Mi madre hizo cuanto estuvo en su mano por fomentar mi sensibilidad general para los estímulos visuales. ¡Cuántas acuarelas pintó para mí; qué revelación experimentó cuando me enseñó cómo surgía la flor de una lila mezclando azul y rojo! A veces, en nuestra casa de San Petersburgo, sacaba de un compartimento secreto de su habitación de tocador (la misma en la que yo nací) una enorme cantidad de joyas para entretenerme antes del momento de dormirme. Yo era entonces muy pequeño, y aquellas centelleantes tiaras y gargantillas y anillos me parecían estar dotadas de un misterio y un hechizo comparables a los de las iluminaciones de la ciudad durante las fiestas imperiales, cuando, en la acolchada quietud de una noche helada, gigantescos monogramas, coronas y otros diseños heráldicos formados por bombillas eléctricas de colores —zafiro, esmeralda, rubí— brillaban con cierta encantada frialdad por encima de las nevadas cornisas de las fachadas en las calles residenciales.
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Mis numerosas enfermedades infantiles sirvieron para que mi madre y yo nos uniéramos más incluso. De pequeño, mostré una aptitud desacostumbrada para las matemáticas, que perdí del todo en mi adolescencia, época singularmente desprovista de talento. Este don desempeñó un horrible papel en mis combates contra las anginas o la escarlatina, pues tenía la sensación de que unas enormes esferas y unos números gigantescos se hinchaban implacablemente en mi dolorido cerebro. Un necio preceptor me había enseñado los logaritmos a una edad tempranísima, y yo había leído por mi parte (en una publicación británica, creo que en el Boy's Own Paper) que hubo un calculador hindú que era capaz, exactamente en dos segundos, de hallar la raíz decimoséptima de, por ejemplo, 3529471145760275132301897342055866171392 (no estoy seguro de que sea el número exacto; de todos modos, la raíz era 212). Tales eran los monstruos que florecían en mi delirio, y el único modo de evitar que se me metieran en la cabeza hasta expulsarme de mí mismo consistía en arrancarles el corazón. Pero eran muy fuertes, y yo me sentaba en la cama y formaba laboriosamente frases mutiladas con las que trataba de explicárselo todo a mi madre. Por debajo de mi delirio, descubrió sensaciones que también ella había conocido, y su comprensión devolvía mi universo en expansión a la norma newtoniana.
Algún futuro especialista en aburridas erudiciones literarias tales como el autoplagiarismo disfrutará comparando una experiencia del protagonista de mi novela The Giftcon el acontecimiento original. Un día, después de una larga enfermedad, cuando todavía estaba muy débil y aún guardaba cama, me encontré disfrutando de una desacostumbrada euforia de ligereza y reposo. Sabía que mi madre había salido a comprarme el regalo diario que hacía tan deliciosas aquellas convalecencias. No podía adivinar qué sería esta vez, pero a través del cristal de mi estado extrañamente translúcido la visualicé con claridad mientras bajaba por la calle Morskaya en dirección a la avenida Nevsky. Distinguí el trineo ligero tirado por un caballo alazán. Oí su áspera respiración, el rítmico rumor de su escroto, y el seco golpeteo de los bloques de tierra helada y nieve contra el trineo. Ante mis ojos y ante los de mi madre aparecían las posaderas del cochero, envuelto en su acolchado sobretodo azul, y el reloj con funda de cuero (las dos y veinte) sujeto a la parte trasera de su cinturón, bajo el que se curvaban los acalabazados pliegues de su bien protegida grupa. Vi las pieles de foca de mi madre y, a medida que aumentaba la helada velocidad, el manguito con el que se protegió la cara con ese ademán gracioso propio de las damas de San Petersburgo en sus desplazamientos invernales. Dos puntas de la enorme manta de oso con la que iba cubierta hasta la cintura estaban sujetas por medio de sendas anillas a un par de asideros situados en el bajo respaldo de su asiento. Y a su espalda, agarrándose a esos asideros, un lacayo tocado con un sombrero escarapelado se mantenía en pie sobre un estrecho soporte situado por encima de la extremidad posterior de los patines.
