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Y entonces llamó otra vez: «¡Abraham!»

Detrás de ella, las amenazas de la gente subían de tono, imprimiéndole una sensación de urgencia. Entrecerró los ojos, porque le empezaban a lagrimear, y por fin, claramente, vio una figura que se acercaba, cobrando forma, entre la neblina.

Pero no era Abraham.

Susana negó con la cabeza, intentando hacer bajar el nudo que se le había formado en la garganta.

Era un espectro, avanzando hacia ella con una pronunciada cojera. Su tez era lívida y la mejilla derecha había desaparecido, enseñando la hilera de dientes. Sus brazos alargados se retorcían como raíces que buscan algo a lo que aferrarse.

– ¡Susi! -gritó José.

– ¡ABRAHAM! -llamó Susana, esta vez con toda la intensidad que pudo.

El sonido de su voz hizo que el espectro se estremeciese, como si hubiera entrado en un nuevo nivel de alerta; su boca se abrió con un crujido.

Un par de figuras se materializaron a pocos metros, pero ninguna de ellas era tampoco Abraham.

José la agarró del brazo. La gente gritaba. Alguien intentó pasar por el lado de José para empujar la hoja de la puerta, pero éste lo rechazó con un fuerte empellón, lanzándolo contra el suelo. Incluso en un momento tan frenético como aquél, José tuvo tiempo de sentir los huesos de su tórax debajo de su mano, como si acabase de empujar a un esqueleto.

Por fin, tiró del brazo de Susana hacia dentro y se las arregló para cerrar la puerta con la otra mano. Ella se quedó mirando la superficie oscura, surcada por la sutil filigrana de la madera, como si estuviera observando un complicado jeroglífico que no acababa de entender. Por fin, con un movimiento rápido, plantó la mano extendida sobre la hoja, anegada en sentimientos contradictorios. Eran unos centímetros de madera, sólo unos centímetros, pero Abraham había muerto por culpa de algo tan insignificante.

Se volvió rápidamente, con las mejillas encendidas y una expresión de rabia coronada por dos hileras de dientes expuestos. Sin embargo, no dijo nada. En su interior, se debatía entre la impotencia que experimentaba y una reflexión íntima sobre las circunstancias. Miraba a aquella gente, psicológica y físicamente maltratada, y en justicia se dijo que no serviría de nada reprocharles lo que habían hecho. Sus ropas eran apenas unos harapos, sucios y malolientes, y Dios sabía cuándo había sido la última vez que habían hecho una comida decente. En cierto modo, no tuvo que hacer un esfuerzo demasiado grande para comprender que sólo se aferraban a la vida con uñas y dientes, y si para eso era necesario dejar a algunos de ellos fuera en un momento de necesidad, entonces así sería.

Tras esas reflexiones, suspiró largamente, intentando apartar su enfado. Mientras lo hacía, deslizó la cinta de la mochila por su brazo y se la quitó de la espalda. Luego la abrió, y todavía sin decir nada, vació su contenido en el suelo.

Las barras energéticas y los tubos de complejos vitamínicos cayeron al suelo, desparramándose en una pequeña montaña. Los botes de plástico salieron rodando en todas direcciones. Al mismo tiempo, se produjo un intenso silencio entre la gente que se había congregado y que había estado discutiendo en voz baja todo el incidente de la puerta. La mayoría había estado mirándoles con expresiones bastante hoscas, de manifiesto reproche, y mientras Susana estuvo haciendo ejercicio de reflexión, José había escuchado comentarios como: «Es culpa de ellos», «No debimos aceptarles» o «Ellos han traído a los muertos».

Pero ahora miraban los envases brillantes con ojos llenos de sorpresa. Alguien recogió una de las chocolatinas del suelo y la levantó delante de sus ojos. La infografía del chocolate hizo que salivase al instante, y tuvo que pasar la vista por la frase 40% hidratos de carbono, 30% proteínas, 30% grasas varias veces para terminar de comprenderla. Entonces rasgó el plástico y el aroma dulce y penetrante del chocolate le asaltó de inmediato.

