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María del Mar se esforzaba en ceder a los argumentos de sus hijos.

– Es verdad, hijos, es verdad… Soy una tonta, lo reconozco.

El Gobernador, vista la reacción de Pablito y Cristina, se mostró optimista. Confió en que, con su ayuda, María del Mar conseguiría superar la crisis y volvería a ser para él el gran consejero y la entrañable compañía que siempre fue.

– ¿Queréis ir conmigo mañana a Tossa de Mar? ¡Es un pueblo precioso! Y las barcas tienen nombre de mujer…

María del Mar, ¡por fin!, sonrió.

– ¡De acuerdo! -dijo-. ¿Qué vestido quieres que me ponga?

Al tiempo que luchaba con esa imprevista dificultad, el Gobernador consiguió resolver airosamente la siempre delicada tarea de conectar con aquellos a quienes había empezado a llamar sus colegas: el general y el obispo.

Su primera entrevista con el doctor Gregorio Lascasas resultó modélica y dejó las cosas bien sentadas. Tuvo lugar en el Palacio Episcopal. El camarada Dávila se presentó vistiendo el uniforme de gala de Falange. El obispo, por su parte, se enfundó su mejor sotana y abrillantó su pectoral y su anillo hasta conseguir que despidieran ascuas.

El acuerdo entre ambas jerarquías no tardó en llegar. En todo cuanto afectase a la Religión, el Gobernador Civil obedecería al obispo sin pedir explicaciones. En todo cuanto afectase a la Patria y a la vida de los ciudadanos, el obispo obedecería al Gobernador sin decir esta boca es mía.

– ¿Extendemos un documento? -propuso, sonriendo, el santo varón de Zaragoza.

– No creo en los documentos -sonrió a su vez el camarada Dávila.

Su primera entrevista con el general Sánchez Bravo tuvo otros matices. Se celebró en los cuarteles de Santo Domingo, y en el pecho de ambas autoridades relucían muchas medallas. El general invitó al Gobernador a una copita de Jerez y, después de evocar las circunstancias de la toma de Santander y de hacer grandes elogios de su asistente, Nebulosa, del que dijo "que durante la guerra se tomaba a chacota la metralla enemiga", habló de las dificultades que sin duda habría que vencer para evitar interferencias en las labores de mando en la provincia.

– Tengo entendido -dijo el general- que usted y el obispo han solventado sin pegas la cuestión. Pero ¿qué va a pasar conmigo? En época de paz, el uniforme militar suele parecer inútil…

El camarada Dávila, que sintió sobre sí la mirada fija del general, el cual había encendido, expectante, su pipa, se mojó con aire divertido el labio inferior y contestó en tono irónico:

– Bien sabe usted, mi general, que aquí el verdadero amo va a ser usted…

CAPÍTULO III

Tenía razón el profesor Civil cuando antaño les decía a Mateo y a Ignacio que los acontecimientos ponían en circulación nuevas palabras y robustecían otras ya comunes pero que llevaban una vida lánguida. Gerona, en aquellos meses de abril y mayo, tuvo de ello pruebas manifiestas. Del mismo modo que conocidos personajes cayeron en el olvido, siendo sustituidos por otros recién llegados o hasta entonces anónimos, determinadas expresiones y vocablos que jamás habían formado parte del acervo corriente, se hicieron populares. Entre ellos destacaban: Auditoría de Guerra, Depuración, Aval, Afectos al Régimen, Salvoconducto, Primer Año Triunfal, Revolución Nacional-Sindicalista, Gibraltar, etcétera. Un desfile, en fin, de fórmulas representativas, que iban a configurar lenta e implacablemente la nueva experiencia vital.

Debido al desenlace de la contienda, algunas de estas palabras colocaron a los Alvear, que militaban entre los vencedores en condiciones de superioridad. Matías Alvear podía hablar sin temor de depuraciones y de nacional-sindicalismo; en cambio, el coronel Muñoz, allá en Alicante, disfrazado de marinero, o los dos hermanos de Agustín, aquel miliciano que intentó proteger a César, y que llevaban ya tres meses en un sótano sin ver la luz del sol, cuando se referían a Auditoría de Guerra y a sus juicios sumarísimos temblaban de pies a cabeza.

