– Fui hombre, primero; después, sacerdote.
Karl lo miró ahora directo a los ojos, sin reír.
– Entonces debo admitir que me gusta su apariencia. Tal vez demasiado. Puede que no use tanto la razón cuando juzgue sus otras mentiras.
– Cuéntame -dijo el sacerdote, simplemente, y volvió a sentarse.
– Es sólo una niña. Yo esperaba toda una mujer de veinticinco años. Pero Anna me mintió; tiene diecisiete.
– ¿Pero acaso no vino aquí a casarse contigo por propia decisión?
– No, exactamente. Creo que ella y el niño estaban desamparados y yo era su último recurso. Sí, Anna vino para casarse pero pienso que eligió el menor de los males.
– ¿Te lo dijo ella?
– No tan así. Me rogó que no los mandara de vuelta pero, mientras me lo pedía, noté lo joven que es y lo asustada que está. No creo que se dé cuenta de lo que implica ser una esposa.
– Karl, te estás agregando una preocupación innecesaria. ¿Por qué no dejas que ella juzgue si es lo suficientemente madura para casarse?
– Pero diecisiete años, padre… Admitió que sabe muy poco del manejo de la casa y de cocina. Tendría tanto para enseñarle, también.
– Sería un desafío, Karl, pero podría ser divertido con una chica entusiasta.
– También podría ser un error con una chica entusiasta.
– Karl, ¿te pusiste a pensar por qué mintió? Si ella y el muchacho recurrieron a ti como su última esperanza, ya veo por qué sintió la necesidad de mentir para llegar aquí. Aunque yo no apruebo para nada las mentiras, Karl, creo que tal vez sean perdonables de acuerdo con las circunstancias. Creo que debes preguntarte a ti mismo si Anna no es en el fondo una mujer honesta forzada a mentir por las circunstancias. Quizá, Karl, la estés juzgando demasiado severamente, pues piensas sólo en ti.
– Me hace usted ver que hay mucho para considerar, amigo -dijo Karl mientras se incorporaba y estiraba todo su cuerpo-. Desde que era chico, me enseñaron lo que está bien y lo que está mal y me advirtieron que la senda es estrecha. Nunca antes tuve que considerar las circunstancias que podrían atenuar una falta. Creo que hoy usted me ayudó a ver las cosas desde otro ángulo. Trataré de hacerlo.
Hizo una pausa y miró hacia la puerta.
– Anna y el niño ya deben de haberse preparado para descansar. Yo haré lo mismo y seguiré pensando.
– Que duermas bien, Karl -deseó el sacerdote.
Karl limpió su pipa y dijo, pensativo:
– ¿Sabe, padre? Anna me aseguró que no había más mentiras y me hizo la promesa de no volver a mentir. Esa promesa ya es algo.
El padre Pierrot sonrió, apoyó una mano en el hombro de Karl Lindstrom y comprendió por qué un hombre de su naturaleza podría sentirse atormentado por la incertidumbre en un momento como éste. La mayoría de los hombres, después de haber vivido dos años en la frontera, no se detendrían a pensar más que en su propia necesidad de una mujer, dentro o fuera de la cama. Pero Karl era un hombre de raras cualidades, de rara honestidad. Anna Reardon sería una mujer afortunada si se casara con un hombre así.
El aula estaba oscura, seca y llena de polvo. Karl encontró su jergón y se acostó de espaldas, con las manos detrás de la cabeza. Pensó en todo lo que el padre Pierrot le había dicho y, por primera vez sin culpa, intentó considerar a Anna como una mujer. Pero no pudo; se encontró pensando en ella como una niña, en cambio. Era alta pero el ser tan delgada le daba un aire inmaduro casi infantil. Por momentos, su cándido temor le hizo pensar en una joven inexperta que tal vez ni siquiera supiera cuáles eran los deberes del lecho conyugal. En cierta medida, esto lo complacía pero también lo asustaba. Una cosa era llevar a la cama a una mujer de veinticinco años que sabía qué esperar. Otra cosa, totalmente distinta, era tener en la cama a una muchacha de diecisiete cuyos ojos brillantes y oscuros quizá lo miraran aterrados al enterarse de lo que se esperaba de ella. Parecía tan frágil, que sus huesitos tal vez se rompieran cuando intentara abrazarla contra su pecho. De sólo pensarlo, sintió un cosquilleo excitante en el vello del pecho.
