Cuando terminó, Karl se inclinó hacia atrás y apoyó un brazo sobre el respaldo de su silla.
– Nunca me dijiste qué pensaste de mis regalos, Anna.
Esos ojos azules la estudiaban de una manera tal, que la muchacha sintió que sus piernas tenían, en ese momento, la consistencia de la mermelada de Katrene.
– Te agradecí la cocina, Karl, me encanta la cocina, lo sabes bien.
– No estoy hablando de la cocina.
– ¿La guinga?
– Sí. La guinga.
– La guinga… me encanta la guinga. Hace que el lugar parezca más alegre.
– Quise comprarte un sombrero con una cinta rosa, pero Morisette no tenía ninguno en esta época del año.
– ¿De verdad? -Estaba sorprendida, y la preocupación de Karl la había enternecido.
– De verdad. Y tuve que traerte el jabón, en cambio.
Anna se puso a estudiar el mantel y a raspar el borde con una uña.
– Me encanta el jabón, Karl. Es… es algo tan especial…
– Me dio trabajo sacar esas palabras de tu boca.
– Me dio trabajo lograr que me lo compraras -dijo Anna con dulzura, y pensó en todas las palabras amargas que se dijeron ese día en que Karl salió corriendo, hecho una furia.
– La noche que lo traje a casa no pareció importarte.
– Lo estaba reservando.
– ¿Para esta noche?
– Sí. -Anna bajó los ojos.
– ¿Como los huevos para los panqueques?
La muchacha no contestó.
– ¿Cuánto tiempo estuviste planeando lo de esta noche? Anna sólo se encogió de hombros- ¿Cuánto tiempo? -repitió.
Los ojos llenos de lágrimas resplandecieron por un instante a la luz de las velas, mientras ella lo miraba suplicante.
– Oh, Karl, viniste a casa aquella noche y de lo único que hablaste fue de Kerstin.
– Y tal vez hable de Kerstin a menudo. Es nuestra amiga, Anna. ¿Puedes entender eso? Me hizo ver las cosas más claras, me hizo hablar acerca de cosas que sólo un verdadero amigo puede hacerte ver.
Anna apoyó la frente en las manos y trató de contener las lágrimas.
– No quiero hablar de Kerstin -dijo, cansada.
– Pero para hablar de nosotros, debo hablar de Kerstin.
– ¿Por qué, Karl? -Lo miró, una vez más, directo a la cara- ¿Porque es ella la que está entre nosotros? ¿Porque es a ella a la que quieres?
– ¿Es eso lo que piensas, Anna?
– Bueno, ¿qué se supone que piense cuando, desde que ella vino, podrías haber tenido todo al alcance de tu mano, si hubieras esperado sólo unas pocas semanas más antes de traerme aquí para casarme contigo?
– Esas son tus palabras, Anna, no las mías.
– Bueno, son la verdad -insistió, caprichosa-. ¿Crees que no me doy cuenta de cómo te sientes cuando estás en casa de los Johanson? Se nota, Karl. Se te ve… feliz, sonríes, hablas sueco, comes panqueques suecos ¡como si estuvieras de regreso en Skane!
Karl se inclinó hacia adelante, apoyó los brazos sobre el borde de la mesa, y la miró profundamente a los ojos.
– Escúchame, Anna, y escúchate a ti misma. Hace un momento dijiste en casa de los Johanson. Eso es lo que Kerstin me hizo ver. Es la casa de los Johanson lo que me hace sentir feliz. Sí, soy feliz allí, pero eso no tiene que ver sólo con Kerstin, tiene que ver con todos los Johanson. Pero ella me hizo ver cómo esto te afectaba a ti. Por eso debo hablar de Kerstin.
Anna estaba sentada frente a Karl, con los delgados hombros echados hacia adelante, mientras sujetaba las manos apretadas entre las rodillas.
– Karl -dijo en tono de queja-, nunca podré ser Kerstin, ni aunque lo intentara más de mil veces.
Se le partió el corazón al pensar que la había hecho sentir tan insegura. Pero, al mismo tiempo, lo enterneció el ver que Anna, llevada por su amor y por su afán de hacerse querer, había llegado hasta el punto de tratar de convertirse en lo que ella pensaba que Karl quería.
– Anna, Anna -dijo, profundamente emocionado-, no quiero que lo seas.
