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Se vislumbraba, ¡a qué dudarlo!, un punto de luz en el horizonte. El que había empujado a los gerundenses a reunirse en la Catedral para cantar el Te Deum. El que había decidido a los Alvear a entregar al Tesoro Nacional nada menos que la cadena y la medalla que Ignacio rescató del cadáver de César. Cierto, por encima de la catástrofe, de las divisiones y de los recuerdos horribles, se había producido un singular contagio de entusiasmo, que alcanzaba incluso, tal vez en razón del cansancio, a seres que habían militado en el bando de los vencidos. Las palabras Religión y Patria, que durante la contienda habían saltado de monte en monte y se habían arrastrado por las vaguadas, no parecían tan desprovistas de contenido o tan faltas de garantía de continuidad como hubieran podido sospechar los componentes de la Logia Ovidio. Era preciso evocar la figura del doctor Relken cuando le dijo a Julio García, en el Hotel Majestic: "El enemigo ha conseguido la unidad". Unidad cimentada sobre dos pilares: Dios y España. Unidad de millones de españoles que creían que Dios amaba a España con amor de predilección, de lo cual era prueba concluyente la victoria alcanzada por quienes combatieron enarbolando a la par la bandera nacional y el crucifijo.

Este contagio, perceptible en las calles de las urbes y en las más remotas aldeas, se veía afianzado por la conciencia de haber prestado, con dicha victoria, un servicio inapreciable a la civilización occidental. Espíritu mesiánico, subrayado con la sangre de tantos y tantos mártires como Laura, como mosén Francisco, como el anónimo falangista Octavio. Mesianismo contra la Rusia Soviética primero, y luego contra las "podridas democracias" de que hablaba 'La Voz de Alerta' cada día en el periódico. La antigua Iberia, como en tantas otras ocasiones de su historia, "había hecho sonar sus trompetas contra el lejano invasor asiático y contra la cercana herejía". La antigua Iberia había gritado: "¡basta!". Y ahora el mundo tendría que agradecérselo, a la corta o a la larga. Porque una cosa no ofrecía la menor duda: de haber ganado los 'rojos', España se hubiera convertido en la cabeza de puente de Stalin en el Oeste, haciendo tambalear toda la zona geográfica adscrita al cristianismo.

El sentimiento de orgullo era fuerte, intenso. La gesta podía compararse a la de Colón, a la Reconquista y a la victoria contra los turcos. De ahí que existiese el proyecto de invitar a todos los municipios de España a que regalasen a Franco una espada conmemorativa, réplica de la del Cid. De ahí que se pensase en reconstruir cuanto antes el monumento al Sagrado Corazón del Cerro de los Ángeles, que los milicianos de Madrid habían fusilado, y en poner a España, de una vez para siempre, bajo la advocación de la Virgen del Pilar. De ahí que se hablase de Imperio y de influir doctrinalmente en el mundo, dándole ejemplo de coherencia, decisión y espiritualidad.

Tratábase, era evidente, de un propósito nacional de signo totalitario, pero con características peculiares, originales, según habían admitido los propios Aleramo Berti, representante del fascismo italiano, y Schubert, delegado, en Burgos, del nazismo alemán. La originalidad del Alzamiento nacionalista capitaneado por Franco consistía en incorporar al sistema jerárquico de gobierno y a la idea de raza, de patria y de pueblo, la idea anteriormente apuntada: la idea de Dios. En fundirlas, por así decirlo, de tal manera, que servir a la Patria y a su Caudillo fuera, por modo automático, un acto religioso. Si acaso, tal actitud podía parangonarse en un orden simbólico con la del Japón, donde también desde siglos se habían unido y solidificado los conceptos de Dios y de Emperador.

Por supuesto, la responsabilidad de semejante planteamiento era enorme y parecía exceder a las posibilidades humanas. Pero el mar colectivo de fe y de esperanza ahogaba cualquier titubeo, como la adolescencia del Ferrete había quedado ahogada en el frente de Aragón. Por otra parte, el Alzamiento español había sido denominado, por la propia jerarquía eclesiástica, Cruzada, lo cual no podía decirse de ningún otro movimiento político contemporáneo. Y por si cupieran dudas, ahí estaba el mensaje radiofónico que Pío XII acababa de dirigir a España: "Con inmenso gozo Nos dirigimos a vosotros, hijos queridísimos de la católica España, para expresaros Nuestra paterna congratulación por el don de la paz y de la victoria con que Dios se ha dignado coronar el heroísmo de vuestra fe y caridad, probado en tantos y tan generosos sufrimientos". Tales palabras significaban el espaldarazo concluyente a las que Franco pronunciara en 1936: "Yo os aseguro que mi pulso no temblará, que mi mano estará siempre firme. Llevaré la Patria a lo más alto, o moriré en mi empeño". Afirmación en la que iba implícita la seguridad de que la trayectoria de la paz sería tan gloriosa como lo fue la de la guerra.

CAPÍTULO II

Gerona iba a ser, una vez más, la piedra de toque de lo que había de ocurrir en todas y cada una de las capitales españolas, especialmente en las recién "liberadas". El Ejército, la Iglesia, el Partido y la Autoridad Civil se adueñaron de la población y de la provincia, de acuerdo con los principios establecidos. Estos cuatro instrumentos de poder trabajarían comunitariamente, en contacto continuo, para llevar a feliz término "el mandato de los muertos".

Al mes escaso de haber terminado la guerra, las jerarquías depositarías del Nuevo Orden ocupaban ya sus puestos. Representante del Ejército lo era, con todas las prerrogativas, el general Sánchez Bravo, que había sido nombrado gobernador militar. El general Sánchez Bravo se había instalado en los Cuarteles de Infantería, los cuarteles de Santo Domingo. Tenía cincuenta y dos años de edad y era oriundo de León, donde su padre, fallecido antes del Alzamiento, había ejercido de oftalmólogo. El general decía siempre que la profesión paterna le había impreso huella, acostumbrándolo a mirar con fijeza a los ojos de los demás y despertándole viva afición por los prismáticos, los catalejos, los telescopios y otros instrumentos de observación.

Sirvió a la Causa desde el 18 de julio de 1936 -por entonces era coronel- y tomó parte activa en la batalla del Norte, en la llegada al Mediterráneo y en el asalto a Cataluña. Bajito de estatura, de cuello corto, era enérgico y poco sentimental. Hablaba tajante y tenía una hermosa voz. Su rasgo más característico era la rectitud. Hubieran podido llamarlo "el insobornable". No admitía apaños y predicaba siempre con el ejemplo. Cuantos habían servido a sus órdenes guardaban de él un grato recuerdo. Su coronel ayudante, el coronel Romero, dividía los generales en dos clases: los que al término de una batalla decían "hemos sufrido tantas bajas" y los que decían "he perdido tantos hombres". El general Sánchez Bravo era de estos últimos.