– Bien, Anna.
– ¿Lo harás? -preguntó la muchacha, sin aliento.
– Por supuesto que lo haré. Lamento no haberme dado cuenta yo solo. De ahora en adelante, si Karl me deja ir esta vez, saldré solo más seguido. Me gusta ir a visitar a nuestros vecinos. Además -agregó, metiendo el pulgar en el bolsillo trasero de su pantalón y mirando el piso casi con culpa-, haría cualquier cosa por verlos a ti y a Karl como estaban antes. Sé que las cosas estuvieron mal entre ustedes por mucho tiempo, y eso no me gusta. Sólo… sólo deseo que seamos todos felices como antes.
Anna sonrió y apoyó el brazo en el largo y duro antebrazo de James para obligarlo a sacar la mano del bolsillo y poder tomársela.
– Escucha, hermanito, si hace mucho que no te lo digo, es mi culpa y no la tuya… pero te quiero.
– ¡Por Dios! Lo sé -dijo, con una débil sonrisa dibujada en sus labios-. Yo también.
Anna lo rodeó con sus brazos, incluyendo la manta en el abrazo cuando lo apretó contra ella. Debía estirar más el brazo, ahora, para alcanzar el cuello de James porque había crecido. Se dio cuenta de que su hermano no había crecido sólo en el aspecto físico sino también en el emocional, este verano, pues no hizo ningún ademán de rechazar la caricia. Se dejó apretujar y devolvió el abrazo, deseando, en silencio, que lo que Anna había planeado para esa tarde resultara.
Anna se separó de James.
– Gracias, hermanito mío.
– Buena suerte, Anna -le deseó James.
– A ti también. Tienes a un sueco obstinado allí afuera. Si decide que no quiere ir a la laguna, te llevará tu buen trabajo mantenerlo alejado del claro.
Colocar la puerta recién cortada era algo simbólico para todos ellos, pero principalmente para Karl. Cuando por fin la hizo girar sobre los goznes de madera, Karl se paró en la abertura y miró primero hacia el interior de la cabaña y luego hacia afuera.
– Mirando al este -dijo con satisfacción, y dirigió la mirada más allá de sus plantaciones, hacia el borde del bosque, que todavía faltaba despoblar.
– Como siempre dijiste -confirmó James.
Karl se volvió para frotar con su mano los paneles de la puerta.
– Muy bien, roble bueno y resistente -dijo, y le dio un golpe a la puerta.
– También como dijiste.
– Justo como lo dije, muchacho, y no lo olvides nunca.
– No lo olvidaré, Karl.
Karl miró enseguida a Anna.
– Y no te habrás olvidado lo que me hiciste prometer: que serías la primera en colocar el cordón del pasador del lado de adentro.
Complacida de que Karl se hubiera acordado de algo que formaba parte de esos sueños susurrados en la oscuridad, los primeros días del verano pasado, Anna se animó y el color subió alegremente a sus mejillas. Pero todavía se contuvo, pues se preguntaba si eso significaba una reconciliación. Esa manera de mirarla, el estar de pie allí, en el vano de la puerta, con la luz dándole de atrás y transformando su pelo en un halo dorado, el modo en que le hacía recordar esos secretos murmurados hacía tanto tiempo…
– Entonces, señora Lindstrom -dijo Karl-, ¿por qué no prueba su nueva puerta?
Turbada, ahora, se apresuró a hacerlo.
– Bueno, vengan los dos adentro. ¡Por supuesto que no voy a entrar el cordón del cerrojo por primera vez, dejando a mis dos hombres preferidos allí, en el umbral!
Karl y James entraron. James cerró la puerta. Karl levantó la barra y la dejó caer en su lugar. Anna tiró del cordel con los dedos hasta que una bola pequeña llenó el agujero y cayó adentro.
– ¿La hiciste tú? -preguntó Anna, sosteniendo la pelotita de madera entre los dedos-. ¡Está tan bien formada!
– No. Es una avellana. Te prometí que te mostraría una avellana.
