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– Seguro que sí, Karl -dijo. De pronto se dio cuenta de que él estaba tan nervioso como ella.

– Tengo tanto que mostrarte, Anna… ¿Alguna vez trataste de pescar un róbalo con la caña y lo sentiste tironear de la línea hasta lastimar tu mano? Te encantará pescar, Anna, y también al chico. En Skane, donde yo me crié, mi papá y yo pescábamos mucho, y mis hermanos también. Aquí hay, tal vez, más peces que en Suecia, y aves de caza y ciervos. Anna, una vez vi un alce en mis bosques. No sabía lo que era, pero mi amigo Dos Cuernos me lo dijo. Era magnífico.

“¿Imaginaste alguna vez un lugar que te ofreciera tanto? En el otoño vienen bandadas de gansos volando desde Canadá. Son tantos, que un solo hombre puede derribar uno con cada tiro. ¡Y cómo crecen aquí las cosas, Anna! No podrás creerlo. Las papas tienen el tamaño de las calabazas, las calabazas el tamaño de los zapallos y los zapallos…

De repente, Karl se interrumpió, al darse cuenta de que estaba yéndose por las ramas al tocar su tema favorito.

– Me parece que estoy cotorreando como las ardillas -dijo tímidamente, al observar que las manos de Anna estaban tensas sobre su taza.

– Está bien. Te habías olvidado de mencionar las ardillas, de todos modos. -Su respuesta los hizo sonreír a los dos. Luego, Anna bajó la mirada hacia la taza y dijo con calma-: Esto es muy diferente de Boston. Ya me estoy dando cuenta de la diferencia. Creo que es un buen lugar para James y parece que le gusta.

El silencio quedó flotando en el aire por un instante antes de que Karl preguntara, con calma:

– ¿Y tú, Anna? ¿Qué piensas tú?

Se estudiaron a través de la mesa, mientras el fuego iluminaba sólo una parte de sus rostros, dejando la otra parte sumergida en las sombras. De ese modo, a Karl y a Anna les pareció que únicamente una mitad de lo que cada uno era se hacía visible para el otro, por el momento. ¡Había tanto que todavía quedaba en la sombra y que sólo el tiempo traería a la luz!

– Lleva… tiempo acostumbrarse a… -Anna bajó la mirada. -Pero poco a poco, creo que me acostumbraré.

Karl se preguntó qué desearía Anna que él dijera y cómo debía decirlo. Después de un momento, lo único que pudo preguntar fue:

– ¿Estás cansada, Anna?

La muchacha giró los ojos hacia James, que seguía sin moverse.

– Un poco -contestó, vacilante.

– El agua está tibia.

En realidad estaba lo suficientemente caliente como para preparar el té de rosas. Juntos contemplaron la pálida nube de vapor que salía del caldero.

– Pero lo único que tengo es jabón hecho en casa.

– ¡Oh, está… bien! -dijo con demasiada vehemencia.

Karl no hizo ningún movimiento y Anna estaba como pegada a la silla.

– El fuentón está sobre el banco, afuera. Lo llenaré para ti.

– Gracias.

Descolgó el caldero y lo llevó afuera.

Cuando Anna salió, Karl había desaparecido en la oscuridad. Se lavó más rápido que nunca; a pesar de que odiaba el baño, tenía que admitir que le resultó más que tolerable sacarse de encima la suciedad del viaje. Miró hacia el claro pero sólo vio algunas luciérnagas que revoloteaban en la oscuridad. Desde el granero se oyó un relincho apenas perceptible. Después todo se aquietó.

Se apresuró a entrar en la casa, buscó su camisón en el baúl, se lo puso y se quedó inmóvil sin saber qué hacer; dirigió la mirada primero a James, dormido en el piso, y luego a la cama. Con resolución, caminó hacia ella, levantó la piel de búfalo y apoyó una rodilla sobre el colchón.

Pero se quedó quieta, de repente, al oír un crujido: era la chala del maíz, que rellenaba el colchón. “¡Dios mío! ¿Qué es esto?” Con cuidado, movió la rodilla y volvió a escuchar el crujido. No había otro lugar adonde ir; de modo que se decidió, se deslizó en el lecho y se tapó hasta el cuello.

La puerta se abrió y se cerró, expandiendo y achicando su sombra sobre las paredes de adobe; Karl dejó caer el pasador de madera con un ruido sordo y, con cuidado, introdujo la cuerda que colgaba del lado de afuera. Se acercó al costado de la cama sin poder ignorar el manojo de trébol que estaba todavía allí, desde el día anterior. Anna lo siguió con los ojos cuando se inclinó cerca de su cabeza para sacar las hierbas.

