No había lugar a dudas acerca de la significación personal del jabón perfumado. Y después de todo, Karl le había entregado el paquete sin imponer ninguna restricción. Tal vez, Anna pudiera aprovechar la ocasión para sortear la brecha que se interponía entre los dos, de una vez por todas. Había sido ella la que recibió el regalo con frialdad, y en consecuencia, lo había desairado. ¿Sería posible que Karl esperara que Anna diera el primer paso?
Un plan comenzó a gestarse en su mente.
Excitada, desplegó la tela sobre la cama y empezó a medirla, usando la palma abierta y apoyando la nariz. Descubrió que había más cantidad de la que pensaba. ¿Lo suficiente para las cortinas y un vestido? Sonriendo para sí, pensó: “¡Dios mío! ¡Si la tela alcanza, voy a estar igual que mis cortinas!”
Karl vio a Anna cruzar el claro y entrar en la cabaña. ¿Qué estaría haciendo allí? “Tal vez haya ido a admirar la cocina”, pensó esperanzado. Se sentía tan orgulloso por haberle comprado la cocina… Con ese gesto, Karl esperaba ganársela, decirle que la aceptaba. Al principio, Anna pareció muy gratificada. Pero más tarde, afuera en el jardín, algo sucedió. Recordó los ojos de Anna grandes y redondos como los de un cocker spaniel, cuando lo vio bajar los paquetes. Recordó el cortante tono de su voz, más tarde, y se dio cuenta de que su intención se había frustrado.
Se volvió para continuar con su trabajo sin dejar de vigilar la entrada de la cabaña para ver a Anna cuando saliera nuevamente.
Anna estaba adentro, midiendo los paneles de vidrio, apoyados contra la pared de la chimenea. Un rato después, al volver a la casa, a través del claro, vio a Karl interrumpir el corte de la carne para mirar en su dirección. Se animó a saludarlo con la mano y siguió su camino, para empezar a cortar las cortinas. Cuando Karl y James entraron para el almuerzo, había guinga por todas partes. Anna ya tenía cortados dos largos para cada ventana y estaba atareada con la aguja y el hilo.
– Gracias por las cosas necesarias, Karl -dijo con renovada dulzura-. Serán unas magníficas cortinas.
Karl se sintió desfallecer. ¿Cortinas? ¿Allí, en medio del desierto? Pero no podía decirle a Anna que él había comprado la tela para que se hiciera vestidos. Si lo hiciera, Anna sentiría que lo había desilusionado otra vez al cortar esa tela para las cortinas. Continuó con el trabajo de esa tarde, muy desalentado. ¿Tendría que seguir viéndola con esos pantalones por el resto del invierno? ¿O tendría tiempo para otro viaje al pueblo antes de que comenzara a nevar?
Tan pronto como Karl y James salieron, Anna buscó el vestido que había descosido para que le sirviera de molde. Lo adaptaría; le agregaría altura en el cuello y dejaría las mangas más sueltas para que resultara más práctico; la falda, la haría más armada, más al estilo de los vestidos que usaban Katrene y Kerstin. Esa tarde logró cortar las partes del nuevo vestido. Pero durante algunos días, todo lo que Karl veía cuando llegaba a la casa, era a su esposa, cosiendo las cortinas. Anna escondía el vestido, fácil de disimular, debajo de los paneles que tenía sobre la falda.
Karl y James debían ocuparse no sólo de trozar la carne del animal sino también de procesar los dos cueros. Karl le enseñó a James cómo descarnar el cuero, estirándolo sobre un árbol derribado pero todavía unido al tronco. Juntos sacaron toda la grasa y los nervios; luego, rasparon la superficie con las herramientas adecuadas, mientras Karl le advertía al muchacho que no marcara el cuero ni dejara expuesta la raíz del pelo. La tarea era cansadora, y el olor, desagradable. Una vez sumergidos los cueros en una solución de lejía, donde quedarían por dos días, los dos hombres se prepararon para un baño en la laguna.
