Anna se sintió atraída por la noche de verano y pensó que en Boston no se oía casi nunca el canto de los pájaros. Allí, a esa hora, se oía la música de las tabernas, que recién se abrían para empezar la noche. Anna descubrió que prefería el canto de los pájaros. En sus cartas, Karl le contaba que, en ese lugar, había más pájaros de los que se podría nombrar. Ahora se preguntó si tendría la oportunidad de conocerlos.
– Anna -dijo, haciéndola sobresaltar-, dime ahora qué otras mentiras me has contado. Creo que tengo derecho a saber si hay alguna más.
Anna sintió un codazo de James en el costado.
– No dije otras mentiras. ¡Por Dios! ¿Qué más podría haber dicho? -¡Ah! Sonaba tan convincente. Anna pensó que debería actuar en el teatro.
– ¡Mejor que no haya más! -advirtió Karl.
Sin embargo, no dio ningún indicio de lo que estaba pensando. Tomó las riendas, puso a los caballos en movimiento y se dirigió a la misión.
Detuvo los caballos delante de dos construcciones de tronco, separadas por un trecho de tierra. La más grande tenía una cruz sobre la puerta; no así la otra. Anna supo que era la escuela.
– Tengo mucho que pensar, todavía -dijo Karl-. Dormiremos aquí esta noche, como estaba planeado, y buscaré la guía espiritual del padre Pierrot. Por la mañana, tomaré una decisión: ya sea para que se queden o para enviarlos de regreso a Boston en la próxima carreta de Red River que aparezca.
De pronto, Anna se dio cuenta del significado del término “padre”.
– ¿El padre Pierrot? -preguntó-. ¿Se trata de una misión católica?
Ya su mente se estaba adelantando, preguntándose cómo haría para salir de esto.
– Sí, claro. En mis cartas te dije que nos casaríamos aquí.
– Pero… usted nunca dijo que era una misión católica.
– Por supuesto que es católica. ¿Te preocupa que el padre Pierrot no quiera ser testigo de nuestro casamiento porque soy luterano y tú eres católica? Está todo arreglado y el padre recibió una dispensa especial del obispo Cretin para que sea testigo de los votos que nosotros mismos pronunciaremos. Pero no pienses más en ello, pues tal vez no haya ningún voto.
Anna no sabía cuál de las perspectivas la aterrorizaba más: que Karl la enviara de regreso o que descubriera sus otros engaños.
Karl saltó a tierra, ató las riendas y ayudó a Anna a descender. Pero esta vez, cuando puso las manos en su estrecha cintura, no pudo menos que recordar sus palabras acerca de que a él nunca le había faltado la comida. Ella era delgada como un hilo.
El padre Pierrot los saludó desde la puerta del edificio más pequeño.
– Ah, Karl, qué bueno es saludarte, amigo mío. Ésta debe de ser Anna.
– Hola, padre.
Anna asintió con la cabeza, y el moreno sacerdote la obsequió con una amplia sonrisa.
– ¿Sabes cómo este joven te aguardaba? Cada vez que lo veo, me habla de su Anna, su pequeña Anna, rubia como el whisky. Pensé que si tardabas en llegar, hubiera abandonado este lugar, del que siempre se jacta, para correr a buscarte.
Pecando de ser irreverente Karl pensó: “También usted, padre, tiene una boca grande a pesar de la ropa que viste”. A Karl le habían enseñado a sentir gran respeto por el clero. Era natural que buscara la amistad del único clérigo en más de cien kilómetros, sin importarle su creencia.
– ¿Que yo me jacto, padre? -preguntó Karl.
– Bueno, no te preocupes, Karl. Me gusta hacerte bromas. -Al ver a James, el sacerdote preguntó-: ¿Y quién es este muchacho?
– James, señor -replicó el niño-. James Reardon.
– Es mi hermano -declaró Ana, abiertamente.
– Tu hermano, mmm… Karl omitió decirme que tenías un hermano. Es una buena noticia. Minnesota necesita probladores jóvenes y fuertes como tú, James. No es un mal lugar para que un muchacho crezca y se haga hombre. ¿Crees que te gustará el lugar, James?
– Sí, señor -contestó James con presteza-. Pero tengo mucho que aprender.