Para los demás, aquello fue un pistoletazo de salida. En medio de una explosión de exclamaciones de júbilo, se lanzaron al suelo a la caza de sus tesoros. Parecían niños en una fiesta de cumpleaños a la hora de la piñata: un revoltijo de brazos y cuerpos agazapados, disputándose las chucherías. Pero casi al instante, la escena se volvió mucho más dramática. José vio galleta pisoteada, deshecha en un millar de pequeños trozos que alguien recogía con ambas manos, como si fueran las primeras pepitas de oro extraídas de un río en el que hubiese estado trabajando durante años; vio a alguien asestarle un brutal codazo a otro para arrebatarle su bote de píldoras, y vio a gente lanzándose sobre la cabeza de otros para intentar pillar cacho.

José miró a Susana con ojos perplejos, y ésta no pudo sostener su mirada mucho tiempo. Ahora se arrepentía de lo que había hecho. Había querido decirles que todo aquello lo habían traído pensando en ellos, que podían haberlo guardado pero que semejante cosa no se les había pasado siquiera por la cabeza. Y lo habían hecho arriesgando su vida. Ahora, viendo las píldoras escapar por el suelo como las canicas de un juego de niños, se avergonzaba de haber provocado aquel despilfarro inúticlass="underline" no había comprendido todavía la situación de extrema carestía que aquella gente sufría desde hacía meses, aunque ella misma llevaba varios días tomando agua caliente para comer.

– ¡Basta! -gritaba, pero su voz se diluía en el estrépito sin que fuera escuchada.

Entonces no lo soportó más, y como pudo, pasó por entre el tropel de gente que empezaba a enzarzarse en disputas bastante serias para escapar a la sala contigua.

El jaleo de la entrada oeste se había extendido por todo el Parador y el rumor de que había comida corría de boca en boca. La gente se desplazaba hacia allí con visible ansiedad, y una vez más, José no pudo evitar compararlos con los caminantes. Se sentía, además, como si acabara de robar las más codiciadas mercancías, llevando a sus espaldas una segunda mochila llena de píldoras y barritas energéticas. Pensaba que, en cualquier momento, alguien le señalaría con el dedo y se abalanzarían sobre él. Sobre todo le preocupa el otro contenido. Allí dentro, empacadas en el fondo, estaban las medicinas que Jukkar precisaba. Si después de todo el esfuerzo éstas se malograban, probablemente perdería la cabeza.

Por fin llegaron donde estaba Jukkar. Sombra seguía a su lado, tomándole la temperatura de vez en cuando; apoyaba la mano en su frente y hacía un gesto de disgusto. Pero ahora estaban otra vez prácticamente solos: casi todo el mundo se había desplazado al interior, atraídos por el bullicio. Los que quedaban vigilaban las puertas con una sombra lúgubre cruzando sus miradas atemorizadas, y la hoja de madera reverberaba cuando era golpeada por los muertos que acechaban fuera.

– Jesús… -susurró José.

– ¡Hostia! -exclamó Sombra al reparar en ellos-. ¿Dónde estabais? Creía que os habíais… bueno…

José asintió.

– Casi. Pero somos bastante tercos con esto de sobrevivir -metió la mano en la mochila y extrajo los medicamentos, con cuidado de no revelar todas las otras cosas que llevaba.

No tenía, por cierto, ninguna intención de quedarse con nada de todo aquello, pero desde luego no iba a permitir que se repitiera una situación como la que había vivido. Llegado el momento, lo distribuirían tan equitativamente como fuera posible.

Sombra miró los envases que José le ofrecía con cierta perplejidad. Los cogió con sus manos y empezó a revisarlos.

– ¿Dobutamina Baxter… Amoxil, Ampicilina?, ¿qué cojones es esto?

– Todas las medicinas que nos dijisteis -dijo José.