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– ¿Cuándo hiciste todo esto? -preguntó Karl, contemplando el interior de la cabaña.

Anna se encogió de hombros, aunque floja, todavía, por la corrida.

– Las flores son… me gustan las flores en ese jarrón.

– Gracias.

– Y ese mantel, también.

– Gracias.

– Y las cortinas. Haces juego con las cortinas, Anna -dijo, sonriendo.

La muchacha también sonrió. Era curioso cómo pensaban lo mismo.

– Quedo un poco escondida entre las cortinas. Debes buscar para encontrarme.

– No lo creo, Anna -dijo-. Las cortinas y el mantel son de guinga pero tu vestido luce diferente.

“¡Malditas sean mis manos!”, pensó Anna, cuando se llevó una al cuello para alisarlo, sonriendo como una tonta colegiala.

– Ya estaba pensando en hacer un segundo viaje al pueblo para traer más guinga, si es que no quería verte en pantalones todo el invierno.

– ¿Me la trajiste para vestidos, entonces?

– Me desilusionó un poco al ver que la usabas toda para las cortinas.

– No toda.

Karl hizo un gesto con la taza, como el de un esgrimista que tocara la espada de su maestro con la punta de la suya. Anna levantó la tetera para volver a llenar el jarro.

– El vestido es hermoso, Anna.

El té se agitó dentro de la tetera, en camino hacia la taza.

– ¿De verdad? -preguntó, como si sólo ahora lo descubriera.

– Mucho más lindo que los pantalones.

Anna no pudo evitar fastidiarlo un poco.

– Sin embargo, yo me había acostumbrado a esos pantalones.

– Yo también.

– No bromees, Karl -dijo.

– ¿Yo, bromear? -preguntó.

– No sé. A mí me parece.

– Entonces, ¿no quieres que te haga más bromas?

“¡Oh, sí!”, clamaba su corazón, “como lo hacías antes.” Pero tuvo que decir:

– No esta noche. -Deseaba que Karl leyera el resto en sus ojos.

Karl asintió, en silencio.

– Tengo algunas cosas que hacer. Siéntate aquí y disfruta de tu té mientras yo…

Pero el resto no se oyó. Se levantó, incómoda, sabiendo que él observaría todos sus movimientos. Tomó la nueva sartén y la puso sobre la cocina. Sacó un bol y un batidor y rompió algunos huevos, golpeándolos contra el borde del recipiente.

– ¿Dónde conseguiste los huevos? -preguntó Karl.

– En lo de Katrene… cuando fuimos a pedirle ayuda a Erik por lo del oso. Pero los estaba reservando para esta noche.

Se quedó, otra vez, silencioso, observándola batir los huevos y agregarlos luego a los otros ingredientes secos que ya tenía preparados en otro bol. Anna incorporó la leche, sintiendo los ojos de Karl en la espalda. Cuando la mezcla estuvo lista, casi se equivoca y vuelca una porción en la sartén, sin engrasarla. Pero a último momento lo recordó, embadurnó la sartén y miró hacia atrás; se dio cuenta de que Karl observaba cada uno de sus movimientos. Se sentía ya el chisporroteo de la grasa cuando Anna, de pronto, se acordó del pote de mermelada de arándano, guardado en el sótano.

– ¡Oh, me olvidé de algo! ¡Vuelvo enseguida!

Salió corriendo de una manera nada elegante, dobló la esquina de la casa y se puso a luchar con la puerta del sótano. Bajó las escaleras, enredándose en las faldas y preocupada por temor a que se le quemara el panqueque sueco. Encontró el pote de mermelada y lo agarró; aseguró la puerta del sótano y voló a la casa, donde la recibió el olor a masa quemada. Olvidó tomar una agarradera y se quemó con el mango de la sartén, cuando la quiso retirar del fuego.

Karl había observado lo que ocurría, sin saber si debía levantarse y dar vuelta el panqueque o dejar que Anna lo hiciera a su manera. Le costó un gran esfuerzo quedarse allí y dejar que la masa se quemara.

Pero enseguida el ruido de la sartén llenó el silencio en la casa tranquila. Anna dejó caer la barbilla sobre el pecho, y Karl vio, desde atrás, cómo sus bucles pugnaban por escaparse de las trenzas en el hueco de la nuca. Notó que la muchacha levantaba un antebrazo para pasárselo por los ojos, y se dio cuenta de que estaba llorando.

