– Bueno… bueno, seguro -dijo Karl, y miró a Anna, vacilante.
Cuando Karl la miró, Anna lo animó:
– Escuchen, vayan ustedes dos. El agua es demasiado para mí ahora. No creo que aguante meterme con el agua tan fría. Me quedaré aquí a entretenerme con mi nuevo juguete -dijo, señalando la cocina.
Karl tuvo que aceptar la situación.
– Trae tu ropa limpia, muchacho. Vayamos ahora y puedes ir luego a la casa de nuestros vecinos, antes de la cena, como querías.
James trepó hasta la buhardilla, donde tenía la ropa prolijamente acomodada al lado de la cama de sogas con su nuevo colchón de chalas.
Abajo, Karl volvió los ojos a Anna.
– Me gustaría que vinieras con nosotros, pero creo que el muchacho se trae algo entre manos.
“No es el único, Karl”, pensó Anna, antes de decir:
– Es la primera vez que va a visitar a una chica. Tal vez esté nervioso, y el baño lo calmará. Recordarás tu primera vez, Karl.
Había algo diferente en Anna, hoy. Hubo algo casi provocativo en ese inocente comentario a su esposo. Anna siguió manipulando los utensilios alrededor de la cocina, mientras hablaba pero, al oír sus palabras, Karl trajo a su mente el vívido recuerdo de esa primera vez. Su primera vez con Anna… Esa maravilla increíble de su primera vez con Anna…
– Sí, me acuerdo -dijo-. Estaba muy nervioso.
– Dile eso, entonces, Karl. De ese modo, sabrá que no es el único en sentirse así -dijo Anna.
Por fin ella lo miró. ¿Había desafío en su mirada, ahora? Las palabras habían sido dichas con gran simplicidad pero, ¿qué se escondía detrás de ellas? Estaba hablando de sí misma y de su primera vez con él, Karl estaba seguro de eso. Anna tenía algunos trozos de leña en las manos y la expresión en el rostro reflejaba una total naturalidad. Con toda esta conversación, no habían encendido el fuego. Ese primer fuego en la cocina no había sido encendido todavía.
– Prenderé el fuego antes de irme -dijo Karl, sintiendo que se le aflojaba el nudo que tenía en la garganta.
Tomó la leña que Anna le entregaba y se volvió para encender el fuego en la cocina que había traído para su esposa, mientras pensaba: “Siempre encenderé el fuego para ti, Anna. ¡Qué tonto fui en mantenerlo guardado tanto tiempo!”
James bajó la escalera ruidosamente y se acercó a Anna. Le pasó un brazo alrededor de los hombros, de la manera más natural, como lo haría un hermano mayor.
– De modo que ahora tienes, por fin, tu cocina. Espero que resulte.
“No te preocupes, hermanito querido, estoy segura de que resultará”, pensó Anna.
Una vez encendido el fuego, los dos hombres salieron. Karl se había cuidado de no mirar demasiado a su esposa en presencia del muchacho. Sintió, de pronto, que ardía por dentro, y debía refrenarse para que James no lo notara.
Anna los observó partir. Cuando llegaron al borde del claro, la muchacha gritó:
– ¡Karl!
Él se volvió y la vio allí, en la puerta de la cabaña, con una mano sobre los ojos para protegerse del resplandor.
– ¿Sí, Anna?
– ¿Llevarías un poco de agua para regar mis plantas de lúpulo cuando pases por allí?
Karl levantó una mano, en un mudo gesto de asentimiento, y fue al manantial por un balde. Anna sabía que sus gajos ya habían prendido allá afuera, en el bosque.
Capítulo 21
Anna se puso en acción en el instante mismo en que sus figuras desaparecieron por el sendero que llevaba a la laguna. Esa vieja y conocida sensación de inseguridad volvió a oprimirle el estómago. Cada nervio del cuerpo, cada músculo, cada fibra quería que esto resultara. En lo único en que podía pensar era en complacer a Karl. ¿Cuánto tiempo tenía? ¿Era suficiente como para esperar que el agua se entibiara en la cocina?