Se pasó la mano por la camisa deslizándola a lo ancho del pecho. Era un pecho amplio. Tenía los brazos gruesos y musculosos por haber usado el hacha toda su vida. Los muslos eran largos y macizos desde la rodilla hasta las caderas. Tenía el cuerpo grande y musculoso de su padre. Hasta ahora, siempre había dado por sentado lo que las mujeres pensaban de él cuando lo miraban.
Ahora, al pensar en Anna, se le ocurrió por primera vez que para una muchacha quizá su tamaño fuera atemorizante. Tal vez a ella no le gustara. Se dio cuenta, de pronto, de que esa noche se había preocupado con egoísmo sólo por lo que él, Karl, pensaba de ella, Anna. ¿No tendría acaso que haberle dedicado el mismo tiempo a preguntarse qué pensaba ella de él? Claro, le había rogado que no los mandara de vuelta. ¿Sería sólo por temor? Sin dinero y asustada, ¿qué otra cosa podría hacer una joven, si amenazaban con abandonarla en medio del desierto?
Volvió a pensar en su casa de adobe, en la cama que había preparado para ella con la mejor de las intenciones. Trató de imaginarse qué pensaría cuando viera el manojo de trébol oloroso. La incertidumbre hizo que el corazón le latiera con más fuerza. Tal vez había sido una estupidez preparar la cama de manera tan obvia, como si lo único en su mente todos estos meses hubiera sido acostarse con ella. Vería el colchón lleno y mullido, las almohadas recién armadas, el trébol para darle la bienvenida, y se escaparía asustada como un tonto potrillo ante un conejo, sin saber que el conejo no puede ni desea hacerle daño alguno.
“Anna, ¿qué debería hacer contigo? ¿Cómo podría mandarte de vuelta? ¿Cómo pedirte que te quedes? En este caso, ¡cuánto camino para recorrer juntos, cuánto para aprender el uno del otro!”
Despertó por la mañana cuando el sol no era más que una promesa. Era la hora en la que el día no se decide todavía a desplazar a la noche. Una luz pálida entró, furtivamente, a la habitación, sin la fuerza suficiente como para disipar las sombras que caían pesadamente sobre Anna, mientras dormía sobre un costado, frente a Karl. Anna tenía un brazo recogido detrás de la oreja y el mentón apretado sobre su pecho, como el de un niño. La expresión en su rostro era de tal inocencia, que otra vez Karl se preguntó si estaba haciendo lo correcto.
Pero su mente estaba despejada. Había pensado mucho acerca de lo adecuado para los dos; el corazón le decía que juntos, Anna y su hermano y él, podrían lograr que todo funcionara. El casamiento debería hacerles olvidar ese infortunado comienzo. Demandaría paciencia de su parte, y coraje, de parte de ella. Si él estaba dispuesto a perdonar, ella debería actuar con humildad. Cada uno de ellos, estaba seguro, tendría que tener el valor que al otro le faltara porque ésa era la base del matrimonio.
Anna había demostrado hasta ese momento la clase de fortaleza de la que muchas mujeres carecían. El hecho de llegar hasta aquí, afrontándolo todo, con el muchacho por el que era responsable, significaba que tenía determinación. Semejante cualidad era incalculable en ese lugar.
Karl se incorporó sobre el jergón, con la ropa puesta, y se arrodilló al lado de Anna. Nunca antes había despertado a una mujer dormida, salvo a su hermana y a su madre, y se preguntó si sería un gesto demasiado íntimo tocarle el brazo y sacudirlo con suavidad. El brazo, largo y delgado, estaba laxo sobre la piel de búfalo. Pudo distinguir algunas pálidas pecas en el dorso de su mano. A pesar de la tenue luz, notó más pecas danzando sobre el puente de su nariz y por las mejillas. Dormía como un niño, sin saber que la estaba observando, y Karl pensó que, de alguna manera, eso era algo injusto de su parte.
– ¿Anna? -susurró, y vio que sus párpados se movían como si estuviera soñando-. ¿Anna?
Ella abrió los ojos de golpe. En el instante en que se despertó, volvieron a adoptar la expresión de cautela que ya le era familiar a Karl. Lo miró fijo un momento tratando de recobrar sus sentidos. Karl descubrió en su expresión el instante mismo en que el recuerdo afloró y se dio cuenta de quién era ella y de quién era él.