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– Tenemos mucho tiempo. Duerme ahora, Anna.

Enseguida se acostó en su lado de la cama, sin poder relajarse porque ahora sabía cómo era el contacto de su piel.

Anna giró sobre su lado, enfrentando la pared, se acurrucó y se arropó con la manta. Pero un extraño sentimiento la invadió, como si hubiera hecho algo mal y no sabía qué. Se sintió como antes, cuando se había puesto a llorar. Finalmente, se volvió un poco, miró por arriba de su hombro y murmuró:

– Buenas noches, Karl.

– Buenas noches, Anna -dijo él con voz apagada.

Pero para Karl no fue una buena noche. Estaba más tieso que una estatua; deseaba saltar de la cama, salir a correr en el aire húmedo de la noche y refrescarse; hablar a los caballos, sumergir la cabeza en la fuente de agua helada del manantial, ¡no sabía bien qué! Se quedó, en cambio, inmóvil, desvelado, porque ahora sentía el roce de la piel de Anna, el gusto de su lengua, el peso de su cuerpo diminuto que dejaba su huella en la otra mitad del colchón de chala. “¿Cuánto tiempo?”, se preguntó, con tristeza. “¿Cuánto tiempo me llevará cortejar a mi propia esposa?”

Capítulo 6

Por la mañana, Karl se fue a buscar la cabra antes de que James y Anna se despertaran. Cuando regresó, ya estaban levantados y vestidos y se habían metido en problemas. Al oír el sonido del cencerro, se miraron con desesperación a través de la humareda. Anna se abanicaba con la mano delante de los ojos y la nariz, infructuosamente.

– ¡Oh, no!, creo que ya está de vuelta -se lamentó.

– Es mejor -observó James.

Un momento más tarde, Karl apareció en el umbral.

– ¿Qué están haciendo ustedes dos? ¿Incendiando la casa?

– El adobe no… -Anna tosió-. El adobe no se quema.

– De modo que soy afortunado y no me quedé sin casa. ¿Alguna vez oyeron hablar del regulador de tiro?

Por supuesto que sí. Todos los fogones de hierro fundido tenían un regulador de tiro en su conducto, pero no pensaron que el hogar de Karl tuviera uno. Karl se metió dentro de la humareda de la chimenea, hizo los ajustes necesarios y luego los llevó afuera mientras el aire se despejaba.

– Ya veo que tendré que vigilarlos cada dos minutos para que no se metan en problemas -dijo de buen humor.

– Pensábamos que sería conveniente mantener el fuego vivo.

– Sí, así sería si hubieran hecho un buen fuego en vez de una hoguera. Pero esto vendrá bien cuando tengan que espantar a los mosquitos.

Parecía que Karl estaba dispuesto a usar la paciencia que había prometido.

– Esta noche les enseñaré cómo se hace un buen fuego. Ahora vengan a conocer a Nanna.

James se apegó a la cabra, de inmediato, y el animal parecía responderle.

– Nanna, éste es James -dijo Karl con afecto, doblándole la oreja a la cabra-. Y si este jovencito ordeña una cabra tan bien como hace el fuego, me volvería con los indios, si estuviera en tu lugar -murmuró en el oído de Nanna.

Anna se rió y por fin Karl la miró directo a los ojos, su mano todavía jugueteando con la oreja suave y rosada de la cabra. Sonriendo, dijo:

– Buenos días, Anna.

– Buenos días -contestó Anna.

Sus ojos se deslizaron hacia los dedos de Karl mientras acariciaban al animal, que cada vez inclinaba más la cabeza. Mientras tanto, Karl seguía mirando a Anna.

– ¿Sabes hacer bizcochos? -le preguntó.

– No -contestó.

– ¿Sabes ordeñar la cabra, entonces?

– No.

– ¿Puedes freír tocino y cocinar polenta en la grasa?

– Tal vez, no estoy segura.

– Bueno, ya nos vamos entendiendo.

Así es como recayó en James la tarea de ordeñar la cabra por la mañana, una vez que Karl se lo enseñó; y en Anna, la de cocinar el maíz en la grasa, mientras Karl traía el agua del manantial para los caballos, para usar en la casa y para lavarse afuera.

Karl se lavó cerca de la puerta. Desde el principio, le intrigó a Anna saber si se sacaría la camisa y soportaría el agua helada sin temblar. Karl sacó la navaja y la afiló, mientras el chico no dejaba de mirarlo.

