Acarició la mano de Anna, al recordarlo, mientras su corazón latía más aceleradamente.
Toda la opinión que Anna tenía de los hombres en este elemento -la cama- estaba influenciada por el tipo de lugar en que ella se había criado, entre personas para quienes el cuerpo era un negocio y nada más. Pero, de a poco, se iba dando cuenta de que Karl estaba tan inseguro acerca de esto como ella, y comprendía que su corazón estaba latiendo no sólo de excitación sino también de incertidumbre.
– Yo también me imaginaba algo así -admitió-, cuando era más chica.
– Claro, todas las chicas lo hacen. Pensaba casarme con una muchacha rubia con las trenzas recogidas bajo un pequeño sombrero blanco y almidonado, con pliegues profundos; una muchacha que usara un delantal bordado, con los lazos cruzados sobre la faja de la cintura, en la víspera de San Juan Bautista. Nuestras familias estarían presentes y habría baile y risas, muchas, muchas risas.
Su voz se había vuelto melancólica, pensativa.
Anna también se estaba poniendo melancólica. Pero bien sabía que no deseaba tener nada que ver con el baile y las risas que ella había observado en sus tiernos años. Estaban totalmente fuera del entorno afectivo que rodeaba a Karl en su patria. Anna nunca tuvo un sombrero almidonado, ni un delantal de niña con lazos cruzados; en su pueblo, los jóvenes nunca la cortejaron ni le regalaron cintas; nunca le sonrieron ni la invitaron a su casa para que conociera a sus padres. No era una joven afecta a los ataques de autocompasión, pero en ese momento debió controlarse para no caer en uno.
Pero Karl era buen mozo y honesto y sincero, y el murmullo de su voz en la oscuridad invitaba a Anna a expresar en voz alta algunos de sus sueños de niña.
– Soñaba con casarme en St. Mark. Siempre me sentí bien en St. Mark. A veces, soñaba que me casaría con un soldado de botas altas, galones y charreteras.
– ¿Un soldado, Anna? -Karl sabía que estaba lejos de ser un soldado.
– Bueno, siempre había soldados por Boston. A veces los veía pasar.
Todo se aquietó; las sombras de la noche y la mano de Karl también se aquietaron.
– Aquí no hay soldados -dijo Karl, desilusionado.
– Tampoco hay trenzas rubias -replicó Anna, tímidamente, volviendo a sorprender a su esposo.
Karl tragó saliva.
– Pienso que me las puedo arreglar sin trenzas rubias -murmuró.
Anna sintió agitarse el pecho de Karl bajo su palma. A pesar de su aparente cordialidad, temía darle la respuesta que su esposo esperaba, aunque un soldado con charreteras era lo que más lejos estaba de su mente en ese momento.
Karl giró sobre su lado de la cama y la miró de frente.
– Creo que voy demasiado rápido, Anna, lo siento. -Tomó la mano de su esposa y la besó en la palma; sus labios tibios, su aliento suave la rozaron por un breve instante; luego apoyó esa mano sobre la almohada, en el mismo lugar que antes habían ocupado las hojas de trébol-. Pero estuve tanto tiempo solo, Anna… No tenía a nadie con quien hablar, nadie a quien tocar, nadie que me tocara. Hubo momentos en que creí morir. A veces hacía entrar a la cabra, cuando se desataban las ventiscas del invierno, y hablaba con ella, y también hablo con los caballos. Hace bien tocar su hocico aterciopelado o acariciar las orejas de la cabra, pero no es lo mismo. Siempre soñé con tener alguien más con quien hablar, con escuchar otra voz que no fuera el balido de mi cabra.
Se llevó nuevamente la mano de Anna a los labios pero de una manera diferente, como si su calor fuera para él la salvación. Hizo que los dedos acariciaran sus labios y recorrieran su cara de un modo tal, que Anna se sintió glorificada, sabiendo que no lo merecía. Karl susurró con voz ronca:
– Oh, Anna, Anna, ¿sabes qué bien me hace el contacto de tus dedos?