Los Alvear pasaron a ser, pues, seres privilegiados. El sacrificio de César, el imponente uniforme de esquiador que Ignacio exhibió en su breve estancia en la ciudad y, sobre todo, la íntima relación que sostenían con Mateo y con Marta, personajes relevantes de la nueva situación, convirtieron a la familia de la Rambla en la gran esperanza de buen número de personas instaladas en el bando de los vencidos. Personas sometidas a persecución, o simplemente expedientadas; personas que necesitaban un "aval" que las declarara "afectas al Régimen"; o que se encontraban, por azar o por castigo, en algún lejano campo de concentración; que habían sido "depuradas" y no podían volver al trabajo, etcétera. ¡Ah, los ciclos inevitables! Quienes, al estallar la guerra, buscaron ayuda entre los miembros de algún Comité, entre jaleras, republicanos o comunistas, ahora debían ayudar a su vez a familiares o amigos que los visitaban diciendo: "Echadnos una mano, por favor…"

Matías Alvear y Carmen Elgazu, ¡cómo no!, actuaron conforme a sus principios, a su concepto de la caridad. No podían olvidar, por supuesto, lo bien que con ellos se portó Dimas, de Salt; y que su sobrino José pasó a Ignacio a la España "nacional"; y que Julio García estuvo siempre a su lado y salvó a don Emilio Santos; y que incluso 'rojos' desconocidos los favorecieron en alguna ocasión. A tenor de estos hechos abrieron la puerta, lo mismo en Telégrafos que en casa. Y así consiguieron, en ausencia de Ignacio, que la Torre de Babel -que fue el jefe de Pilar en Abastos- y Padrosa fueran readmitidos en el Banco Arús; avalaron a una serie de vecinos; avalaron a Ramón, el ex camarero del Café Neutral, el que cayó prisionero en Mallorca cuando la operación del capitán Bayo y que desde allí les escribió pidiéndoles protección; avalaron al patrón del Cocodrilo y, jugando la carta grande, por tratarse de alguien "muy comprometido", garantizaron al cajero del Banco Arús, llamado Alfonso Reyes, porque les constaba lo bien que el hombre se había portado con Ignacio. Y, por supuesto, Carmen Elgazu logró también que su hermano Jaime, el gudari, detenido en el Norte, se reuniera por fin en Bilbao con sus hermanas Josefa y Mirentxu y con la abuela Mati. En total, y en el plazo de un mes y medio, Pilar contó un número aproximado de cuarenta 'rojos' que pudieron respirar libremente y salir a la calle gracias a los Alvear. Pilar, tal vez influida por Mateo, dijo de pronto:

– Creo que nos estamos excediendo. ¡Es gentuza y no veo por qué hemos de preocuparnos tanto por ellos!

Matías Alvear, que pensaba de continuo en la situación en que se encontraba su familia de Burgos, era el que con menos esfuerzo estaba siempre dispuesto a socorrer y no le cabía en la cabeza que tanta gente desaprobara su actitud, que personas como las hermanas Campistol, que mascullaban jaculatorias todo el día, o como Marta, o como la viuda de don Pedro Oriol, se mostraran tan inflexibles. "¿Vamos a prolongar esto durante siglos?", porfiaba. Todo inútil. Era raro que obtuviera asentimiento. Lo corriente era que la gente se dedicara a denunciar, acción moralmente arriesgada, dado que la mayor parte de los verdaderos responsables se habían marchado a Francia. Uno de los que mayormente censuraban la buena fe de Matías era precisamente don Emilio Santos, su entrañable amigo, quien hacía gala de una agresividad insospechada en un hombre sereno como él. Don Emilio Santos repetía una y otra vez el mismo sonsonete: "¡Yo no puedo olvidar que me pasé doce meses en una celda, con los pies en el agua!". Luego añadía: "¿Y qué seguridad tienen ustedes de que entre esos individuos no los haya que se frotaban las manos mientras nuestros hijos caían asesinados?".