Con los baldes llenos, volvieron a la casa cansados y, gracias a Dios, el tema del baño se dejó de lado por el momento. Anna se dio cuenta de que Karl se había quedado afuera, al lado del banco que ella suponía era para apoyar el balde. Él se afeitó antes de la cena, mientras la muchacha examinaba los utensilios de la cocina y espiaba dentro de barriles, potes y ollas. Había algunos alimentos extraños que Anna no pudo identificar, y otros que eran productos básicos.
Un alarido vino de afuera y ella se dio cuenta de que James debía de estar haciendo lo mismo que Karl. Los dos entraron, la cara brillante y peinados; seguramente se esperaba de ella lo mismo. Pero no había allí privacidad y no se sentía dispuesta a que el agua helada corriera por su piel.
La cena fue simple. Karl puso todo en la mesa y fue mostrándole a Anna dónde se guardaban las cosas. Comieron carne fría, que trajo en una cacerola del manantial; pan, que dijo haber amasado él mismo, aunque Anna no podía siquiera imaginarse dónde; queso, hecho con la leche de su propia cabra. Anna nunca había probado queso de cabra y lo encontró dulce y sabroso. Por supuesto, James trajo, otra vez, un tema que Anna hubiera querido eludir.
– ¿No esperarás que Anna sepa cómo hacer queso, no, Karl?
– No -contestó, evitando sus ojos-. Pero tendré que enseñarle. No es muy difícil. Hay un rincón en la chimenea que mantiene la leche lo suficientemente tibia como para que cuaje en el tiempo debido. Por la mañana, iré a buscar la cabra a lo de mi amigo, Dos Cuernos. Luego tomaremos leche fresca para el desayuno. ¿Alguna vez ordeñaste una cabra, James?
– Nunca -contestó James-. ¿Me vas a enseñar?
– Es lo primero que haré por la mañana. Tal vez Anna también quiera aprender.
“Tal vez Anna no quiera”, pensó la aludida, mientras su hermano seguía con las preguntas.
– ¿Por qué tienes una cabra? ¿Por qué no una vaca, como todo el mundo?
– Las vacas son muy caras aquí y les gusta perderse en el bosque, como a los cerdos. Entonces hay que ir a buscarlas cada vez que es hora de ordeñarlas. Las cabras son como los animales domésticos. No van tan lejos y son muy buena compañía.
– Nunca se me ocurrió pensar en una cabra como en un animal doméstico.
– Tal vez sean los mejores. Son leales y tranquilas y no comen mucho. Durante las ventiscas de invierno, en varias ocasiones tuve mucho que agradecerle a mi Nanna por escucharme hablar y nunca quejarse cuando le digo lo impaciente que estoy por tener vecinos y cómo extraño a mi familia en Suecia y cómo pienso que la primavera nunca va a llegar. Nanna simplemente mastica su bolo alimenticio y me soporta.
Sus ojos se desviaron hacia Anna, mientras hablaba, y luego hacia el muchacho.
– ¿Ése es el nombre de la cabra? ¿Nanna?
– Sí. Te gustará cuando la conozcas.
– No puedo esperar. Cuéntame más. Cuéntame qué más vamos a hacer mañana, además de ordeñar la cabra.
Karl rió suavemente ante la ansiedad del joven, tan parecida a la suya cuando llegó a ese lugar.
– Mañana empezaremos a desbastar los árboles para hacer la casa de troncos, pero no creo que al fin del día estés tan contento como ahora.
– ¿Anna también ayudará?
– Eso depende de Anna -dijo Karl.
Anna levantó la mirada con presteza, ansiosa por no ser excluida de nada que pudiera sacarla de esta cabaña miserable y le diera la oportunidad de estar al sol.
– ¿Podría hacer algo, Karl? -preguntó, temerosa de que la dejaran vigilando la leche en el rincón de la chimenea. Pero Karl sólo leyó felicidad en el tono de su pregunta.
– Anna también ayudará -dijo Karl-. Hasta para tres, el trabajo será duro.
– Entonces, nosotros teníamos razón y estarás contento de tenerme acá -dijo James con algo de soberbia.
– Sí, creo que sí. Mañana estaré contento de tenerte aquí.
Pero esa noche no era tan así. A pesar de que Karl disfrutaba la charla con el muchacho, no podía olvidar que la hora de acostarse se aproximaba. El fuego crepitaba en la chimenea. Karl estiró las piernas, se reclinó en el sillón y sacó de su bolsillo la pipa y la bolsita del tabaco.