Se levantó, tomó la sartén con la agarradera y arrojó el panqueque afuera. Volvió y dejó la sartén sobre la cocina; se paró detrás de Anna, tomó sus brazos y se los apretó con suavidad.

– Arruino todo lo que toco -se lamentó ella.

– No, Anna -dijo, alentándola-. No has arruinado las cortinas ni la mesa ni tu vestido, ¿no es así?

– Pero, mira esto. Katrene me enseñó cómo hacerlos, hice todo lo que me dijo, y todo resultó un desastre.

– Te preocupas demasiado, Anna. Te esfuerzas tanto, que las cosas te perturban. ¿Hay más masa para freír?

Anna asintió, apenada y tratando de no lloriquear.

– Entonces coloca un poco en la sartén y empieza de nuevo.

– ¿Para qué? Serán un desastre otra vez. Nada de lo que hago me sale bien.

Le dolía verla tan abatida. Si no lograba ayudarla a salir airosa de ese intento, que era tan vital para los dos, temía que ese hermoso comienzo que Anna había creado llevara sólo al fracaso. Tenía que lograr que sonriera un poco y tratara una vez más. Aunque Anna le había pedido que no le hiciera bromas esa noche, tenía que bromear de algún modo.

– Quizás el primero no era tal desastre, después de todo; Nanna se lo comió esta vez.

Anna miró hacia la puerta y allí estaba Nanna, con la cara feliz vuelta hacia ellos, triturando con sus dientes el panqueque quemado. Anna soltó una triste carcajada, se secó los ojos con el dorso de las muñecas, tomó el bol y volcó una porción de masa en la sartén, una vez más. Mientras tanto, Karl se sentó a la mesa.

Esta tanda resultó perfecta, pero Karl no lo supo hasta que Anna trajo el plato a la mesa.

– Me gustaría esperar a que se hagan tus panqueques, así los comemos juntos -dijo.

– Pero éstos están calientes.

– Puedes usar el horno de la nueva cocina para mantenerlos calientes mientras cocinas los tuyos.

– Muy bien, Karl. Si tú lo dices…

Su fracaso por no haber alcanzado la perfección comenzó a dolerle menos, cuando puso los panqueques en el horno y preparó los demás. Mientras lo hacía, oyó a Karl levantarse y ubicar dos velas prendidas, una a cada lado de las flores. Anna volvió con los dos platos. El Sol ya se había ocultado; las velas eran bien recibidas ahora que el crepúsculo se avecinaba.

– ¿Ves… qué fácil? -dijo Karl, con diplomacia, cuando Anna se sentó, otra vez, frente a él-. Ahora has hecho unos panqueques magníficos.

– Oh, Karl, no digas eso. El tonto más grande del mundo puede hacer panqueques.

– No eres la tonta más grande del mundo, Anna.

En ese momento, lamentó haberla llamado tonta el día que se pelearon; se daba cuenta ahora de cómo esas palabras hirientes habían acrecentado su sensación de ineptitud.

– Bueno, casi -dijo Anna, con la mirada clavada en su plato.

– No -insistió él-, ni siquiera casi. -Se miraron por un momento, antes de que Karl dijera-: ¿Es mermelada de arándano lo que tienes allí o no dejarás que me entere?

– ¡Oh! ¡Sí… claro! -Se la alcanzó-. Pero no la hice yo. La hizo Katrene y me la dio.

– Deja de disculparte, Anna -le ordenó con suavidad.

De la manera más natural, cubrió sus panqueques con el dulce de arándano y comenzó a comer, mirándola a través de la mesa, con el rostro tan tranquilo como el agua de la laguna. Nunca en su vida tuvo Karl que forzarse para comer, como en ese momento. Si fuera por él, podría entrar la cabra y comerse todos los panqueques, con el dulce y todo, directamente del plato; a él no le importaría en lo más mínimo. Pero por Anna, debía comerse esos panqueques y pedir más.

Anna comía con desgano; Karl era mejor actor que ella. Saltó, agradecida, para ir a freír más cuando su esposo se lo pidió. Cuando trajo la segunda tanda, la luz de la vela había creado un clima de intimidad y desconcierto, delineando cada gesto que les cruzaba el semblante mientras se miraban -casi todo el tiempo en silencio, ahora- a través de los panqueques y la mermelada, las tazas y el té de rosas, las margaritas y las lisimaquias, la guinga y el trébol perfumado.