De pronto, se sintió confusa.
– Pero tú dijiste…
– Dije muchas cosas que hubiera sido mejor no haber dicho, Anna.
– Pero Karl, ella es todo lo querías para ti, todo eso que yo fingí ser… y ¡mucho más! Tiene veinticuatro años, y sabe cocinar y llevar una casa y cuidar un jardín y hablar en sueco y…
– ¿Y usar trenzas? -terminó Karl, sonriendo y echándole una breve mirada al pelo de Anna.
– ¡Sí! -dijo Anna con amargura-. Y usar trenzas.
– ¿Entonces pensaste que tratarías de ser como ella y no resultó?
– ¡Sí! ¡Ya no sabía qué más hacer!
Su voz denotaba la más profunda infelicidad. Karl estaba tan atractivo, sentado allí, al resplandor de la vela, hablando tan bien. Cada vez que se encontraba con esos ojos azules, quería cruzar la mesa volando para ir a besarlo. En cambio, se quedó mirándose la falda, apretando las manos entre los pliegues de la guinga rosada, para evitar que se le escaparan hacia Karl.
– ¿No pensaste, Anna, que tal vez era yo el que debía cambiar, y no tú? -preguntó con voz acariciadora.
– ¿Tú? -Levantó la cabeza bruscamente y se rió con ironía-. Pero si tú eres perfecto. Cualquier mujer sería una tonta en pretender que tú cambiaras. No hay una sola cosa en este mundo que no sepas o no trates de hacer, que no intentes aprender. Eres tolerante, y tienes… tienes sentido del humor y te importan tanto las cosas y eres honesto y… no he visto, todavía, que algo te doblegue. No he descubierto nada que no sepas hacer.
– Salvo perdonar, Anna -admitió antes de que la habitación en penumbras quedara silenciosa.
Perturbada, Anna tomó la taza, que estaba vacía. Pero Karl le aprisionó la mano por un momento; ella la retiró y la apretó entre las rodillas.
– Hasta eso, Karl -dijo-. No hubieras tenido que hacerlo, de haber esperado a Kerstin, estoy segura.
– Pero no estaba esperando a Kerstin. Ése es el punto. Te tenía a ti y no fui capaz de olvidar esa única cosa que no podías cambiar, y tratar de perdonarte. Me aferré con obstinación a mi tonto orgullo sueco durante todas estas semanas. Fui incapaz de ver que, hasta que no te perdonara esa sola cosa, no podrías sentirte orgullosa de nada de lo que hicieras.
– Karl, no puedo cambiar lo que hice.
Esos ojos luminosos lo miraron, suplicantes, y él sabía que su esposa no debería sentirse así.
– Lo sé, Anna. Es algo que Kerstin me hizo ver. Me hizo ver que hacía mal en guardarte rencor por eso.
– ¿Hablaste… hablaste de esto con Kerstin, también? -preguntó, pasmada.
– No, Anna, no -le aseguró Karl-. Hablamos sobre otras cosas. Sobre el pastel de frutas y sobre una chica irlandesa que quiere usar trenzas suecas. Me hizo ver que estabas tratando de compensarme por cosas que no lo merecían, que estabas tratando de ser otras cosas que no necesitas ser. Me hizo ver que te estabas esforzando tanto por complacerme, que tratabas de ser sueca por mí.
Karl se levantó de la silla y se inclinó frente a Anna, apoyado sobre una rodilla.
– Anna -dijo, poniendo ambas manos sobre las rodillas de su esposa-, Anna, mírame.
Viendo que ella no hacía ningún movimiento, le puso un dedo debajo del mentón y se lo levantó. Penetró con la mirada esos grandes ojos castaños, donde gotitas brillantes pugnaban por asomar.
– Hoy has hecho todo esto por complacerme. Las hermosas cortinas de guinga, las flores y este vestido. -Levantó la mano hasta el cuello de la prenda y lo tomó entre los dedos. Elevó los ojos hasta su pelo, y un tono infinitamente tierno tiñó su voz-: Y estas terribles trenzas que no te sientan para nada porque tienes un magnífico pelo del color del whisky, que se obstina en rizarse a su antojo y opta por volar libremente, como debería ser. Todo esto lo haces para ganar aquello que era tuyo por derecho, desde siempre. Sólo que yo era muy terco para dártelo. ¿Sabes qué es eso, Anna?