El sacerdote levantó la cabeza y se echó a reír.
– Bueno, has elegido a un buen hombre, hijo. Si tienes alguna duda acerca de Minnesota, este sueco grandote te la sacará de la cabeza.
De repente, Karl se aclaró la garganta y dijo:
– Debo ocuparme de los caballos, padre. Usted, tal vez, quiera hablar con Anna y James de Boston y del Este.
– ¿Puedo ayudarlo? -preguntó James de inmediato.
Karl miró al muchacho tan frágil, tan flaco, tan joven, tan dispuesto. No quería que la buena disposición del chico influyera sobre su decisión con respecto a Anna.
– Ve con el padre y con Anna. Has tenido un largo viaje y todavía no ha terminado.
La mirada en los ojos de James expresaba una duda: “¿El resto del viaje me llevará de regreso a Boston o a su casa?”. Karl apartó la mirada pues todavía no tenía la respuesta.
Observando sus anchos hombros desaparecer por la puerta, Anna sintió un repentino deseo de complacerlo, por el bien de James. El muchacho nunca había conocido un padre, y este hombre sería la mejor influencia que un muchacho de su edad pudiera tener. Aun después de haberse ido, la imagen de su vigorosa espalda quedó grabada en la mente de Anna.
Una mujer india les sirvió un delicioso guiso de maíz y carne. Anna y James casi devoraron la comida. Desde el otro lado de la mesa, Karl estudiaba ahora a Anna con más atención. Su cara era bastante atrayente pero su vestido no le gustaba para nada, y su cabello parecía salvaje y muy desordenado, nada que ver con las prolijas coronas de trenzas que estaba acostumbrado a ver en las mujeres suecas.
Repentinamente, Anna levantó la mirada y lo descubrió observándola. De inmediato, comenzó a comer más lentamente.
Pero la palabra “hambre” seguía en la mente de Karl tal como ella la había dicho antes. Se le notaban los huesos de los hombros por debajo del vestido, y los nudillos eran demasiado grandes para esas manos tan delgadas; pensó, entonces, en el hambre que debió de haber sufrido en Boston. El muchacho también se veía extremadamente flaco y los ojos parecían demasiado grandes para sus órbitas. Karl trató de rechazar estas imágenes, mientras comía, pero una y otra vez se le presentaban delante de los ojos.
Después de la cena, el padre Pierrot pidió a la india que preparara unos jergones en el piso para sus tres invitados. Una vez que estuvieron dispuestos, la mujer volvió y condujo a Anna y a James a sus camas, mientras que Karl se quedó para hablar con el padre Pierrot.
Les habían improvisado unas camas con paja y pieles de búfalo, que los hermanos encontraron muy confortables; luego se dispusieron a considerar, con cierta tristeza, su situación futura.
Estaba todo muy oscuro y silencioso; la noche parecía cargada de pensamientos no expresados. Por fin, James preguntó:
– ¿Piensas que nos mandará de vuelta?
– No sé -admitió Anna.
James se dio cuenta, por su voz, de que estaba muy preocupada.
– Estoy aterrado, Anna -confesó él.
– Yo también -admitió ella.
– Pero parece un hombre justo -agregó James, necesitado de aferrarse a una esperanza-. Lo sabremos por la mañana.
Otra vez se hizo silencio, pero ninguno de los dos se había dormido.
– ¿Anna? -La débil voz de James denotaba preocupación.
– ¿Qué quieres, ahora?
– No debiste haber mentido sobre las otras cosas. Tenías que haberlo admitido cuando te lo preguntó.
– ¿Sobre qué otras cosas? -le preguntó, conteniendo el aliento por temor a que él conociera el peor y más imperdonable de sus secretos.
Sin embargo, James nombró sólo los otros:
– Que no sabes escribir, que yo era el que escribía las cartas, y dónde vivíamos.
– Tenía miedo de decir la verdad.
– Pero la descubrirá. Es forzoso que la descubra.
– Pero la descubrirá demasiado tarde, si tenemos suerte.
– Eso no es lo correcto, Anna.
Anna se quedó mirando en la oscuridad, sintiendo que el llanto se le atravesaba en la garganta.