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– Ha sido un viaje muy largo. Debes de estar cansada -dijo. Notó que, joven o no, era muy alta de verdad. La cabeza de la muchacha casi llegaba hasta la punta de su nariz.

– Sí -murmuró, sintiéndose estúpida al no ocurrírsele nada más, pero las manos de él seguían en su cintura y su calor pasaba a su cuerpo, mientras él actuaba como si se hubiera olvidado que la sostenía.

De repente, él apartó las manos.

– Bueno, esta noche no tendrás que dormir en una carreta. Estarás en una cama tibia y segura en la misión. -Después pensó: “¡Tonto! Pensará que es lo único que te preocupa, ¡la cama! Primero debes demostrar que te interesas por ella.”

– Éste es el almacén de Joe Morisette, del cual te hablé. Si necesitas algo, lo podemos conseguir aquí. Es mejor comprar ahora porque mañana saldremos temprano para mi casa.

Se volvió y caminó al lado de ella, observando cómo la punta de sus zapatos ensanchaba la falda de volantes. Usaba un vestido que no era de su agrado. Era brilloso, chillón, con escudetes en la zona del busto, como si hubiera sido hecho para una mujer mayor y de contextura más grande. Era algo raro, con demasiados frunces y un canesú pequeño, nada adecuado para un lugar como Minnesota.

Se le hizo evidente que lo usaba para parecer mayor. No podía tener más de dieciocho años, supuso, observándola con desconfianza mientras caminaba delante de él hacia el local. Parecía tener el busto camuflado dentro del llamativo corpiño, pero ¿qué sabía él de eso?

Cuando la joven entró en el negocio, él la vio de atrás por primera vez. No tenía formas. Oh, era alta, sí, pero demasiado flaca para su gusto. Pensó en las varas por las que trepaban las habas plantadas por su madre, y consideró que lo único que su Anna necesitaba era engordar un poco.

Morisette levantó la cabeza tan pronto como entraron, y exclamó, con un marcado acento francés:

– ¡Así que ya está aquí y el novio va a dejar ahora de pasearse nerviosamente y de tomar tanto whisky!

“Tienes una boca demasiado grande, Morisette”, pensó Karl. Pero cuando Anna se volvió con presteza y miró otra vez a Karl, lo vio rojo hasta las orejas. Había visto suficientes bebedores de whisky en Boston como para que el recuerdo le durara toda una vida. Lo último que deseaba era casarse con uno.

“¿Debo desmentir esto aquí, delante de Morisette?”, se preguntó Karl. “No, la chica tendrá que enterarse de que soy honorable después de haber vivido conmigo por un tiempo.”

Anna paseó la mirada por el local, preguntándose qué diría él si ella confesara que le gustaría tener un sombrero. Nunca había tenido uno propio, y Karl le había preguntado si necesitaba algo. No obstante, no se animó a pedir nada, pues James todavía esperaba afuera, sin que Karl Lindstrom se hubiera dado cuenta de nada. Sintió una mano en el codo, que la condujo hacia el tendero.

El moreno franco-canadiense mostró una sonrisa sincera y provocativa.

– Ésta es Anna, Joe. Por fin está acá.

– Por supuesto que es Anna. ¿Quién otra podría ser? -Morisette rió y agitó los brazos. Tenía una risa contagiosa-. Tremendo viaje por la carretera estatal, ¿no? No es la mejor carretera, pero tampoco es la peor. Espere a ver la que va a la casa de Karl, entonces apreciará la que acaba de recorrer. ¿Sabe, jovencita, que los periódicos aconsejan a las mujeres no venir aquí porque la vida es muy dura?

No era para nada lo que Karl hubiera deseado que Morisette dijera a Anna. No quería espantarla antes de que tuviera la oportunidad de ver su maravilloso Minnesota y dejar que hablara por sí mismo.

– Sí, por supuesto, yo… los leí -musitó Anna-. Pero Karl piensa que no hay mejor lugar para quedarse porque hay tanta tierra y es tan rica y… y hay todo lo que un hombre necesita.

Morisette rió. Karl ya le había llenado la cabeza, por lo que veía.

Satisfecho con su respuesta, Karl contestó:

– ¿Ves, Morisette? No podrás espantar a Anna con tu tonta charla. Ha venido desde tan lejos para quedarse.

