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¡Qué idílico sonaba todo esto cuando James le leía a Anna lo que Karl decía de Minnesota! Sin embargo, cuando se trataba de describirse a sí mismo, Lindstrom era mucho menos expresivo.

Todo lo que había dicho fue que era sueco, rubio, de ojos azules y muy “corpulento”. De su cara había dicho: “No creo que asuste a nadie”.

Anna y su hermano se rieron cuando James lo leyó, y los dos coincidieron en que Lindstrom parecía tener sentido del humor. Al ir ahora a su encuentro por primera vez, Anna deseó con fervor que así fuera, pues él lo necesitaría antes de lo que se imaginaba.

En un esfuerzo por disipar sus temores, Anna se puso a pensar en cómo sería Lindstrom. ¿Sería buen mozo? ¿Cómo sería el timbre de su voz? ¿Su modo de ser? ¿Qué clase de marido sería? ¿Considerado o severo? ¿Tierno o rudo? ¿Indulgente o intolerante? Esto, sobre todo, preocupaba a Anna, pues ¿qué hombre no se enojaría al enterarse de que su mujer no era virgen? De sólo pensarlo, le ardieron las mejillas y se le revolvió el estómago. De todas sus mentiras, aquélla era la más grave y la menos perdonable. Era la que más fácilmente podría ocultarle a Karl hasta que fuera demasiado tarde para que él pudiera reaccionar; sin embargo, no pudo evitar que un sudor frío y húmedo le recorriera el cuerpo.

James Reardon se había hecho cómplice voluntario del plan urdido por su hermana. En realidad, fue el primero en encontrar el anuncio de Lindstrom, y se lo mostró a Anna. Pero como su hermana no sabía ni leer ni escribir, le tocó a él ocuparse de las cartas. Al principio resultó fácil hacer una acertada descripción del tipo de mujer que Lindstrom deseaba. Sin embargo, a medida que el tiempo corría, James se dio cuenta de que se estaban enredando en una trama que ellos mismos habían tejido. El muchacho había insistido en que Lindstrom supiera, por lo menos, que él, James, también iría. Pero Anna pudo más. Había argumentado que si Karl conociera la verdad, sus esperanzas de escapar de Boston se verían frustradas.

James viajaba montado sobre canastos, barriles y bolsas, con el ceño fruncido por la preocupación. Pensaba, mientras se zarandeaba sobre ese maltrecho camino estatal, en cuál sería su destino si Lindstrom mantuviera la promesa de casarse con Anna pero sin incluirlo a él en el convenio. Miró al sol frunciendo el entrecejo. Llevaba una gastada gorra encasquetada hasta los ojos; un mechón castaño rojizo asomaba por encima de las orejas; líneas demasiado profundas para un rostro tan infantil surcaban su frente.

– Vamos -dijo Anna, tocando con suavidad los nudillos del muchacho, de tamaño inadecuado para el largo de sus dedos-. Todo va a salir bien.

Pero él seguía mirando hacia el oeste, mientras su cabeza, recostada contra el costado de la carreta, se sacudía, cada vez que las ruedas caían en algún bache.

– Ah, ¿sí? ¿Y qué, si nos manda de vuelta? ¿Qué hacemos entonces?

– No creo que lo haga. De cualquier modo, nos pusimos de acuerdo, ¿no?

– ¿Sí? -preguntó, echándole una rápida mirada-. Debimos haberle dicho esa parte de la verdad.

– ¡Y terminar pudriéndonos en Boston! -replicó Anna por centésima vez.

– Y así, terminaremos pudriéndonos en Minnesota. ¿Cuál es la diferencia?

Pero Anna odiaba discutir y le dio un cariñoso pellizco en el brazo.

– Vamos, te estás echando atrás.

– ¡Y tú, no! -respondió James sin aceptar el mimo.

Había visto cómo Anna se agarraba el estómago. Al notar su cara contraída, James lamentó haber comenzado otra vez la discusión.

– Estoy tan asustada como tú -admitió ella finalmente, sin pretender ya disimular-. Me duele tanto el estómago, que creo que voy a vomitar.

