Los párpados de Anna temblaron fugazmente. Sintió la presión en su mano intensificarse por una fracción de segundo antes de que él se inclinara para besarla ligeramente. Olvidando cerrar los ojos, Karl rozó sus labios, vacilante, y enseguida se volvió a enderezar.
– Entonces, sea -dijo el padre Pierrot en un tono apacible, mientras que el novio y la novia buscaban, nerviosamente, algo donde posar la mirada. Anna se volvió hacia su hermano y los dos se dieron un rápido abrazo.
– Oh, Anna, Anna… -dijo James.
Ella murmuró en su oído:
– Ahora estamos a salvo, James.
El muchacho la apretujó más fuerte.
– Cumpliré con mi parte. -Pero miró a Karl cuando lo dijo, aunque seguía sosteniendo la mano de Anna.
– Lo sé -dijo Anna, mirando a Karl, ahora.
El padre Pierrot la sorprendió al felicitarla con un cálido abrazo y un beso en la mejilla.
– Te deseo salud, felicidad y la bendición de muchos hijos. -Luego, volviéndose a Karl y estrechándole ambas manos, el sacerdote dijo, emocionado-: Lo mismo a ti, amigo.
– Gracias, padre. Parece que ya tengo una de esas dos cosas. -Karl miró significativamente a James, quien le devolvió una amplia sonrisa.
– Sí -dijo el padre Pierrot, estrechando la mano de James en un gesto viril-. Ahora es asunto tuyo ver que estos dos cumplan con lo que les pedí. Habrá momentos en que esta tarea será la más difícil.
– Sí, señor -replicó James, y todo el mundo rió.
– Así sea, y ya es un hecho. Ahora falta que ustedes dos firmen el documento. Nos tienen a James y a mí de testigos. Luego pueden marcharse pues los espera un largo camino.
Karl se volvió, hizo que Anna lo tomara del brazo y tomó por el hombro a James, que estaba indeciso.
– Tenemos un largo camino por delante, ¿eh, James?
– ¡Sí, señor! -dijo el muchacho con vehemencia.
– Pero iremos juntos, tú, Anna y yo.
Mientras el padre los conducía otra vez a sus pequeñas habitaciones detrás de la escuela, Anna caminaba al lado de Karl con la mano apoyada en su sólido brazo, enferma de preocupación otra vez. El padre trajo tinta y pluma, mojó la punta y se la pasó a Anna, indicándole el pergamino sobre el escritorio.
– Puedes firmar primero, Anna.
Karl estaba allí, con una amplia sonrisa, observándola. ¡Pero ella no sabía escribir su nombre!
– Que firme Karl primero -se le ocurrió decir.
– Muy bien.
Condescendiente, Karl puso su nombre en el papel con sumo cuidado.
Anna se quedó detrás de él, mirando la nuca de Karl, mientras él formaba las letras. Observó a James, quien se encogió de hombros con disimulo. Anna tomó el lugar de Karl y dibujó una X grande en el papel, mientras él miraba por encima de su hombro.
Y así quedó al descubierto otra impostura.
Karl vio cómo Anna hacía la cruz, y se sorprendió, pues había creído que era una mujer instruida. Pero ella lo miró con una sonrisa llena de vida, tratando de apaciguarlo.
Pero Karl no se apaciguó. “Y ahora me entero de otra verdad acerca de Anna”, pensó. Pero no dejó que el padre Pierrot supiera el drama que se estaba representando. En cambio, tomó con firmeza el brazo de Anna, la llevó hasta la puerta y la condujo afuera.
– Espera aquí, voy a traer la carreta -fue todo lo que dijo.
Salió enseguida, precipitadamente, dejándola sola con James.
– Anna, no sabía lo que hacer -le dijo su hermano con amargura-. No podía firmar por ti. Te dije que deberías habérselo dicho.
– Está bien. Por lo menos, ahora lo sabe.
– ¿Pero por qué no dijo nada? Tal vez no le moleste tanto.
– Ya lo creo que le molesta. Casi me rompe el codo cuando me sacó afuera, pero prometí que no volvería a mentir y no lo voy a hacer. Pero no prometí contarle toda la verdad de una sola vez. No estoy segura de que pueda aceptarla de un solo trago.