Luego, Karl presionó la palma contra su mejilla. Era tibia y suave, y Anna recordó su aspecto al percibir el contorno. Las yemas de sus dedos rozaron las cejas, enseguida, los párpados cerrados. Allí notó Anna un débil temblor, y deseó que hubiera luz para poder captar esa visión tan sorprendente: un hombre que guardaba en su interior una emoción tan profunda.
– Nunca supe… nunca me contaste todas estas cosas en tus cartas.
– Pensé que te ahuyentaría. Anna, no quiero atemorizarte. Eres casi una niña y yo estuve solo demasiado tiempo.
– Pero yo hice un pacto, Karl -dijo con determinación.
– Sin embargo, estás temblando, Anna.
– Tú también -murmuró ella.
“Sí”, pensó Karl, “tiemblo un poco de ansiedad, un poco de timidez, otro poco de temor a espantarla”. Era su primera vez y él quería que fuera por mutuo consentimiento; más aún: por mutuo amor. Podía esperar un tiempo para lograr esas cosas de ella, pero había estado demasiado tiempo solo para no llevarse nada esa noche. Le rodeó la nuca con una mano, le acarició el mentón con el pulgar, maravillado ante la tersura de su piel comparada con la suya.
– ¿Me permites que te bese, Anna?
– Un hombre no necesita permiso para besar a su propia mujer -susurró.
Karl se apoyó sobre un codo y le acarició los labios con el pulgar, deseando que no se mostrara tan temerosa.
Anna estaba tensa esperando que viniera la peor parte. Pero no fue así. Todo era diferente con Karl. Diferente el modo en que esperó y la tocó suavemente primero, como para asegurarle que no le haría daño. Diferente cuando se le acercó con cuidado, haciendo que la chala sonara con un tono confidencial. Diferente cuando, con el pulgar todavía sobre sus labios, le dio tiempo a decir que no. Diferente cuando tocó apenas los labios de Anna con los suyos.
No hubo ni fuerza ni lucha ni temor; sólo un ligero contacto de la carne con la carne, una unión de alientos, una introducción. Y su nombre, “Anna”, susurrado sobre su boca como nunca nadie antes lo había pronunciado. Los dedos de Karl se hundieron tiernamente en su pelo, detrás de la cabeza, mientras ella comprendía nuevas cosas acerca de este hombre.
Con paciencia, Karl esperó alguna respuesta de Anna. La muchacha adelantó apenas el mentón y acercó aún más sus labios a los de Karl. Otra vez los labios se unieron, más tibios, más cercanos, permitiendo que Anna se aflojara al confiar más en él.
Por primera vez, Anna se sintió deseosa de responder a un hombre. Pero cuando Karl deslizó la mano por sus costillas, la joven se puso rígida, incapaz de controlar esa reacción. Karl apartó su boca de la de Anna, preocupado por hacer lo correcto, pues notó que la muchacha se protegía el pecho con los brazos.
– Anna, no deseo apurarte. Ahora tenemos tiempo, si es que no lo tuvimos antes.
Aunque aliviada, Anna se sintió tonta y torpe. El corazón le saltaba en el pecho, mientras buscaba, desesperada, algo que decir. Sentía, todavía sobre ella, el aliento tibio de Karl acariciándole el rostro. Tenía olor a jabón de afeitar y a tabaco pero sus labios tenían un ligero sabor a pétalos de rosa.
“¿Cómo puedo temerle a un hombre que tiene gusto a rosas?”, pensó. Sin embargo, estaba temerosa; sabía muy bien lo que los hombres les hacían a las mujeres. Este hombre, con toda su fuerza, podría hacerlo con comodidad, si quisiera. En cambio, se apartó, y ella ya no sintió el soplo de su aliento en la nariz.
– Lo… lo lamento, Karl -dijo. Luego agregó, vacilante-: Gracias.
La desilusión lo embargó. Pero, aun así, acarició la piel aterciopelada de su mejilla con el dedo índice calloso, en un gesto breve y tranquilizador.