Anna rechazó la invitación para acompañarlos. Dijo que se quedaría y les tendría la cena preparada. Karl, desilusionado, se preguntaba cómo lograr que Anna hiciera las cosas de las que solían disfrutar juntos. Le quiso preguntar a Anna si había encontrado el jabón dentro de la tela pero temía ofenderla: la muchacha podía pensar que su esposo le estaba insinuando que necesitaba el jabón. En consecuencia, ni Karl ni Anna dijeron nada acerca del jabón de manzanilla. Pero él detectó el olor del jabón casero y pensó que su esposa desdeñaba el jabón perfumado; con toda seguridad usaba el otro -que Anna se había obstinado en llamar “grasa”- sólo para irritarlo.
No obstante, al día siguiente, a Karl le pareció descubrir algo acerca de Anna, que se le ocurrió llamar “atrevido”. Era como si la muchacha estuviera bromeando con algo que él no entendía muy bien. Se paseaba por el lugar con un innegable aire de satisfacción. Por qué, no lo pudo descifrar.
Ese día comenzó a insertar las ventanas. Era un trabajo delicado, que requería gran precisión cuando se practicaba cada una de las aberturas, pues si eran demasiado grandes, los marcos quedarían muy flojos cuando la temperatura los hiciera expandir, y si se hacían demasiado pequeñas, los vidrios probablemente se romperían cuando los marcos se contrajeran. Después de hacer la primera abertura, Karl fue a la corredera, donde estaban apilados los leños de álamo amarillo. Aunque el aire otoñal era fresco, Karl se aflojó la camisa, pues al sol hacía calor. Al ver que necesitaba afilar el hacha, sacó la piedra y se puso a trabajar, cuando vio a Anna salir del manantial con un jarro y subir por la pendiente hacia donde él estaba. La observó acercarse, sin poner mucha atención en su trabajo. Se preguntó qué sería lo que Anna estaba tramando esos días. Había momentos en que la muchacha parecía practicar con él el arte del flirteo. Sin embargo, la noche anterior, había sido la primera en acomodarse de su lado de la cama. Estaba totalmente confundido, sin saber qué quería Anna de él. Ahora, allí estaba, subiendo la colina con un jarro lleno de agua, enfundada en esos odiosos pantalones. Ya estaba harto de verlos.
Cuando se acercó, le entregó el jarro y le dijo:
– Karl, pensé que estarías sediento, aquí al sol.
Levantó los ojos, tímida, y observó la frente transpirada de Karl y los húmedos mechones de pelo que la atravesaban.
– Gracias, Anna, tengo sed. -Tomó el recipiente y la miró por encima del borde, mientras levantaba la cabeza y bebía- ¿Cómo andan tus cortinas? -Le devolvió el jarro.
– Bien. -Colgó el jarro del dedo índice y lo balanceó como si fuera el péndulo de un reloj, con la otra mano apoyada sobre la cadera, provocativamente-. ¿Y cómo andan tus ventanas?
– Bien. -Hizo todo lo que pudo para ahogar una sonrisa.
Anna miró alrededor, con inocencia, y echó un vistazo a los leños, el hacha y el montón de astillas.
– ¿Qué estás preparando aquí?
– Estoy partiendo este álamo amarillo para hacer los marcos de las ventanas.
Anna paseó la mirada alrededor, vio un montón de piedras allí cerca, y preguntó:
– ¿Puedo quedarme un rato observando?
A Karl no se le ocurría pensar por qué Anna querría quedarse allí, pero asintió con la cabeza. Estaba usando dos cuñas y un pequeño martillo de madera. Anna se sentó sobre el montículo formado por las piedras que habían sobrado de la chimenea, mirando cómo Karl trabajaba. Era algo desconcertante tenerla allí sentada, con esa máscara de inocencia cubriéndole el rostro. Deseaba saber qué era lo que estaba tramando.
Levantó el hacha, la hundió en el borde de un leño e insertó la cuña, cuidando de que no hubiera nudos, que podrían desviar la ranura. Cuando cayó el primer pedazo, lo levantó, miró a Anna y le dijo:
– El álamo amarillo es muy fácil de partir. Lo único que hay que tener en cuenta es que no haya nudos donde antes crecían las ramas.
Anna estaba sentada displicentemente sobre las piedras, con las piernas cruzadas y balanceando un pie.