– Descansaré tranquilo cuando lo sepa todo -dijo James.
Anna se volvió hacia él, preguntándose otra vez si sospecharía algo acerca de cómo había conseguido el dinero para su pasaje y su ropa. Pero justo en ese momento, el padre Pierrot salió con un paquete de comida para el viaje, y Karl apareció con la carreta. Había llegado el momento de la despedida, de los apretones de manos y del viaje hacia el incierto futuro de casados.
Capítulo 4
No habían recorrido todavía un kilómetro y medio cuando Karl, inevitablemente, retomó el tema. Cuando conducía sus caballos, jamás levantaba la voz, de modo que ahora habló con estudiada paciencia, mirando, ceñudo, las riendas que tenía delante de él.
– Creo que tienes algo más que decirme, Anna. ¿Me lo quieres decir ahora?
Ella miró de soslayo esa mandíbula protuberante y sólida como una roca.
– Ya lo sabes, así que, ¿para qué quieres que te cuente? -preguntó, sin levantar la cabeza.
– ¿Es verdad, entonces? ¿Tú no escribiste las cartas?
Anna sacudió la cabeza.
– ¿Y no sabes ni leer ni escribir?
Volvió a negar con la cabeza.
– ¿Quién escribió las cartas? -preguntó, recordando todas las veces que las había tocado, que había meditado sobre ellas pues sabía que antes habían pasado por las manos de Anna.
– James.
– ¿James? -Karl miró a Anna y luego al muchacho, que tenía los ojos clavados delante de él. -¿Hiciste que el chico escribiera mentiras, deliberadamente, porque tú misma no podías hacerlo?
– No hice que las escribiera.
– Bueno, ¿cómo llamarías a esto de enseñarle tales lecciones a un muchacho como él?
– Nos pusimos de acuerdo, eso es todo. Teníamos que salir de Boston y encontrar un modo de vida. James vio tu anuncio en el diario y me lo leyó. Decidimos juntos tratar de que te casaras conmigo.
– Decidieron juntos lograr que Karl Lindstrom se casara con una mujer de veinticinco años, una buena joven católica que sabía leer y escribir y enseñaría a nuestros hijos a leer y a escribir; que sabía cocinar y hacer jabón y trabajos de jardinería.
Los dos culpables guardaban silencio.
– ¿Y quién hará eso, Anna? ¿Quién enseñará a nuestros hijos a leer y a escribir? ¿Se supone que yo vuelva expresamente del campo y les enseñe?
Esa mención, como al descuido, de nuestros hijos la hizo ruborizar; sin embargo, contestó, esperanzada:
– James podría hacerlo.
– Según tú misma dijiste, James iba a ser mi ayudante en el bosque y en las tierras. ¿Cómo puede James estar en dos lugares al mismo tiempo?
Anna no tenía respuesta.
– ¿Cómo es que James aprendió a leer y a escribir y tú no? -preguntó.
– Algunas veces, cuando nuestra madre tenía un momento de lucidez, lo hacía ir a la escuela, pero no veía que una chica tuviera necesidad de saber las letras; entonces, me dejaba sola.
– ¿Qué clase de madre mandaría a un chico a la escuela de tanto en tanto, cuando tenía un momento de lucidez? ¿Lucidez para qué?
Esta vez James evitó que Anna tuviera que mentir o revelar toda la verdad. Dijo con brusquedad:
– No teníamos mucho, ni siquiera antes de que Barbara enfermara y muriera. Vivíamos con… amigos de ella la mayor parte del tiempo, y yo tenía que salir a encontrar un trabajo con el que pudiera ayudar. Ella creía que yo era muy joven para salir a trabajar y tal vez a ella le diera… bueno, lástima. Era entonces cuando tenía que ir a la escuela. Fui lo suficiente como para aprender a leer y escribir un poco.
Asombrado, Karl preguntó:
– ¿Barbara? ¿Quién es Barbara?
– Ése era el nombre de nuestra madre.
– ¿Llamaban Barbara a su madre? -Karl no podía concebir que un niño llamara a la madre por su nombre. ¿Qué clase de madre permitiría una cosa así? Pero como ninguno de ellos respondió, Karl los presionó-: Tú me dijiste que no había trabajo para ti en Boston y que por eso necesitaban salir de allí.