– Es el trébol oloroso -dijo.

– Tiene un lindo perfume -agregó Anna con voz ahogada.

– Es el mejor perfume en todo Minnesota. -Sólo entonces pudo tragar- ¡Oh!, Anna, era para darte la bienvenida pero después de dejarlo pensé que, tal vez, no debí haberlo hecho. Pensé… -Miró el trébol en sus manos-. Pensé que te asustaría.

– No… no, no me asustó.

Pero su cuerpo se estremeció a tal punto, que la manta también se sacudió. Karl se volvió hacia el hogar y arrojó allí las hierbas. Anna observó cómo ardían; iluminaron la habitación momentáneamente y destacaron la silueta de Karl. Las manos en las caderas, el hombre estudiaba el fuego mientras la muchacha estudiaba su espalda. Luego, él se inclinó para amontonar el carbón, haciendo saltar las chispas por la chimenea. Vaciló, arrodillado y perdido en sus pensamientos, mientras la iluminación del cuarto iba decreciendo hasta convertirse en un tenue fulgor. Pero ya no podía hacer nada más, no tenía adonde ir, salvo a la cama. Nervioso, se pasó la mano por el pelo.

Anna tenía los ojos fijos en el pálido resplandor del fuego, cuando Karl volvió hacia la cama y, dándole la espalda, se desvistió y se acostó a su lado. La chala volvió a crujir. El colchón cedió bajo su peso y Anna sintió una fuerza amenazante que la empujaba en su dirección. Tensó los músculos de los hombros para evitar que eso sucediera.

Estaban de espaldas, mirando fijo los troncos del techo. Por fin, Karl giró la cara hacia Anna, estudió su perfil y luego murmuró:

– Mírame, Anna, mientras todavía hay luz suficiente para ver.

Anna lo miró con los ojos muy abiertos y asustada, recordando aquella otra vez. Trató de concentrarse en la cara de Karl pero sólo volvía a su mente el vivo recuerdo de Saul McGiver junto con su terror y su vergüenza.

– Es difícil creer que, por fin, estés aquí -murmuró Karl-. Nuestro triste comienzo… quiero olvidarlo. Deseo hacer las cosas bien contigo, deseo que todo esté bien.

Anna tenía miedo hasta de tragar, más aún de hablar.

Karl se preguntó si la joven notaría su turbación. Le tomó la mano, la llevó a su pecho y la apoyó sobre su corazón agitado, tomándola por sorpresa.

“Su corazón late tan locamente como el mío”, pensó Anna sin poder creerlo.

– Eres tan joven, Anna. Diecisiete años… apenas una niña, cuando yo esperaba a una mujer.

– Diecisiete años es… es bastante -murmuró con un tono tenso.

– ¿Sabes lo que estás diciendo, Anna? -Dudaba de que ella hubiera entendido realmente.

Anna se preguntó si ella realmente había entendido.

Dijo lo que se sintió obligada a decirle a un marido que tenía todos los derechos sobre ella. Sabiendo cuál era su deber, había contestado de esa manera. Pero no sabía cuál sería la respuesta de Karl. Se sentía atrapada entre los recuerdos del pasado y el miedo al futuro. Mientras hablaran, nada sucedería, de modo que continuó:

– Conozco muchas chicas que se casaron a los diecisiete.

Pero no era verdad. Sólo conocía montones de mujeres desaliñadas, dedicadas a esa profesión y que, a los treinta, treinta y cinco o cuarenta años habían perdido toda esperanza de casarse.

– Anna, en Suecia no se hacen estas cosas: dos extraños que deciden casarse, como nosotros. Si viviéramos en Suecia, y te encontrara por primera vez en el pueblo, te compraría una cinta de seda para el pelo y quizás haríamos bromas y nos reiríamos un poco. Tendrías la oportunidad de decirte a ti misma: “Sí, creo que me gusta que Karl me regale cintas de seda” o “No aceptaré más que Karl me regale cintas de seda”. Pero si aceptaras las cintas con una sonrisa y las guardaras en el pequeño bolsillo que cuelga de tu cinturón, te llevaría a conocer a mi mor y a mi far para que vieras por ti misma de dónde vengo. Siempre pensé en cortejar a una muchacha de la misma forma en que lo hacían mis hermanos en Skane.