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El personal de Palacio fue elegido con tanto escrúpulo como el mueble archivador: una serie de monjas, algunas de las cuales habían ya servido al obispo anterior y que fueron seleccionadas con extremo cuidado por mosén Alberto. El doctor Gregorio Lascasas impresionó tanto a las monjas que cuando lo veían pasar iniciaban una genuflexión… "Por Dios, hermanas, nada de eso… ¡Hay otras cosas más urgentes que hacer!".

Tareas urgentes… La principal, encauzar debidamente la vida espiritual de las almas que le habían sido confiadas, almas que a lo largo de casi tres años no habrían vivido otro clima que el del ateísmo, sin poderle oponer siquiera, salvo en casos excepcionales, la insustituible gracia de los sacramentos.

Ahora bien ¿por dónde empezar? La mayoría de sacerdotes y religiosos de la diócesis habían sido sacrificados, y destruidos casi todos los templos. ¡Ni siquiera podría contar, de momento, con el Seminario, convertido en cárcel! El nuevo obispo, pensando en esto, se dirigía a los ventanales que daban a la Plaza de los Apóstoles y se quedaba plantado allí, respirando hondo. Lo estimulaba ver erguirse desde su base el campanario de la Catedral. Aquella flecha pétrea apuntaba al cielo y era símbolo de eternidad. "Las puertas del infierno no prevalecerán…" Pero ¿y mientras tanto?

Falta de "operarios para la viña del Señor"… Ésa iba a ser la más dolorosa dificultad. El prelado aragonés debería arreglárselas con los supervivientes, por fortuna más numerosos de lo que en principio se sospechó, y asignar a cada uno la misión más conveniente, de acuerdo con su estado de salud -¡qué aspecto tenían, Virgen Santa, la mayoría de ellos!- y con sus aptitudes. Algunos sacerdotes deberían ocuparse, en el campo, de varias parroquias a un tiempo y en los conventos, sobre todo en los dedicados a la enseñanza, resultaría imposible completar la plantilla. En cuanto a las nuevas vocaciones, si es que llegaban -mosén Iguacen afirmaba que sí, que llegarían, en virtud de la llamada de la Gracia, presente siempre después de las persecuciones-, tardarían años en formarse y convertirse en sacerdotes. "Eso es lo malo -decía el señor obispo-. Una boda puede arreglarse en quince días. ¡Pero formar un ministro de Dios!".

– ¡Ah, si tuviera la suerte de que los jesuítas volvieran a Gerona! Significarían para mí una ayuda inapreciable… San Ignacio los marcó con el signo de la eficacia.

Segunda dificultad: la reconstrucción de los templos. El doctor Gregorio Lascasas fue informado de que podría utilizar para ello a determinado número de prisioneros, pues los había que querían redimir, de acuerdo con la ley, sus penas por el trabajo. ¡Buena noticia! Sin embargo, la tarea sería también lenta y costosa. El doctor Gregorio Lascasas lo comprobó con sus propios ojos, al recorrer una por una las iglesias de la capital y las de los pueblos vecinos, ante cuyo aspecto tuvo que esforzarse para contener las lágrimas. Los muros aparecían ennegrecidos por los incendios, faltaban los confesonarios y los púlpitos, algunas sirvieron de garajes, ¡o de cuadras!, y nunca faltaba en cualquier rincón un brazo del Niño Jesús, un tronco de la Dolorosa con las espadas clavadas, o los restos del Sagrario…

– Dios mío, Dios mío… ¿Por qué todo esto?

Mosén Alberto, al oír esta frase se estremeció, por cuanto también él se había formulado mil veces la misma pregunta.

El doctor Gregorio Lascasas, que pareció adivinar la reflexión de mosén Alberto, comentó:

– Necesitaré la ayuda del Estado y, por supuesto, la cooperación de los fieles. Tal vez Zaragoza me eche una mano.

Bueno, eso lo dijo sin demasiada convicción. Zaragoza había sido siempre "nacional" y era difícil que allí se hicieran cargo de lo que fue realmente la zona 'roja'. Él mismo se había llevado la mayor sorpresa, pese a haber leído innumerables descripciones de lo que en ésta había ocurrido.

