En resumen, el camarada Dávila no se concedía tregua y demostraba arrestos para pechar con cuantas dificultades se le presentasen. Lo curioso era que el juicio emitido por el notario Noguer y el profesor Civil, en el sentido de que ponerle pegas a un hombre acostumbrado a mandar era perder el tiempo. No tenía vigencia en cuanto el Gobernador traspasaba la Puerta del hogar. Dentro, se mostraba precisamente cada vez más vulnerable, hasta el extremo que ya no se limitaba a pedirle a su esposa, María del Mar, la opinión que le merecían las personas que iban conociendo o que colaboraban con él directa o marginalmente. ¡Ahora les pedía la opinión incluso a sus hijos, a Pablito y a Cristina! Lo que se justificaba a sí mismo con el argumento de que todos los niños del mundo, pero especialmente los suyos, gozaban de un sexto sentido que les permitía detectar lo bueno y lo malo, muchas verdades escondidas.
Este hábito, revelador de una íntima vacilación, se evidenció claramente al término de la gran fiesta que con motivo de su cumpleaños organizó en el Gobierno Civil. Acudieron al acto gran número de invitados -entre ellos, el apuesto capitán Sánchez Bravo, hijo del general, ya incorporado a la guarnición gerundense-, y Pablito y Cristina cumplieron con soltura y clase su tarea de ayudar a su madre en atenderlos, animando con su presencia la velada.
Pues bien, acabado el festejo, cuando la familia se quedó sola, el camarada Dávila se dirigió a Pablito y con aire alegre, como quitándole importancia a la cosa, le dijo:
– Vamos a ver, hijo. ¿Cuál es la persona que menos te ha gustado de todas las que han venido esta tarde?
Pablito, que crecía desmesuradamente y que tenía el pelo rubio como Cristina, pero mucho más rebelde, contestó sin vacilar:
– El doctor Chaos.
El Gobernador quedó pensativo. Y seguidamente añadió:
– ¿Y la que te ha gustado más?
Tampoco esta vez vaciló el muchacho.
– Manolo -contestó.
¡Santo Dios! El Gobernador irguió el busto y por un momento su silueta fue jocosa. Pablito se refería a uno de los tenientes jurídicos de complemento que ejercían en Auditoría de Guerra -por tanto, compañero de José Luis Martínez de Soria-, llamado Manuel Fontana, de Barcelona, y con el que, lo mismo él que María del Mar, habían coincidido últimamente en varias ocasiones.
La sorpresa del Gobernador se debió a que dicho teniente, conocido familiarmente por Manolo, apenas si estuvo quince minutos en la reunión y porque la opinión de Pablito coincidía plenamente con la de María del Mar, quien la víspera le había dicho: "¿Sabes una cosa? Ese muchacho, Fontana, es una joya. Ojalá se quitara el uniforme y te ayudara en el Gobierno Civil".
El camarada Dávila, que no salía de su asombro, insistió:
– Dime, Pablito. ¿Por qué te ha gustado tanto Manolo, si puede saberse?
– No lo sé, papá. Es muy simpático…
Simpático… ¿Era eso una respuesta? ¿Debía valorar la simpatía con vistas al equipo de colaboradores de que el Gobernador quería rodearse?
El camarada Dávila puso la mano en la cabeza de su hijo y le alborotó el pelo más aún. A veces sentía tan hondamente que aquel pedazo de carne era suyo, que se le humedecían los ojos.
¡Ah, en cambio Pablito, aunque alegre, era muy concreto, y mucho menos sentimental que los gerundenses de la zona idílica de la Cerdaña! Se pasaba el día leyendo, leyendo cuantos papeles impresos caían en sus manos. Un tanto excesivo para su edad. El camarada Dávila lo hubiera preferido más frívolo, más inclinado a expansionarse; pero era inútil. El único juego que le gustaba a Pablito era el billar. Por fortuna, había niño en la casa, que se trajeron de Santander y en el que de vez en cuando padre e hijo libraban duras batallas, pues el Gobernador opinaba que el billar era un ejercicio disciplinante, que estimulaba al mismo tiempo la imaginación y el rigor, con la única desventaja de que "a menudo obligaba a levantar ridículamente la pierna derecha".
