Levantó hacia él su cara de niña y dijo, sin malicia-: Sí, padre.
El sacerdote no pudo evitar esbozar una sonrisa. Vio que también Karl la miraba de soslayo.
– Bueno, sea. Karl, quiero advertirte acerca de algunas cosas que no se expresan en los votos. Recae sobre tus hombros proteger y alimentar a Anna. En tu caso, aquí en esta soledad, y con la responsabilidad extra de velar por James, esta tarea es más de lo que se espera de otros hombres.
Karl miró al chico, y el sacerdote notó que la expresión en el rostro del sueco se suavizaba.
– Este lugar es algo nuevo para ellos y habrá mucho que aprender. Se requerirá paciencia, pero tienes el don del conocimiento para brindarles; serás maestro y protector, padre y esposo casi desde el principio. Si esta carga te resultara pesada, te recuerdo que en la ceremonia de tu boda has agregado, en silencio, el voto de paciencia.
– Sí, padre.
– Y aunque tampoco está escrito en los votos, hay un viejo proverbio en el que creo ciegamente; lo repetiré ahora y les pediré que lo recuerden en los momentos difíciles: “Nunca dejes que la noche te sorprenda con la ira”. Habrá desacuerdos entre ustedes, que no podrán evitarse pues son seres humanos con mucho que aprender el uno del otro. Pero las diferencias que hubo entre ustedes durante el día se agravarán si se mantienen durante la noche. Al tener esto en cuenta, quizá no se aferren tanto a sus convicciones y comprendan que ya es hora de ceder un poco o de llegar a un entendimiento. ¿Lo recordarán?
– Sí, padre -dijeron al unísono.
– Así sea, comencemos.
El padre Pierrot comenzó sus plegarias.
Las suaves inflexiones del latín le recordaron a Anna las noches en que ella y James habían buscado refugio en St. Mark. Noches en que todas las habitaciones sobre la taberna estaban ocupadas y los hacían salir, prohibiéndoles que aparecieran antes de que el último parroquiano se hubiera ido, tambaleante, a su casa. Anna trató de apartar el penoso recuerdo, pero la cadencia del rezo en latín la retrotrajo a la angustia de entonces. Esa angustia que la invadía cuando se acurrucaba en la penumbra de la iglesia perfumada por la cera, el incienso y las velas; cuando rogaba encontrar una salida a esa vida pues, desde la muerte de su madre, a nadie le importaba si los críos de Barbara estaban vivos o muertos.
A duras penas, habían sobrevivido ella y James, pero Anna se había jurado escapar de esa situación desesperada, sea como fuere. Lo estaba logrando ahora. Ella y James volverían a tener un hogar. Las “damas” y sus clientes, los “caballeros”, ya no volverían a echarlos a la calle. Pero sabiendo lo que había hecho para llegar aquí, sabiendo que estaba engañando a un hombre que no lo merecía, sintió que la culpa la invadía.
Sintió la enorme mano de Lindstrom tomar la suya; sintió las asperezas, producto del trabajo; sintió el firme apretón que revelaba su fuerza, y supo que este hombrón honorable nunca entendería lo que ella había hecho. Tenía la palma tibia y seca, y tan sólida como el roble. Por la forma en que le aprisionaba los nudillos, pensó que se le quebrarían; pero ese apretón significaba que cumpliría con lo prometido ese día. Se puso a mirar esos ojos azules, a contemplar esos labios sensibles que recitaban las palabras del libro que el padre Pierrot sostenía sobre las palmas. La voz de Karl recitaba, y Anna observó su boca, tratando de memorizar las palabras todo lo que pudo.
Y los largos meses de espera, de sueños y de planes para este día formarían parte de la trama que ahora los unía a través de las palabras que él pronunciaba en voz alta. Tampoco los pensamientos que habían vivido todo este tiempo en la mente de Karl podían permanecer ajenos a lo que estaba prometiendo.