Anna sonrió, traviesa.
– Pero se la comerán las ardillas directamente del cordel.
– Las ardillas también tienen que comer. Así que déjalas. Conseguiré otra. Tengo muchas.
Miró a Karl a la cara, manteniendo su rostro inexpresivo pero sincero, mientras decía:
– Sí, señor Lindstrom, le creo.
James observó cómo Anna y Karl parecían haber olvidado que él estaba allí. De pronto, excitado, pensó que tendría problemas para convencer a Karl de que se alejaran del claro, pero no por las razones que había dado Anna. El muchacho interrumpió el arrobamiento de la pareja, al sugerir:
– Karl, ¿por qué no terminas de armar esa cocina y vamos a darnos un baño?
– ¿Un baño? ¿Cuándo acabamos de entrar en la cabaña? Un hombre necesita tiempo para acostumbrarse a su hogar.
– Pero yo estoy algo apurado, Karl.
Karl no deseaba desviar los ojos de Anna, pero el muchacho insistía.
– ¿Estás apurado? ¿Qué es lo que te apura? Todos estos días estuvimos apurándonos para terminar la cabaña. Ahora que está hecha, es hora de relajarnos y disfrutarla.
– Bueno, me gustaría… debo pedirte algo, Karl.
– Bueno, pídelo.
Anna se había alejado y estaba manipulando las tapas de las ollas. Seguro que nunca había prendido el fuego en una cocina, pensó Karl, de modo que se acercó para ayudarla.
– ¿Podría llevarme la yunta a lo de los Johanson? -preguntó James.
Karl giró sobre los talones y miró al muchacho, sorprendido.
– ¿La yunta?
– Sí… me gustaría… me gustaría ir a visitar a Nedda.
– ¿Hoy?
– Bueno, sí… ¿Qué pasa hoy?
James había vuelto a enganchar los pulgares en los bolsillos del pantalón.
– Pero éste es el día en que vamos a tener nuestra primera comida juntos. Anna va a cocinar en su nueva cocina.
– Hoy es la primera oportunidad que tengo de estar libre. Estuvimos trabajando en la cabaña casi todo el verano. Y cuando no era la cabaña lo que nos mantenía ocupados, era la cosecha o las pezuñas de los caballos o alguna otra cosa. ¿Qué otra cosa quieres que haga hoy? -James sonaba realmente molesto.
Anna se volvió, sonriendo ante el ingenio de su hermano y pensando: “¡Bien, James! ¡Puedes ser un buen leguleyo si te lo propones!”
Karl estaba totalmente sorprendido. No se había dado cuenta de que el muchacho deseaba alejarse del lugar. Si es que había algo en lo que Karl no había reparado era en que James merecía tener algún tiempo libre. Sin proponérselo, James había dado en el punto más débil de ese enorme sueco.
– Bueno, nada -admitió Karl-. No hay nada que tengas que hacer aquí. Ya hemos terminado con todo.
– Entonces, ¿por qué no puedo irme? -James sonaba como si lo estuvieran acosando.
– No dije que no pudieras irte.
– ¿Es por la yunta, Karl? ¿No confías en mí para que la maneje solo?
– Seguro que te tengo confianza.
– Bueno, ¿la puedo llevar, entonces?
– Sí. Supongo que puedes. Pero, ¿y la cena?
– Comería con los Johanson, si no te importa. De ese modo podría volver más temprano.
– Pero Anna tal vez planeó algo especial en la cocina nueva.
– Sin ofenderte, Anna, pero tardarás en acostumbrarte a la nueva cocina, como te pasó con la chimenea. Preferiría comer en lo de Katrene. ¿Te molesta?
Anna casi suelta una risita en voz alta. Todo este tiempo había pensado que su hermano había olvidado el arte de la persuasión, pero ahora se daba cuenta de que era un genio.
– No, no me importa. Habrá otras comidas en casa.
– No creo que a Katrene le importe, tampoco, y la comida que ella hace me encanta.
Anna pensó: “Bueno, hermano, ¡ya basta, ya es suficiente!”