– ¿Y tú, Cristina? ¿Con quién lo has pasado mejor en la fiesta?
Cristina, que sostenía entre las manos un conejillo de trapo -los animalillos de trapo la chiflaban tanto como los libros a Pablito-, cerró por espacio de unos segundos graciosamente la boca y luego respondió:
– Contigo, papá…
¡Ah, no! Aquello era demasiado. El Gobernador se emocionó más de lo debido. La familia era un peligro, tanto o más grave que las mangas cortas y los escotes. Si no conseguía domeñar su universo afectivo, estaba perdido.
– No seas tonta, Cristina. Me refiero a los invitados.
La niña se echó a reír.
– Pues, de los invitados… doña Cecilia.
– ¿Es posible?
Sí, lo era. Doña Cecilia era la esposa del general. Por lo visto estaba tan contenta con la llegada de su hijo, el capitán Sánchez Bravo, que no sólo se extralimitó un poco en la fiesta, bebiendo champaña, sino que sostuvo con Cristina un largo diálogo, contándole que, si un día llegaba a ser rica, se compraría muchos sombreros y muchos collares.
– ¿Y por qué te ha gustado tanto doña Cecilia, vamos a ver?
Cristina tiró al aire el animalejo con que jugueteaba y dijo:
– Porque cuando sonríe se parece a este conejillo.
CAPÍTULO VI
'La Voz de Alerta', por su condición de alcalde, era en cierto modo el gran triunfador de Gerona. Su bastón de mando no lo podía todo, pero podía mucho. 'La Voz de Alerta' se daba cuenta de ello cuando entraba en cualquiera de los cines de la ciudad y el acomodador lo conducía a la fila de butacas reservada para las autoridades, fila señalada con un cordón rojo en el pasillo. Aquel cordón rojo era la línea divisoria entre los demás y la jerarquía, entre los demás y él. También tomaba conciencia de su poder cuando al pasar por la calle algunos transeúntes, que ni siquiera conocía, lo saludaban quitándose el sombrero o la gorra.
'La Voz de Alerta' desarrollaba una actividad comparable a la del Gobernador Civil. Sus colaboradores en el Ayuntamiento, los concejales, pretendían que dispersaba un tanto sus energías, que en resumidas cuentas se ocupaba poco de las tareas específicamente municipales; pero él argumentaba que el presupuesto de que disponía era tan menguado que no cabía hacer más. Bastante había conseguido: la Brigada de Limpieza iba cicatrizando el aspecto de la capital; había reorganizado el Parque de Bomberos; había reabierto la Biblioteca de la Rambla; el Matadero funcionaba con normalidad; y pronto se iniciarían las obras de la nueva plaza de Abastos, cuyos planos, publicados en Amanecer, habían encandilado a las amas de casa. ¿Qué más podía pedirse?
Limpieza de la ciudad… 'La Voz de Alerta' quería que Gerona volviera a tener el aspecto señorial que tuvo cuando la Dictadura de Primo de Rivera. Quedó tan harto del ensayo de "calzar a España con alpargatas", que ahora iba a probar lo contrario; vestirla de frac en la medida de lo posible. Por lo pronto, además de revisar el alcantarillado, había reabierto el Casino de los Señores para que pudieran acudir a él las personas -¡ay, qué pocas quedaban!- que todavía sabían sentarse en un butacón, darle órdenes al camarero y desplegar el periódico. Además, fundó la Sociedad de Tiro de Pichón, que celebraría sus campeonatos en la Dehesa. Pensaba organizar Concursos Hípicos. Y sobre todo, quería elevar el nivel del lenguaje que empleaba la gente, su vocabulario. Consideraba esto esencial, pues, quien más quien menos, todos los gerundenses se habían contagiado de la ordinariez de los 'rojos' y nadie conseguía hilvanar una frase sin intercalar alguna expresión soez. Incluso había pensado pedirle al Gobernador que impusiera multas a los mal hablados; pero el Gobernador, con eso de hacerse llamar camarada y con su mama de apadrinar niños pobres, le contestó: "Se puede imponer una multa a quien blasfeme. ¡Pero no a quien diga ¡porra! en vez de ¡válgame Dios!".