -añadió Gaspar Ley, con decidida admiración.
A Ignacio le complació el sentimiento de gratitud que demostraba aquel hombre, que daba la impresión de activo y eficiente. Tan eficiente, que a sabiendas de que el muchacho de un momento a otro se presentaría en el Banco a reclamar los atrasos -norma establecida para todos los ex combatientes- había preparado ya la cuenta.
– Sí, ahí tienes todo -le dijo, cortando el diálogo anterior abriendo un cajón y sacando una carpeta azul.
– ¿Me va a alcanzar para comprar una torre?
Gaspar Ley sonrió.
– Vas a cobrar tu sueldo mensual, íntegro, desde que te incorporaste a las fuerzas 'nacionales' hasta hoy. Lo único que me hará falta es un certificado…
Ignacio hizo un cálculo rápido, mirando al techo, y concluyo que la cantidad iba a ser mínima. El nicho, un traje, una pequeña librería para su cuarto… Poco más.
– Está bien. Pediré el certificado a la Compañía de Esquiadores.
Gaspar Ley le preguntó:
– ¿Piensas reingresar en el Banco?
Ignacio contestó, rotundo:
– ¡No! De ningún modo…
El director hizo un guiño de inteligencia.
– Me parece muy bien.
Sonó el teléfono. Gaspar Ley no se abstuvo de descolgar como había hecho Mateo. Tomó el auricular, fue moviendo la cabeza y por fin dijo: "Ya, ya… Sí, estoy enterado… Por favor, ¿no le importaría volver a llamar dentro de unos minutos?".
Ignacio comprendió que debía marcharse. Se levantó. Gaspar Ley hizo un gesto que indicaba: "Perdóname…"
Quedaron en verse algún día y, seguidamente, salieron juntos del despacho. Gaspar Ley tomó del brazo al muchacho. Éste, al paso, iba mirando una por una las ventanillas. Hasta que se detuvo un momento en una de ellas para decir adiós a los amigos, a los que sorprendió mordiendo el consabido bocadillo.
– Me voy, muchachos. Hasta otro día…
– ¡Adiós, Ignacio! -gritaron al unísono la Torre de Babel y Padrosa.
Ignacio, en tono chusco, añadió:
– Salud…
Y se acercó a la puerta, a aquella puerta cuyo vestíbulo debía colmar de aserrín en los días de lluvia.
Salió del Banco aturdido. Pensó en la Torre de Babeclass="underline" "Ignacio, yo también tengo miedo…" Claro, claro. Pese a las apariencias, la España Una no era todavía realidad. Por debajo de la España triunfal había la España de Reyes, el ex cajero y de la Torre de Babel. Y la del comisario Diéguez, expresamente llegado de Barcelona. Y la de Gaspar Ley, obligado a "cambiar de aire", pero sentado en un sillón de director, gracias un tal "don Rosendo", hombre "importante, que olía los negocios". Y la España de los exiliados.
Ignacio se colgó otro pitillo de los labios -fumaba sin parar- y echó a andar sin rumbo fijo. Pronto recobró el ánimo, lo cual lo alegró. "Señal de que empiezo a estar de vuelta".
Decidió darse un garbeo por la ciudad de sus amores. Vio la fábrica Soler, cuya calle se llamaba ahora de "José Antonio Primo de Rivera", completamente destruida, incendiada, y unos presos, vigilados por guardias civiles, desescombrándola. Pasó por la calle del Pavo. En la puerta de la casa que perteneció a la Logia Ovidio, un letrero decía ahora: "Por la Patria, el Pan y la Justicia". Orilló el Oñar, como si fuera a la escuela a ver a David y Olga. El escuálido río le trajo a la mente un comentario de Julio García: "Mientras en España no haya ríos caudalosos, habrá caudalosas guerras civiles". Dio media vuelta y pasó frente al Sagrado Corazón. En la puerta del templo platicaban tres jesuítas, uno de ellos con grandes ojeras amoratadas. ¡Los jesuítas se habían reinstalado en la ciudad! La República los expulsó de España -grave error, según el profesor Civil-, pero ya estaban otra vez en la brecha… Llegó a la plaza del Ayuntamiento. Se anunciaba, en el Teatro Municipal, para el próximo domingo, la zarzuela La Revoltosa.
Ignacio sintió deseos de subir al Museo Diocesano, que estaba allí mismo, para saludar a mosén Alberto, pero desistió de hacerlo. "Ya habrá ocasión". Entonces, por contraste, se le ocurrió irse al otro confín y saludar, en la calle de la Barca, al patrón del Cocodrilo, de quien le habían dicho que había perdido exactamente treinta y siete quilos y que estaba en los puros huesos. A medida que se acercaba a aquel barrio, iba encontrando grupos de soldados que canturreaban y gitanas que ofrecían telas de seda a los transeúntes. El bar Cocodrilo estaba tan abarrotado que era imposible abrirse un hueco en la puerta para entrar. Ni siquiera pudo ver a su propietario, que andaría tras el mostrador sirviendo copitas de anís. Ignacio, entonces sintió como un tirón en la carne y pensó en la Andaluza. Su "casa" se encontraba a doscientos metros, bifurcando a la derecha. ¡La Andaluza! Había ocultado, entre sus puercos colchones, a mucha gente de "derechas", a muchos propietarios de la provincia y a los hermanos Estrada. Ahora se resarcía, al parecer; pasaba factura y la tropa se la pagaba de buena gana. Las guerras terminaban siempre así: en las iglesias y en los prostíbulos. Y había guerreros -Ignacio era uno de ellos- que pasaban de un lugar a otro con matemática regularidad. Ignacio se desazonó más aún y bifurcó por la derecha. Siempre le ocurría lo mismo: había momentos en que se encontraba a gusto tirándolo todo por la borda, apenas sin transición y chapoteando. Por cierto, ¿qué habría sido de Canela? El barrio entero olía a mujer, olor que se apoderaba de los sentidos.
Tampoco pudo saludar a la Andaluza, aunque la vio un momento asomarse al balcón, con una flor en el pelo y un abanico cruzado por la bandera nacional. Pero no importaba. Había allí profusión de patronas recién instaladas y un enjambre de chicas de edad imprecisable. Una de éstas, milagrosamente solitaria y libre, llamó al muchacho desde un portalón y se le ofreció para leerle la buenaventura. Ignacio accedió. Abrió su mano derecha y la levantó a la altura de los lacios senos de la mujer. Ésta le dijo que sin duda él regresaba de un largo viaje y que ahora necesitaba "amores". Ignacio se rió. "Sí, es verdad. Los necesito". "Pues sube conmigo, anda".
Ignacio subió.
¡Dios, se equivocó pensando "que empezaba a estar de vuelta"! Por lo visto, la complejidad de la vida continuaba jugando a placer con él.
A las nueve en punto de la noche, entre bombillas vacilantes y olor a churros, se abría paso entre la multitud de la calle de la Barca y regresaba hacia el centro. No pensaba nada, se dejaba mecer como si fuese un muñeco que alguien hubiera sacado en una tómbola.
En la Rambla había "oficiales" de postín, de eses con polainas y varita de bambú. Subió al piso; la cena estaba preparada. La familia unida en torno a la mesa, bajo la lámpara reluciente. "¡Te vas a chupar los dedos, hijo! Te he preparado sopa de guisantes".
– Un momento, voy al lavabo.
Ignacio permaneció medio minuto lo menos con la cabeza debajo del grifo. Luego regresó al comedor y ocupó su puesto. Su aspecto era de vencedor. "¡Ah, ja! ¡Sopa de guisantes marca Elgazu!".