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Karl caminaba detrás de ella. Cuando llegaron a la puerta, se adelantó para mover el tronco que la trababa.

– Eso evita que los indios vengan y se roben todo -explicó, arrojando la madera cerca del tajadero-. Los indios tienen un curioso sentido del honor. Si vienen y descubren que no hay nadie, se llevarán todo lo que encuentren. Pero si pones el bloque de madera delante de la puerta para avisarles que te fuiste, no se llevarán siquiera una sola ciruela del arbusto más cercano.

– ¿Hay indios aquí?

– Muchos, pero son mis amigos y no debes temerles. Uno de ellos se encarga de cuidar mi cabra cuando no estoy. Tendré que ir a buscarla.

Pero estaba demorando todo lo que podía el momento de hacer entrar a Anna en la casa. Buscó el pasador. Anna no había visto nunca nada parecido: una cuerda colgaba del lado de afuera de la puerta, pasaba por un orificio en la madera y estaba sujeta al pasador del lado de adentro. Cuando Karl tiró de la cuerda, Anna oyó el ruido de la pesada barra de roble que se levantaba. Él se apoyó contra la puerta, la empujó con el hombro y dejó pasar primero a Anna y al muchacho.

El interior estaba oscuro y olía a tierra húmeda y madera ahumada. “¿Cómo habrá podido vivir en este agujero durante dos años?”, se preguntó Anna. Karl encontró enseguida una vela de sebo, el eslabón y el pedernal, mientras Anna intentaba ver qué había más allá del arco de luz mortecina proyectada por el atardecer desde la puerta abierta.

Sintió el ruido de la mecha al encenderse y la vela comenzó a arder. Vio una mesa y algunas sillas de madera con las patas aseguradas con tarugos; un banco, similar al de afuera; un mueble extraño que parecía ser un pedazo de tronco sobre cuatro patas; un hogar con el caldero de hierro balanceándose sobre las cenizas apagadas; recipientes de bronce colgados de ganchos, y diversos platos de arcilla en el piso de la chimenea; barriles elevados sobre tarimas de madera; alimentos secos colgados del techo. Unas marcas recientes en el piso de tierra le revelaron que Karl lo había barrido poco antes de partir.

Karl estaba alerta, observándola pasear la mirada de un objeto a otro. Se le hizo un nudo en la garganta cuando la vio volverse hacia el lugar donde estaba la cama. Quería tomarla de los delgados hombros y decirle: “Es para darte la bienvenida, nada más”. Vio cómo Anna se llevaba la mano a la garganta antes de apartar los ojos y dirigirlos a la ropa colgada detrás de la puerta y, luego, al baúl de madera que estaba cerca.

James también se volvió para mirar la cama, y Karl hubiera deseado, en ese momento, salir corriendo con el manojo de trébol en las manos. En cambio, se disculpó, diciendo:

– Belle y Bill están ansiosos por librarse del arnés.

Cuando se fue, James exploró el lugar a fondo y dijo:

– No está tan mal, Anna, ¿no?

– No está mal para un topo que esté dispuesto a vivir bajo tierra. No me explico cómo pudo haber vivido aquí todo este tiempo.

– Pero Anna, ¡lo hizo con sus propias manos!

Todo lo intrigaba: las piedras de la chimenea, la forma en que las patas de la mesa se insertaban en la madera, las ventanas cubiertas por una tela encerada y opaca que dejaba pasar muy poca luz del exterior. Mientras que Anna se preguntaba cómo alguien podía pensar que ésas eran ventanas, James estaba satisfecho con todo.

– ¿Por qué no? Apuesto a que este lugar es tan confortable como una cueva de conejos en el invierno. Tiene las paredes tan gruesas que no dejarán pasar ni la nieve ni la lluvia.

Anna colocó los bultos sobre la cama y comenzó a desatarlos, tratando de demostrar que no estaba decepcionada. James se dirigió a la puerta y le dijo que iría a ayudar con los caballos. La muchacha se sentó, con las manos apretadas entre las rodillas y detuvo la mirada en la cama, del otro lado de la habitación; luego, en las flores, que se estaban secando. Al ver esas flores, una extraña sensación, mezcla de deseo y temor, corrió por sus venas.