Anna siguió sus movimientos y aprendió algo nuevo: Karl fumaba en pipa.
La cargó con gran lentitud, mientras hablaba con James sobre la cabaña y lo que llevaría construirla. El humo de la pipa se arrastraba perezosamente, y James apoyaba la barbilla cada vez más sobre su mano. Cada tanto, los ojos de Karl se volvían hacia Anna, quien desviaba rápidamente la mirada hacia el fuego. Allí, colgaba de la chimenea el caldero negro que Karl había llenado con agua después de la cena.
James se reanimó cuando Anna se levantó a recoger los pocos platos que habían usado, pero enseguida volvió a cabecear.
El sillón de Karl chirrió cuando se levantó y dijo:
– El muchacho se caerá, si no le preparo una cama pronto. Iré al granero y traeré una horquilla de heno.
Anna volvió los ojos a Karl, tratando de no parecer una asustadiza chica de diecisiete años.
– Sí -dijo.
La dejó allí, abstraída, y a los pocos minutos regresó con una horquilla de madera cargada con heno perfumado.
– Crece en forma natural en las praderas -dijo Karl, echando una leve mirada a Anna. Enseguida se puso a acomodar el heno y lo cubrió con una piel de búfalo.
James se zambulló, de inmediato, en la cama improvisada, mientras Karl, apoyado en la horquilla, lo observaba.
– ¿Crees que tendrás tiempo de sacarte los zapatos antes de quedarte dormido, muchacho?
James, sumisamente, se quitó los zapatos.
Una vez más, los ojos de Karl se encontraron por un segundo con los de Anna.
– Voy a llevar la horquilla a su lugar.
Cuando se fue, Anna se dirigió al caldero, probó el agua y encontró que se estaba entibiando demasiado rápidamente.
– ¿Anna?
Ella se sobresaltó al oír su nombre y se volvió; no se había dado cuenta de que Karl había regresado.
– ¿Sí?
Karl era consciente de que no habían tenido ocasión de hablar a solas, de llegar a conocerse. Buscó en su mente, con desesperación, tratando de encontrar algo que les diera la oportunidad. “No es lógico que una mujer se sobresalte cuando escucha la voz de su hombre”, pensó.
– ¿Quieres una taza de té?
– ¿Té? -repitió Anna estúpidamente-, Ah, té… Sí. El alivio era evidente en su voz.
– Siéntate, te lo prepararé y te enseñaré cómo hacerlo.
Se sentó y observó cómo iba y venía por la habitación; de vez en cuando, echaba una mirada ansiosa a su hermano, que estaba muy cómodo, acurrucado en el lecho de heno. Por fin, Karl trajo las dos tazas a la mesa y le alcanzó la suya.
– Pétalos de rosa -dijo con calma.
– ¿Qué? -Levantó los ojos, sobresaltada.
– El té se hace con pétalos de rosas. Primero debes machacarlos contra el fondo de la taza, luego agregar el agua caliente.
– Ah.
– ¿Nunca tomaste antes té de rosas?
– El único té que tomé alguna vez fue… bueno, té. Té de verdad. Pero no muy seguido.
– Aquí hay un poco de té de verdad y también café. Pero el té de rosas es mucho mejor. Cuando el invierno se hace largo, los pétalos de rosas te protegen del escorbuto. -Se preguntó por qué daba vueltas con este tema de las flores. Pero su lengua obedecía a sus propias leyes-. Los pétalos de mora salvaje producen el mismo efecto, pero no abundan aquí tanto como las rosas. -Anna tomó un sorbo de té- ¿Te gusta?
Lo encontró delicioso, con lo cual Karl se sintió gratificado.
– Anna -dijo, apoyándose en un codo sobre la mesa-, hay tanto aquí en Minnesota que es imposible explicarte lo hermosa que puede ser nuestra vida. Podría salir a caminar ahora por el bosque y traerte tantas hierbas para el té, que no las recordarías mañana por la mañana. Hay frutillas salvajes, manzanilla, tilo, salsifíes… ¿Alguna vez probaste la consuelda? -Ella dijo que no con la cabeza, y Karl le prometió-: Te enseñaré a hacer té de consuelda. Es tan buena, que la cultivo en mi jardín. Te mostraré cómo se seca. Sé que te gustará mucho.