– Me gustaría irme cuanto antes, Karl, pero primero necesito hablar contigo. Pensé que querrías ir a la laguna conmigo. Me gustaría lavarme antes de salir, de todos modos.
– No estaba en mis planes ir a laguna. ¿No podríamos hablar aquí?
– A mí… a mí… me gustaría tener una charla de hombre a hombre.
“¡Bravo!”, pensó Anna.
– Bueno… bueno, seguro -dijo Karl, y miró a Anna, vacilante.
Cuando Karl la miró, Anna lo animó:
– Escuchen, vayan ustedes dos. El agua es demasiado para mí ahora. No creo que aguante meterme con el agua tan fría. Me quedaré aquí a entretenerme con mi nuevo juguete -dijo, señalando la cocina.
Karl tuvo que aceptar la situación.
– Trae tu ropa limpia, muchacho. Vayamos ahora y puedes ir luego a la casa de nuestros vecinos, antes de la cena, como querías.
James trepó hasta la buhardilla, donde tenía la ropa prolijamente acomodada al lado de la cama de sogas con su nuevo colchón de chalas.
Abajo, Karl volvió los ojos a Anna.
– Me gustaría que vinieras con nosotros, pero creo que el muchacho se trae algo entre manos.
“No es el único, Karl”, pensó Anna, antes de decir:
– Es la primera vez que va a visitar a una chica. Tal vez esté nervioso, y el baño lo calmará. Recordarás tu primera vez, Karl.
Había algo diferente en Anna, hoy. Hubo algo casi provocativo en ese inocente comentario a su esposo. Anna siguió manipulando los utensilios alrededor de la cocina, mientras hablaba pero, al oír sus palabras, Karl trajo a su mente el vívido recuerdo de esa primera vez. Su primera vez con Anna… Esa maravilla increíble de su primera vez con Anna…
– Sí, me acuerdo -dijo-. Estaba muy nervioso.
– Dile eso, entonces, Karl. De ese modo, sabrá que no es el único en sentirse así -dijo Anna.
Por fin ella lo miró. ¿Había desafío en su mirada, ahora? Las palabras habían sido dichas con gran simplicidad pero, ¿qué se escondía detrás de ellas? Estaba hablando de sí misma y de su primera vez con él, Karl estaba seguro de eso. Anna tenía algunos trozos de leña en las manos y la expresión en el rostro reflejaba una total naturalidad. Con toda esta conversación, no habían encendido el fuego. Ese primer fuego en la cocina no había sido encendido todavía.
– Prenderé el fuego antes de irme -dijo Karl, sintiendo que se le aflojaba el nudo que tenía en la garganta.
Tomó la leña que Anna le entregaba y se volvió para encender el fuego en la cocina que había traído para su esposa, mientras pensaba: “Siempre encenderé el fuego para ti, Anna. ¡Qué tonto fui en mantenerlo guardado tanto tiempo!”
James bajó la escalera ruidosamente y se acercó a Anna. Le pasó un brazo alrededor de los hombros, de la manera más natural, como lo haría un hermano mayor.
– De modo que ahora tienes, por fin, tu cocina. Espero que resulte.
“No te preocupes, hermanito querido, estoy segura de que resultará”, pensó Anna.
Una vez encendido el fuego, los dos hombres salieron. Karl se había cuidado de no mirar demasiado a su esposa en presencia del muchacho. Sintió, de pronto, que ardía por dentro, y debía refrenarse para que James no lo notara.
Anna los observó partir. Cuando llegaron al borde del claro, la muchacha gritó:
– ¡Karl!
Él se volvió y la vio allí, en la puerta de la cabaña, con una mano sobre los ojos para protegerse del resplandor.
– ¿Sí, Anna?
– ¿Llevarías un poco de agua para regar mis plantas de lúpulo cuando pases por allí?
Karl levantó una mano, en un mudo gesto de asentimiento, y fue al manantial por un balde. Anna sabía que sus gajos ya habían prendido allá afuera, en el bosque.