– Yo, Karl, te tomo, Anna…
Mi pequeña Anna, rubia como el whisky…
“como mi legítima esposa…”
¡Cómo esperé este momento!
“para amarte y protegerte…”
Todavía no te tuve en mis brazos.
“desde este día en adelante…”
Esta noche, y mañana y mañana…
“en las buenas y en las malas…”
A pesar de todo, sé que podría ser peor…
“en la riqueza y en la pobreza…”
Ah, qué ricos podemos ser, Anna, ricos de vida…
“en la salud y en la enfermedad…”
Yo haré que esta mano delgada se haga fuerte…
“hasta que la muerte nos separe.”
Todo esto lo prometo con mi vida, todo esto y el voto de paciencia, como el sacerdote, mi amigo, me lo pidió.
Mientras los ojos de Anna contemplaban el rostro de Karl, un haz de luz entró por la puerta entreabierta, e iluminó sus rasgos como si la propia naturaleza estuviera otorgando la bendición que el sacerdote no podía otorgar. En esa pequeña misión de frontera de Long Prairie, nada más que flores silvestres adornaban el altar. Sólo el arrullo de las palomas prestaba su canto. Pero para los ojos y los oídos de Anna, ese lugar era tan hermoso como una catedral que albergara un coro de cien voces. Podía sentir cómo el latido de sus corazones se unía allí donde su mano pálida y liviana descansaba en la de él, ancha y bronceada. Cuando le tocó a ella hacer los votos, Anna experimentó un entusiasmo que jamás se hubiera imaginado en aquellos tristes días de invierno, cuando planeaba el encuentro con ese esposo desconocido.
– Yo, Anna, te tomo a ti, Karl…
Perdóname, Karl, por engañarte…
“como mi legítimo esposo…”
Pero James y yo no sabíamos qué otra cosa hacer…
“desde este día en adelante…”
Nunca más nos quedaremos sin hogar…
“en las buenas y en las malas…”
Prometo que nunca, nunca diré otra mentira…
“en la riqueza o en la pobreza…”
No necesitamos riquezas. Un hogar será suficiente…
“en la salud y en la enfermedad…”
Aprenderé todo lo que dije que sabía hacer…
“hasta que la muerte nos separe.”
Te compensaré por todo, Karl, te compensaré por todo, sea como fuere.
Ella vio que Karl tragaba saliva y percibió un temblor en sus párpados.
Luego, todavía apretando su mano, él miró al padre Pierrot.
– No hay anillo, padre. El oro es muy caro y no había otra cosa en el almacén de Morisette. Pero tengo un anillo simple porque no me parecía bien que no hubiera un anillo.
– Un simple anillo está muy bien, Karl.
Karl extrajo de su bolsillo un clavo de herradura arqueado en forma de círculo. Estaba a punto de decir: “Lo siento, Anna”, pero ella sonreía, mirando el anillo como si fuera de oro puro.
Anna notó que las manos de Karl temblaban; también las de ella, mientras extendía los dedos y él deslizaba el pesado círculo de hierro por sobre su nudillo. No había calculado bien la medida y ella se apresuró a cerrar los dedos para no perderlo. Entonces Karl le tomó la mano otra vez. Con ternura, le hizo extender los dedos y apoyar la mano sobre su palma abierta, mientras que con los dedos de la otra mano tocaba suavemente el anillo como para sellarlo en su carne para siempre.
– Anna Reardon, con este anillo te hago mi esposa para siempre.
La voz se le quebró sobre la última palabra, y ella volvió a encontrar sus ojos.
Luego, Anna puso su mano libre sobre la de Karl y el anillo, y dijo, mirándolo a los ojos:
– Karl, con este anillo te acepto como mi esposo… para siempre.
Karl bajó la mirada hasta la nariz, respingada y con pecas; luego, hasta los hermosos labios expectantes. El corazón le brincaba dentro del pecho. “Ahora es de verdad mi Anna”, pensó, de repente tímido y ansioso.