Presente todavía la imagen del trineo, vi que se detenía en la tienda de Treumann (artículos de escritorio, chucherías de bronce, barajas). Poco después mi madre salió de la tienda seguida por el lacayo. Este llevaba su compra, y a mí me pareció que era un lápiz. Me asombró que no llevara ella misma un objeto tan pequeño, y esta desagradable cuestión de las dimensiones provocó un leve despertar, afortunadamente muy breve, del «efecto de dilatación mental» que yo creía que habría desaparecido con la fiebre. Cuando la estaban arrebujando de nuevo en el trineo, vi el vapor que exhalaban todos ellos, incluido el caballo. También observé el familiar puchero de los labios con el que mi madre acostumbraba a aflojar un poco la tensión con que el velo se le ajustaba a la cara, y en el momento en que escribo esto, el tacto de reticulada suavidad que solían sentir mis labios cuando besaba su velada mejilla se presenta de nuevo, vuela otra vez hacia mí con un grito de alegría procedente de aquel pasado azul nieve y azul ventana (las cortinas no habían sido corridas aún).
Al cabo de algunos minutos mi madre entró en mi habitación. Sostenía en sus brazos un gran paquete. En mi visión había quedado reducido, debido quizás a que corregí subliminalmente lo que la lógica me advirtió que podía ser todavía un temido resto del dilatado mundo de los delirios. El objeto resultó ser un gigantesco lápiz poligonal Faber, de un metro y veinte de largo, y del grosor correspondiente. Estaba expuesto como muestra en el escaparate de la tienda, y ella supuso que yo lo había codiciado de la misma manera que solía codiciar todas las cosas que no eran estrictamente comprables. El tendero se vio obligado a telefonear a un representante, un tal «doctor» Libner (como si la transacción tuviera en realidad cierto significado patológico). Durante un espantoso momento me pregunté si la mina era de verdadero grafito. Lo era. Y algunos años más tarde comprobé, perforando un agujero lateral, que la mina llegaba hasta el otro extremo del lápiz: un perfecto ejemplo del arte por el arte llevado a cabo por Faber y el doctor Libner, ya que el lápiz era tan grande que no se podía usar y, naturalmente, no estaba hecho para ser usado. —Sí, sí —solía decir ella cuando yo mencionaba tal o cual infrecuente sensación—. Sé muy bien de qué me hablas —y con cierta ingenuidad extraña me hablaba de cosas tales como la clarividencia, y de ciertos golpecitos contra la madera de las mesas de caballete, así como de premoniciones y sensaciones de deja vu. Una vena de sectarismo recorría su familia más inmediata. No iba a la iglesia más que por Cuaresma y Pascua. Esta tendencia cismática se manifestó en su saludable antipatía por el ritual de la iglesia ortodoxa griega y por sus sacerdotes. Se sentía profundamente atraída por el aspecto moral y poético de los Evangelios, pero no tenía la menor necesidad de creer en los dogmas. No le importaba la escandalosa incertidumbre respecto a la existencia de la otra vida ni tampoco el nulo aislamiento que ésta prometía. Su religiosidad, pura e intensa, tomaba en ella la forma de una fe tan firme en la existencia del otro mundo como en la imposibilidad de comprenderlo mediante conceptos derivados de la vida terrestre. Lo máximo que podían hacer los mortales era vislumbrar, por entre la neblina y las quimeras, que más adelante había alguna cosa real, de la misma manera que las personas dotadas de una extraordinaria persistencia de la cerebración diurna pueden percibir en el sueño más profundo, y en algún lugar que está más allá de las angustias de cualquier complicada y necia pesadilla, la ordenada realidad del despertar.