La gran ventaja del nuevo obispo, doctor Gregorio Lascasas, era su indiscutible sinceridad. Su alma era fuerte como una roca, sin fisuras. Todos sus actos, todos sus pensamientos y todas sus palabras respondían a un sistema de creencias que parecía haber madurado, como algunos metales y como algunos líquenes, a través de siglos. Pero es que, además, no se limitaba a ser un realizador. Era también hombre de oración. "Al modo como el sarmiento no puede de suyo producir si no está unido con la vid, así tampoco vosotros, si no estáis unidos conmigo". Era, además, hombre de penitencia. "Velad, pues, vosotros, ya que no sabéis a qué hora ha de venir vuestro Señor". A diario se imponía sacrificios, sobre todo contra su tendencia a la cólera y a la gula, y el primer decreto que pensaba firmar se referiría a la obligación de guardar ayuno y abstinencia en todos los hoteles y fondas de la diócesis en los días de vigilia. Por añadidura, y completando el cuadro, era hombre de estudio… De hecho, hubo un tiempo en que el santo varón aragonés prefirió el silencio abisal de la Teología a enfrentarse directamente con las almas. Pero tuvo que renunciar. No obstante, ahora, acorde con su estado de ánimo, se prometió a sí mismo profundizar todos los días, por espacio de diez minutos lo menos, en el libro de los Salmos, que era su preferido. En él había encontrado siempre el consuelo necesario y seguro que encontraría también la necesaria fortaleza. "Porque tú, Señor, bendecirás al justo; con tu benevolencia, como escudo, le rodearás".

El doctor Gregorio Lascasas, ante el torbellino de responsabilidades que le había caído encima, se acordó del sempiterno consejo que le diera el anciano canónigo que, en Zaragoza, fue durante años su director espirituaclass="underline" "Nada se consigue sin amor. La gente está sedienta de amor. El amor lo puede todo. Si no amas, todo se volverá en contra tuya. Repite sin descanso: debes amar".

He ahí el dilema. ¿Valía este consejo para la ocasión? Por que, en el libro de los Salmos podía leerse: "No eres tú Dios a quien agrade la maldad". "Aborreces a todos los que perpetúan crímenes, destruyes a todos los que hablan mentira".

La desventaja del doctor Gregorio Lascasas era ésta. A semejanza del general Sánchez Bravo, creía que sin castigo, sin disciplina y obediencia ciegas, todo se derrumbaba en la sociedad y en el interior de cada individuo y que no se conseguía progresar. Frase suya era: "en los asuntos de Dios no caben componendas".

¿Qué hacer? ¿Cómo actuar para equilibrar la balanza? ¿Debía permitir espectáculos insanos, bailes, el impudor en las playas, la inmodestia en el vestir? ¿Debía permitir las blasfemias? Seguro que no… ¿Debía permitir, en las bibliotecas, en los periódicos, en los discursos, escarceos volterianos? Seguro que no. Antes que todo, sumisión a la Santa Madre Iglesia. Los dogmas eran los dogmas, y el paso de un huracán no podía haber hecho mella en las verdades inmutables predicadas por Cristo. ¡Cabía la posibilidad de que lo tacharan de intransigente! Bien, estaba acostumbrado… En Zaragoza le habían dicho en varias ocasiones, con cierta sorna, que su mentalidad apostólica era más la de Pedro que la de Pablo o la de Juan. Bueno, ¿y qué? ¿A quién entregó Cristo las llaves? Se las entregó a Pedro y fue éste el primer apóstol al que lavó los pies. Por otra parte, no podía olvidar que Gerona estaba muy cerca de Francia… La diócesis entera era tierra de misión.

Así, pues, la conclusión caía por su peso. Amaría a las personas, pero perseguiría al pecado. Y desencadenaría una propaganda masiva en favor de la religión, movilizando para ello todos los medios a su alcance: la radio, las procesiones, los Círculos de Estudios. La religión en los hogares, en las escuelas, ¡en la calle! ¿Por qué no? ¿No había sido éste el sistema empleado por el enemigo? Y la salvación del mundo ¿no estaba en su cristianización? Los partidarios de recluir la Iglesia a las sacristías eran, o bien fariseos, o bien tontos de capirote.