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– Mosén Alberto, ¿qué opina usted de los Ejercicios Espirituales?

– Una inspiración divina… Lo menos una vez al año, el retiro es conveniente para todos.

– ¿Y de la Santa Misión?

– La experiencia demuestra que, si los predicadores son buenos, una Santa Misión es una lluvia de gracia para los feligreses. Y que al final, se producen muchas conversiones…

El doctor Gregorio Lascasas, al oír esto, tuvo un acceso de tos. Siempre le ocurría eso cuando comprobaba que sus planes de trabajo merecían la aprobación de los demás.

– Muchas gracias, mosén Alberto.

Un mes después de la triunfal entrada del doctor Gregorio Lascasas en la diócesis gerundense, todo andaba sobre ruedas. Los fieles respetaban a su pastor, aun cuando su cayado fuera nervudo.

– Es un santo varón. No permite el menor halago…

– Parece ser que lleva cilicio…

– Dicen que no come apenas…

– ¡Eso no lo creo! Quien no come es mosén Iguacen. No hay más que verlos a los dos.

El Palacio Episcopal fue restaurado con prontitud. La instalación eléctrica funcionaba de maravilla. Las monjas habían renunciado a la genuflexión… El archivo metálico estaba, en efecto, lleno hasta los topes y una de las carpetas, de los expedientes, que había en él, se refería a César Alvear…

De pronto, El Tradicionalista publicó una noticia que provocó en el señor obispo una crisis de alegría: los católicos alemanes preparaban el envío a España, con destino a la zona que fue 'roja', de una enorme cantidad de objetos para el culto: cálices, copones, casullas…

El doctor Gregorio Lascasas, colocándose con gracia el solideo, exclamó:

– ¡Bendito sea Dios!

El más alto representante del Partido en Gerona fue, como era de suponer, Mateo. El muchacho se tenía el puesto merecido, habida cuenta de que había fundado, el año 1933, en circunstancias más que adversas, la primera célula en la ciudad. Por otro lado, sus contactos personales, a lo largo de la guerra, con los camaradas Núñez Maza, Salazar y otras jerarquías -al parecer, muchos falangistas de los que defendieron el Alto del León tendrían ahora, en Madrid, mando nacional- lo capacitaba como a nadie para desempeñar sin desvíos su misión, que en resumidas cuentas no era otra que "devolverle al hombre español el orgullo de serlo".

Mateo Santos recibió, pues, el nombramiento de Jefe Provincial de FET y de las JONS y al propio tiempo, a petición propia, y puesto que concedía la máxima importancia a la formación política de las nuevas generaciones, el Jefe Provincial de las Organizaciones Juveniles. "Quiero controlar -había dicho- no sólo a los falangistas ya formados, sino a los hijos que de éstos nazcan". Mateo, pese a no haber obtenido todavía el licenciamiento militar, por lo que la estrella de alférez provisional seguía reluciendo en su pecho, consiguió ser reclamado y, por tanto, a fines de mayo había tomado ya posesión de ambos cargos.

El problema que suponía encontrar el local adecuado para las instalaciones del Partido, tuvo también feliz arreglo: el caserón palaciego de Jorge de Batlle, el caserón de las dos armaduras en la entrada, en el que durante tanto tiempo habían vivido el Responsable y los suyos. Jorge de Batlle, huérfano y combatiente en Aviación, comprendió desde el primer momento que ya nunca podría habitar aquella mansión en la que cayeron asesinados sus padres y todos sus hermanos, y la cedió a Mateo, quien la amuebló con muebles requisados aquí y allá. Por deseo expreso, por capricho personal, Mateo quiso que la mesa de su despacho fuese precisamente la que había utilizado el ex jefe socialista, Antonio Casal. Mateo afirmaba repetidamente que la Falange demostraría que se podían implantar las irreversibles conquistas del socialismo sin necesidad de armar al pueblo, ni de sacrificarlo todo a los esquemas económicos, ni de negar que el gallo cantó tres veces.