Karl Lindstrom creía, sin ninguna sombra de duda, que Anna Reardon era tan buena como decían sus cartas, y él tomaba sus palabras a pies juntillas. Se paseaba ida y vuelta frente al negocio de Morisette, esperando ansioso la llegada de la próxima carreta de abastecimiento. Lustró sus botas una vez más, frotándolas con la parte trasera de sus pantalones. Se quitó la gorra de lana negra con pequeña visera, y la golpeó contra la cadera, miró el camino y volvió a ponérsela sobre el pelo rubio. Trató de silbar entre dientes pero sintió que desafinaba y se interrumpió. Se aclaró la garganta, metió las manos en los bolsillos y pensó en ella otra vez.

Se había habituado a pensar en ella como su “pequeña Anna, rubia como el whisky”. No importaba que hubiera dicho que era alta, tampoco que su pelo era rebelde. Karl la imaginaba tal como recordaba a las mujeres de su tierra: mejillas rosadas, fuerte, un rostro agradable enmarcado por rubias trenzas suecas. Pecas, había dicho. Pasable, había dicho. ¿Qué significaba eso, pasable? Quería que ella fuera más que pasable, deseaba que fuera bonita.

Luego, con un sentimiento de culpa por darle demasiado valor a algo tan superficial, comenzó a pasearse una vez más, diciéndose: “¿Qué hay en una cara, Karl Lindstrom? Lo que importa es lo de adentro”. A pesar de sí mismo, Karl seguía esperando que su Anna fuera linda. Pero se dio cuenta de que esperar belleza de alguien que fuera capaz de ayudar tanto en la granja era demasiado.

Lo único que lo preocupaba era que fuera irlandesa. Había oído decir que los irlandeses se irritaban con facilidad. Donde ellos vivirían, tan lejos de los demás, teniéndose sólo el uno al otro, buen arreglo resultaría si ella mostraba tener mal genio. Él, por ser sueco, era un tipo amable, por lo menos eso creía. No consideraba que su carácter pudiera disgustar a ninguna mujer, aunque a veces, mirándose al espejo, pensaba que su cara sí lo haría. Le había dicho a Anna que su cara no era para asustar a nadie, pero cuanto más se acercaba el momento del encuentro, más le temía. A pesar de todo, tenía la certeza de que a ella le encantaría el lugar.

Pensó en sus tierras, muy extensas, mucho más que en Suecia. Pensó en su yunta de caballos, algo raro en este lugar donde todo el mundo tenía bueyes que costaban doscientos dólares menos que su hermoso par de percherones. Los había bautizado con dos de los nombres más americanos -Belle y Bill- en honor a su nueva patria adoptiva. Pensó en su casa de adobe, que había limpiado tan meticulosamente antes de salir, y en la casa de troncos, ya empezada. Pensó en sus campos de trigo, que maduraban a pleno sol y que sólo dos años atrás eran pura selva. Pensó en su manantial, su arroyo, su estanque, sus arces, sus alerces. Y a pesar de que le daba poca importancia a su persona o a su apariencia, se dijo: “Sí, tengo mucho que ofrecerle a una mujer. Soy un hombre rico”.

Pero soñaba con tener más.

Sacó las cartas de Anna del profundo bolsillo de sus pantalones y volvió a estudiar la letra con gran orgullo, pensando qué afortunado era por haber conseguido una mujer educada. ¿Cuántos hombres podían decir lo mismo? Aquí, un hombre era afortunado en tener cualquier mujer, ni hablar de que fuera educada. Pero su Anna había aprendido sus primeras letras en Boston; por lo tanto, podría algún día enseñarles a sus hijos. Al tocar el tosco papel sobre el que ella había escrito, y pensar que había pasado por sus manos -esas manos que él nunca había visto- y en los niños que alguna vez tendrían juntos, se le hizo un nudo en la garganta. Al pensar que nunca más tendría sólo a sus animales a quienes hablar, sólo su propio calor en la cama por la noche, sintió que el corazón se le salía del pecho.

“Anna”, pensó, “mi pequeña Anna, rubia como el whisky. ¡Cuánto esperé por ti!”

Anna se atrevió a espiar un poco por entre los hombros de los carreros mestizos, antes de esconderse detrás de ellos, secarse las palmas de las manos en su vestido de segunda mano y decirle a James que le avisara cuando le pareciera ver el almacén.

– ¡Lo veo! -gritó James, estirando el cuello mientras Anna trataba de desaparecer dentro de la carreta.

– ¡Oh, no! -se lamentó en un susurro.