Pensó en Karl, en su primer enojo, en su aceptación y en su perdón, en sus titubeos, en su aparente cordialidad. Lo imaginó solo, recogiendo esas flores, preparando esta choza para ella.

Recordó cómo había dejado escapar de su boca las palabras “mi Anna”, y se le puso la piel de gallina. Se abrazó a sí misma para frenar el temblor que la sacudía, sin dejar de pensar en el trébol que, de alguna manera, hacía surgir en ella la culpa.

Karl no era hombre de llevarse una esposa a la cama sin pensar en lo que eso significaba. Recordó sus palabras de bienvenida al bajar de la carreta, cuando Karl le explicaba lo importante que era para él compartir todo esto con ella. Eran las palabras de un hombre que hacía lo mejor para complacerla, que ofrecía todo lo que tenía como una dote para su novia. Pero la única dote que ella traía era el engaño.

Anna ya sabía en qué medida sus mentiras habían desilusionado a Karl y qué difícil había sido para él aceptarla a pesar de ello. Acostarse a su lado significaría ser descubierta en la mentira que más quería ocultar; no cabía ninguna duda de que Karl Lindstrom jamás aceptaría una esposa usada.

En ese momento apareció, con un barril al hombro, obstruyendo el marco de la puerta con su corpulenta figura antes de agacharse y depositarlo en el suelo. Entonces la vio, allí, acurrucada sobre la silla.

– Anna, estás temblando. Encenderé el fuego. Siempre está fresco aquí; es por el adobe. ¿Por qué no vas afuera, donde está más cálido?

– ¿Karl? -preguntó vacilante.

Karl la miró. Se dio cuenta de que era la primera vez que lo llamaba por su nombre.

– ¿No tienes un fogón?

– Nunca lo necesité -contestó-. El hogar es bueno y puedo hacer lo que quiera con éclass="underline" cocinar, mantener el ambiente tibio, secar hierbas, calentar agua, hacer jabón, disolver la cera. Nunca pensé en un fogón. Morisette los vende pero son muy caros.

A Anna le preocupaba saber cómo se las arreglaría para usar ese pozo negro de la chimenea cuando lo poco que sabía de cocina lo había hecho en un fogón de hierro como el que todo el mundo tenía allá en el Este.

Karl se quedó pensando un momento. A él le gustaba ese hogar. En las largas y tristes noches de invierno, no había nada tan reconfortante como quedarse contemplando las llamas, especialmente si alguien había encendido el fuego con leña obtenida por sus propias manos.

Cuántas veces había pensado en esta noche en que traería aquí a su Anna y prendería un hermoso fuego delante del cual la acostaría sobre una piel de búfalo. “Sí”, pensó, “una casa debe tener un hogar. Una casa con amor no puede dejar de tener un hogar.”

– Entonces, ¿quieres un fogón, Anna? -preguntó.

Ella se encogió de hombros.

– No vendría mal.

– Tal vez en la casa de madera tengamos uno -prometió. Anna sonrió, y él se sintió mejor-. Ven. Puedes juntar algunas ramas para encender el fuego mientras yo traigo los leños.

Tomó una canasta de mimbre y se la dio, y salió de la casa.

James llamó desde afuera:

– ¡Eh, Karl! ¿Qué es esto que hay en el jardín? -preguntó.

– Un poco de todo -le contestó. Le gustó oír la voz del chico llamándolo Karl.

– ¿Y esto que hay aquí?

– Son nabos.

– ¿Todos éstos?

– Todos estos. Pero no lo digas demasiado fuerte. Conseguirás que tu hermana se escape. -Karl le sonrió a Anna, y ella notó cómo se esforzaba por hacerla sentir cómoda.

– Puedo distinguir las arvejas, los porotos y lo demás -dijo James, orgulloso.

– ¿Viste las sandías? ¿Te gustan?

– ¿Sandías? ¿De verdad? -Agitando los brazos, James fue hasta el extremo de la huerta-. Eh, Anna, ¿escuchaste eso? ¡Sandías!

Karl se rió y siguió mirando a James, que exploraba el jardín.