Estaba atenta al primer zumbido de la pava, mientras ponía la casa en orden. Se apresuró a colgar las cortinas sobre unas varas de sauce flexibles. Luego, colocó sobre la mesa un mantel de guinga que hacía juego, los platos, los cubiertos y los jarros. Usó preciados minutos para correr hasta el límite del campo, donde crecían flores silvestres, y recoger un ramo. Lo puso en una gruesa jarra de barro, en el centro de la mesa: era un ramillete recogido en esa región de Minnesota, tan querida para Karl. Había margaritas color lavanda de florecimiento tardío, azucenas con un centro más oscuro, galio blanco que parecía un tejido de filigrana, varas de oro plumosas, lisimaquias de color púrpura intenso, flameantes estrellas de un rosado fosforescente, y por último… lo más importante… Anna intercaló en el bouquet fragantes manojos de trébol amarillo. Parada a una cierta distancia, se tomó un momento para apreciar lo que había hecho con sus propias manos, preguntándose qué diría Karl cuando entrara y lo viera.
Pero el tiempo tenía alas; el agua ya estaba tibia, ahora. Se bañó, usando el fragante jabón de manzanilla por primera vez. Enseguida se apresuró en ponerse el vestido nuevo. El pelo rebelde se le enredaba entre los dedos, los rulos indisciplinados resistían los esfuerzos de Anna por doblegarlos. Pero la muchacha insistía con dedos temblorosos.
Cuando, por fin, Anna y la cabaña estuvieron en orden, se miró por última vez en su pequeño espejo. Se miró con ojos críticos y sintió que se le arrebolaban las mejillas. Dejó el espejo y se apretó el estómago con ambas manos, luchando por mantenerse calma, por tranquilizarse, pensando que estaba haciendo lo correcto. Una vez más, la asaltaron las dudas. Suponiendo que Karl fuera conquistado por sus esfuerzos, ¿cómo se animaría a enfrentarlo? De pronto, pensó en James entrando en la cabaña y descubriendo la evidencia de su manifiesta seducción, y supo que no podría enfrentarlo mientras se quedara contemplando las cortinas, el mantel, el vestido nuevo.
Cuando los oyó regresar, se escondió detrás de una cortina, en el rincón. Se sentó sobre el baúl y levantó las piernas del piso para que no supieran que ella estaba allí. En agonía, apretó las rodillas contra el pecho y cerró los ojos, esperando escuchar sus comentarios, apenas entraran.
James estaba hablando en ese momento.
– … porque oscurece más temprano estas noches, así que me apresuraré a regresar…
Anna no necesitó mirar a James para saber que estaba sorprendido al ver esa mesa. El silencio fue de lo más elocuente antes de que James dijera en un tono de asombro:
– ¡Dios mío! Karl, ¡mira eso!
Karl no emitió ningún sonido. Se lo imaginó, de pie en la arcada, sosteniendo la ropa sucia, con una mano apoyada, tal vez, en el borde de la puerta nueva.
– Flores, Karl -dijo James casi con reverencia, mientras el corazón de Anna amenazaba con ahogarla-. Y las cortinas… colgó las cortinas.
Karl seguía sin pronunciar palabra.
– Pensé que era algo tonto desperdiciar todo ese tiempo con las cortinas, pero quedan hermosas, ¿no es cierto?
– Sí. Quedan hermosas de verdad -dijo Karl, por fin.
Anna apoyó la cabeza en la pared, allí en su pequeño rincón, respirando lo más silenciosamente que podía para que no sospecharan su presencia.
– Me pregunto dónde estará -dijo James.
– Me… me imagino que andará por alguna parte.
– Me… me imagino que sí. Bueno, mejor será que me peine antes de salir.
– Sí, ve a peinarte mientras le pongo los arneses a Belle y a Bill.
– No hace falta, Karl. Puedo hacerlo solo.
– Está bien, muchacho. No tengo otra cosa que hacer hasta que Anna regrese de donde está.
– Bueno, Karl, te lo agradezco.
Transcurrió una eternidad hasta que James subió la escalera, silbando entre dientes, y luego bajó. Cuando Anna pensó que ya no podría tolerar un minuto más, oyó el eco de sus pasos, que marchaban hasta la puerta y luego se alejaban. Desde afuera, escuchó sus voces, otra vez.
– Gracias, Karl.
– No es nada. Tú lo hiciste muchas veces para mí. No es nada.