1
La cuna se balancea sobre un abismo, y el sentido común nos dice que nuestra existencia no es más que una breve rendija de luz entre dos eternidades de tinieblas. Aunque ambas son gemelas idénticas, el hombre, por lo general, contempla el abismo prenatal con más calma que aquel otro hacia el que se dirige (a unas cuatro mil quinientas pulsaciones por hora). Conozco, sin embargo, a un niño cronofóbico que experimentó algo muy parecido al pánico cuando vio por primera vez unas películas familiares rodadas pocas semanas antes de su nacimiento. Contempló un mundo prácticamente inalterado —la misma casa, la misma gente—, pero comprendió que él no existía allí, y que nadie lloraba su ausencia. Tuvo una fugaz visión de su madre saludando con la mano desde una ventana de arriba, y aquel ademán nuevo le perturbó, como si fuese una misteriosa despedida. Pero lo que más le asustó fue la imagen de un cochecito nuevo, plantado en pleno porche, y con el mismo aire de respetabilidad y entrometimiento que un ataúd; hasta el cochecito estaba vacío, como si, en el curso inverso de los acontecimientos, sus mismísimos huesos se hubieran desintegrado.
Tales fantasías no son raras en la infancia. O, por decirlo de otro modo, las primeras y últimas cosas suelen tener un barniz adolescente; a no ser, quizá, que estén supervisadas por alguna venerable y rígida religión. La naturaleza espera del adulto que acepte los dos vacíos negros, a proa y a popa, con la misma indiferencia con que acepta las extraordinarias visiones que median entre los dos. La imaginación, supremo deleite del inmortal y del inmaduro, debería ser limitada. A fin de disfrutar la vida, no tendríamos que disfrutarla demasiado.
Yo me rebelo contra esta situación. Siento el impulso de manifestar esa rebelión y vigilar con piquetes a la naturaleza. Repetidas veces, mi mente ha hecho esfuerzos colosales por distinguir hasta las más tenues luces personales en la impersonal tiniebla que hay a ambos lados de mi vida. Esta creencia en que la causa de esas tinieblas no es más que la muralla del tiempo que nos separa a mí y a mis contusionados puños del mundo libre de la intemporalidad, la comparto alegremente con el salvaje más pintarrajeado. He viajado hacia atrás con el pensamiento —un pensamiento que se iba ahusando de forma irremediable a medida que avanzaba— hasta regiones remotas en las que busqué a tientas alguna salida, aunque sólo para descubrir que la prisión del tiempo es esférica y carece de ellas. Menos el suicidio, lo he probado todo. Me he desprendido de mi identidad para pasar por un espectro convencional y colarme así en reinos que existían antes de que yo fuera concebido. He soportado mentalmente la degradante compañía de novelistas y coroneles retirados de la época victoriana que recordaban haber sido, en vidas anteriores, esclavos que llevaban mensajes por las calzadas romanas o sabios sentados al pie de los sauces de Lhasa. He saqueado mis sueños más antiguos en pos de llaves y claves, y permítaseme que declare inmediatamente que rechazo por completo el vulgar, raído y en el fondo medieval mundo de Freud, con su chiflada búsqueda de símbolos sexuales (algo así como buscar acrósticos baconianos en las obras de Shakespeare) y sus rencorosos y diminutos embriones espiando, desde sus escondrijos naturales, la vida amorosa de sus padres.
Inicialmente, no tuve conciencia de que el tiempo, tan ilimitado en la primera luz del alba, fuese una prisión. Al escudriñar mi infancia (que es lo que más se parece a escudriñar la propia eternidad) veo el despertar de la conciencia como una serie de destellos espaciados, y los intervalos que los separan van disminuyendo gradualmente hasta que se forman luminosos bloques de percepción que proporcionan a la memoria un resbaladizo asidero. Aprendí a contar y hablar a una edad muy temprana y casi simultáneamente, pero el conocimiento íntimo de que yo era yo y mis padres eran mis padres sólo parece haberse establecido más tarde, y entonces quedó directamente asociado a mi descubrimiento de cuál era la edad de ellos en relación con la mía. A juzgar por la intensa luz que, cuando pienso en esa revelación, invade de inmediato mi memoria con manchas lobuladas de sol que se cuelan por entre capas superpuestas de verdor, el día al que me refiero pudo ser el del cumpleaños de mi madre, al final del verano, en el campo, una fecha en la que hice preguntas y calibré las respuestas recibidas. Así es como deberían ser las cosas según la teoría de la recapitulación; el comienzo de la conciencia reflexiva en el cerebro de nuestro más remoto antepasado debe sin duda de haber coincidido con el despertar del sentido del tiempo.