– ¿Duele afeitarse, Karl? -preguntó.

– Solamente si la navaja no está afilada. Una navaja bien afilada hace que el corte sea más fácil. Espera hasta que te muestre cómo se afila el hacha. Cada vez que un leñador sale, debe llevar la piedra de afilar y usarla cada hora. Tengo mucho que enseñarte.

– ¡Oh! No puedo esperar.

– Tendrás que esperar. Por lo menos hasta que terminemos con el tocino y el cereal que hizo tu hermana.

– Eh, Karl…

– ¿Sí?

James bajó la voz.

– No creo que Anna haya cocinado esto antes. Seguro que le sale mal.

– Si es así, no debemos decírselo. Y si la primera vez que afiles el hacha no lo haces bien, tampoco te lo diremos.

No le había salido bien, realmente. El tocino se había quemado y el maíz estaba pegoteado. Para sorpresa de todos, Karl no hizo ningún comentario. En cambio, habló de lo hermoso que era el día, de todo lo que esperaba hacer y de lo agradable que era comer en compañía. Pero Karl y James parecían estar disfrutando de algo muy privado que Anna no podía compartir. No obstante, estaba complacida con la manera en que Karl parecía aceptar a su hermano.

Era un día privilegiado, de colores brillantes: el azul del cielo y el verde de los árboles reverberaban con el reflejo dorado de la luz solar. El sol no había alcanzado todavía la periferia del claro cuando los tres salieron. De los ganchos de arriba de la repisa, Karl descolgó su hacha y le entregó la hachuela a Anna. James aceptó con orgullo el rifle, una vez más.

– Vengan -dijo-. Primero les mostraré el lugar donde estará nuestra cabaña.

Atravesó a grandes zancos el claro hasta la base de piedras que formaban un rectángulo de cuatro metros por cinco y medio. Cuando subió a la base, puso un pie sobre una de sus piedras y señaló un lugar con la punta del hacha.

– Aquí estará la puerta, mirando al este. Usé mi brújula, una buena casa debe estar perpendicular a la Tierra.

Volviéndose a Anna, dijo:

– No habrá pisos sucios en esta casa, Anna. Aquí tendremos verdaderos pisos de madera. Acarreé las piedras de las tierras a lo largo del arroyo; las más planas que pude encontrar, para sostener los troncos de la base.

Luego, se volvió, y con un ligero movimiento, deslizó el suave y curvado mango de fresno por su mano. Señalando otra vez, dijo:

– Yo mismo despejé este lugar y coloqué las trozas a lo largo del sendero hasta los alerces. -La doble hilera de leños seguía su camino como las vías del ferrocarril, y se perdía entre los árboles-. En mis tierras, tengo el alerce virgen más erguido del mundo. Con troncos así, tendremos una casa firme, ya verás. No usaré entramados de madera sino leños enteros, apenas aplanados para que encajen justo, así las paredes serán gruesas y tibias.

Trozas y entramados de madera no le decían nada a Anna, pero se daba cuenta, por la densidad del bosque, del trabajo que le había dado a Karl despejar ese ancho camino.

– Vengan, les pondremos el arnés a los caballos y empezaremos.

Mientras caminaban hacia el establo, Karl preguntó:

– ¿Alguna vez aparejaste una yunta, muchacho?

– No… no, señor -contestó James, todavía mirando los troncos por sobre su hombro.

– Si quieres ser un buen carrero, debes primero aprender a colocar el arnés. Te enseñaré ahora -dijo Karl con decisión-. A tu hermana también. Puede llegar el momento en que necesite saberlo.

Entraron en el establo y Karl saludó a los animales con palabras tiernas. Se acercó a ellos y los palmeó en la grupa y el cuello; finalmente, les frotó la piel entre los ojos. El establo era pequeño, y el espacio, estrecho.

– Ven -le dijo Karl a Bill. Pero el caballo se quedó muy tranquilo esperando más caricias-. Ven -repitió Karl, más serio, apretujando su cuerpo entre el animal y la pared, y dándole a Bill una fuerte palmada para que obedeciera pero sin lastimarlo. Bill se movió, mientras que Anna estaba asombrada de ver cómo Karl se animaba a meter su cuerpo entre un animal tan enorme y la sólida pared del establo.