Anna respiró con alivio. Hasta ahora parecía que había sido aceptada, tuviera o no diecisiete años, con arrugas o no.

– ¿Así que el buen padre los va a casar en la misión? -preguntó Morisette.

– Sí, por la mañana -dijo Karl mirando, desde atrás, los hombros de Anna, donde esos rizos desordenados se alborotaban sobre su cuello.

Justo entonces, los carreros mestizos entraron en el almacén, llevando cada uno un barril al hombro. Uno de ellos dejó la carga en el piso con un golpe, y dijo:

– Ese muchacho está ahí, en el camino, como si estuviera perdido. ¿No le dijo que éste es el fin del viaje?

Era evidente que la pregunta estaba dirigida a Anna. Pero ella permaneció muda.

– ¿Qué muchacho? -preguntó Lindstrom.

Al no ver ninguna salida, Anna lo miró fijo y le contestó:

– Mi hermano, James.

Aturdido por un momento, Karl le devolvió la mirada; comenzaba a comprender la verdad, mientras Morisette y los carreros miraban.

– Sí… claro… James.

Lindstrom caminó hacia la puerta y, por primera vez, miró de lleno al muchacho que había sido el otro pasajero de la carreta de abastecimiento. Karl había estado tan absorto en Anna, que no se había dado cuenta de que el chico estaba allí.

– ¿James? -Lindstrom habló naturalmente, como si hubiera estado enterado de todo.

– ¿Sí? -contestó James. Enseguida se corrigió: -Sí, señor. -Quería causar una buena impresión en el hombre alto.

– ¿Por qué te quedas en medio del camino? Ven a conocer a mi amigo Morisette.

Sorprendido, el chico pareció tener los pies clavados en el piso, por un momento. Luego se metió las manos en los bolsillos y entró en el almacén. Cuando pasó por delante de Karl, éste notó un parecido entre Anna y el niño. El chico era extremadamente delgado, con un tono de piel similar, pero faltaban las pecas, y los ojos, aunque grandes como los de su hermana, eran verdes en lugar de castaños.

Karl ocultó su sorpresa con habilidad y se movió por el almacén metódicamente, mientras iba cargando mercaderías en su carreta. James y Anna exploraban el local, encontrándose cada tanto con la mirada, apartándola con rapidez, preguntándose por la reacción de Karl, si es que la había. Los dos estaban asombrados de ver lo poco que parecía preocuparlo la situación. Con aparente tranquilidad, iba y venía, cargando su carreta y bromeando con Morisette.

Cuando ya habían sido atados y asegurados todos los bultos detrás del par de percherones con sus anteojeras puestas, Karl volvió a entrar y anunció que era tiempo de partir. Pero Anna observó que él no repitió su ofrecimiento de comprarle todo lo que ella quisiera. Se despidió de Morisette y la llevó afuera, tomándola con firmeza por el codo; esa presión en el brazo le advirtió a Anna que su flamante futuro esposo no era tan complaciente como ella había supuesto.

Capítulo 2

Anna pensó que Karl le dislocaría el brazo antes de soltarla. La llevaba, sin decir palabra; Anna daba dos pasos por cada uno de él, pero Karl la ignoró y, empujándola por el codo, la hizo subir al asiento de la carreta. Ella se aventuró a darle una rápida mirada, y su expresión le hizo temblar el estómago. Se frotó el hombro maltratado deseando, más que nunca, haber escrito la verdad en aquellas cartas.

La voz de Karl sonó tan controlada como siempre cuando les habló a sus caballos; les soltó un chasquido y los hizo marchar por el camino. Pero después de pasar una curva, lejos del almacén, la carreta se detuvo con una repentina sacudida. La voz de Lindstrom mordió el aire en un tono muy diferente del que había usado hasta ahora. Sus palabras sonaban lentas como siempre pero en un tono más alto.

– No ventilo mis asuntos delante de Joe Morisette en su almacén. No permito que el bromista de Morisette vea que a Karl Lindstrom le han jugado una mala pasada. ¡Pero pienso que eso es lo que pasó! Pienso que tú, Anna Reardon, trataste de engañar a un sueco estúpido, ¿no? ¡No fuiste honesta y me pusiste en ridículo delante de mi amigo Morisette!