Así, cuando la recién descubierta, fresca y pulcra fórmula de mi edad, cuatro años, quedó confrontada con las fórmulas paternales, treinta y tres y veintisiete, algo me ocurrió. Experimenté una conmoción de efectos tremendamente vigorizantes. Como si me hubieran sometido a un segundo bautismo, de tendencia más divina que el remojón de rito ortodoxo griego sufrido cincuenta meses antes por un aullante, semiahogado, semivictor (mi madre, a través de la entrecerrada puerta, consiguió corregir al chapucero arcipreste, el padre Konstantin Vetvenitski), me sentí sumergido bruscamente en un medio radiante y móvil que era ni más ni menos que el puro elemento del tiempo. El cual era compartido —de la misma manera que los excitados bañistas comparten la reluciente agua del mar— con criaturas que no eran yo mismo pero que estaban unidas a mí por el común fluir del tiempo, un ambiente muy diferente del mundo espacial, que no sólo es percibido por los hombres sino también por los monos y las mariposas. En ese momento tomé aguda conciencia de que el ser de veintisiete años, vestido de suave blanco y rosa, que sostenía mi mano izquierda, era mi madre, y que el ser de treinta y tres años, vestido de severo blanco y dorado, que sostenía mi mano derecha, era mi padre. Entre ellos, que iban paseando, yo caminaba saltando y trotando y saltando otra vez, de mancha de sol en mancha de sol, por el centro de un sendero que hoy en día puedo identificar fácilmente como aquel paseo de robles jóvenes que había en el parque de nuestra casa de campo, Vyra, en lo que fuera la provincia de San Petersburgo. Ciertamente, desde mi actual cresta de tiempo remoto, aislado y casi deshabitado, veo a mi yo diminuto que celebra, en aquel día de agosto de 1903, el nacimiento de la vida consciente. Si quien sostenía mi mano izquierda y quien sostenía mi mano derecha ya habían estado presentes en mi vago mundo infantil, había sido bajo la máscara de un delicado incógnito; pero ahora el atavío de mi padre, el resplandeciente uniforme de la Guardia Montada, con aquel terso y dorado abultamiento de la coraza que llameaba en su pecho y espalda, resplandecía como el sol, y durante varios años a partir de entonces sentí un intenso interés por la edad de mis padres y me mantuve informado al respecto, como un pasajero nervioso que pregunta la hora para comprobar qué tal funciona su reloj nuevo.
Mi padre, quiero que se tenga en cuenta, había cumplido su período de instrucción militar mucho antes de que yo naciera, de modo que supongo que aquel día se había puesto las galas de su antiguo regimiento a modo de broma festiva. A una broma, por lo tanto, debo mi primer destello de conciencia completa, lo cual también está relacionado con las hipótesis recapitulatorias, ya que los primeros seres vivos que tuvieron conciencia del tiempo fueron asimismo los primeros en sonreír.
2
Era la cueva primordial (y no lo que los místicos freudianos podrían imaginar) lo que se ocultaba detrás de mis juegos de los cuatro años. Un gran diván tapizado de cretona, con tréboles negros sobre fondo blanco, en uno de los salones de Vyra, emerge en mi mente como el enorme producto de algún cataclismo geológico anterior al comienzo de la historia. La historia empieza (con la promesa de la bella Grecia) no lejos de uno de los extremos de este diván, allí donde una gran mata de hortensias, con brotes azul pálido y también otros verdosos, esconde parcialmente, en un rincón de cuarto, el pedestal de un busto de mármol de Diana. En la pared contra la que está apoyado el diván, otra fase de la historia queda señalada por un grabado gris con marco de marficlass="underline" una de esas imágenes de las batallas napoleónicas en las que los verdaderos adversarios son lo episódico y lo alegórico, y en las que aparecen, agrupados en un mismo plano de visión, un tambor herido, un caballo muerto, unos trofeos, un soldado que está a punto de clavarle la bayoneta a otro, y el invulnerable emperador posando con sus generales en medio del congelado combate.