El programa de Mateo era amplio y lo era en direcciones múltiples. En primer lugar, debía organizar las jefaturas locales, constituir una red coherente. El empeño sería ingrato y, en parte, irrealizable, pues era evidente que no existía un hombre idóneo, un falangista cabal, para cada uno de los pueblos de la provincia. Había en ésta pueblos cuyos habitantes no tenían todavía idea de que los puntos de Falange fueran veintiséis y de lo que significaba el color azul. Al respecto no olvidaría nunca lo que ocurrió en Darnius, localidad próxima a Figueras, el día de la liberación. Los darniuenses se concentraron en la plaza y al oír el Cara al Sol que, extendido el brazo, cantaban los 'nacionales' desde el balcón del Ayuntamiento, supusieron que se trataba de alguna canción regional singularmente bienquista por los soldados, por lo que al término de ella aplaudieron y gritaron: "¡Que se repita! ¡Que se repita!".

Luego, Mateo debía atacar. Deshacer muchos prejuicios y edificar un bloque social operante, dinámico, cimentado principalmente en los Sindicatos. Los Sindicatos debían ser la obra básica, vertical, de su quehacer, que, como tantas veces había repetido -como le dijera años antes a Ignacio en sus diálogos bajo los soportales de la Rambla-, uniera en una labor común a empresarios, técnicos y obreros. "Costará mucho meter esta idea en la cabeza de las gentes -decía Mateo-, porque están acostumbradas a admitir corno un hecho insoslayable la lucha de clases. Pero con el tiempo comprenderán…"

Además, Mateo debía defenderse… La verdad es que el muchacho -Pilar se dio cuenta de ello en seguida- se había vuelto objetivo en extremo y no se dejaba embaucar ni por sí mismo. En consecuencia, abrigaba serios temores de que, si la Falange no estaba alerta, fracasara en su anhelo y, pese a sus flechas y a su entusiasmo, se apoderaran de la victoria los banqueros y los terratenientes. Mateo, hablando con Marta, quien compartía sus recelos, le había dicho: "Los capitalistas han sufrido mucho con la guerra y es lógico que quieran desquitarse. En Andalucía, en Ciudad Real y otros lugares están ocurriendo cosas que no me gustan ni tanto así. Debemos montar la guardia y vigilar, lo mismo que al preparar el Alzamiento vigilábamos a los militares sospechosos".

Al margen de estos y otros obstáculos, que de alguna forma se solucionarían, Mateo vivía con plenitud los comienzos de la posguerra. Su padre, don Emilio Santos, le decía a veces: "Hijo, me da la impresión de que has crecido". No había tal. Era el pisar fuerte de Mateo y la manera peculiar, victoriosa, con que el muchacho erguía la cabeza. Era su cabellera casi mosqueteril, negrísima y rizada a fuerza de enredársele en las alambradas enemigas. Lo que sí se le había transformado a Mateo -Pilar, ¡cómo no!, se dio también cuenta de ello- era el modo de mirar. Antes sus ojos eran exclusivamente negros. Ahora, como si se hubieran cansado de muerte, tenían irisaciones verdes. Mateo no quería oír hablar de "majaderías de ese tipo", pero las irisaciones verdes de sus ojos eran una realidad. "Son bonitos -le decía Pilar-. Pero a veces me dan un poco de miedo". Mateo le replicaba: "No te apures, pequeña. Los hombres, al llegar de la guerra, dan siempre un poco de miedo".

El piso de Mateo en la plaza de la Estación, el piso del que se incautara, en tiempos, el trotskista Murillo, había sido reamueblado con severidad, pero pintado con colores alegres. La habitación que Mateo remozó con más cariño fue aquella en que, cuando su llegada a Gerona, celebró las primeras reuniones clandestinas: el despacho. El despacho presidido por el retrato de José Antonio, que éste le dedicó en 1933 -retrato que Julio García le robó con ocasión del famoso interrogatorio en Comisaría- y por el pájaro disecado. Mateo colgó un retrato idéntico, aunque sin dedicatoria, consiguió otro pájaro, de pico un tanto más largo, y abarrotó la librería con un lote de volúmenes que requisara en Teruel y que Miguel Rosselló, en uno de los viajes que realizó con su camión, le trajo a domicilio.