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– Pero de dónde…

El señor Román, que había estado mirando toda la escena desde su posición cercana a la puerta, se acercó.

– ¿Qué es todo eso? -preguntó.

José le pasó uno de los envases.

– Espero que sea suficiente… -apuntó José.

Después de unos instantes, el señor Román levantó la vista de la etiqueta y miró a José con una expresión que él no pudo interpretar.

– Por los clavos de Cristo -exclamó, con voz un poco engolada-. Vaya si sirven.

– ¿Le ayudará a administrarle estas cosas?

– Desde luego. Se pondrá bien, casi seguro.

José asintió, aliviado.

El señor Román empezó a preguntar algo, pero Susana estaba ya en otra cosa. Miraba la puerta con el ceño fruncido, escuchando los golpes asíncronos y retumbantes. La hoja se sacudía con cada envite, la plancha metálica de las bisagras se estremecía, amenazando con ceder.

– José… -llamó.

Pero José estaba distraído escuchando las sugerencias de Román y no la escuchó.

– ¡JOSÉ!

– Dime… -dijo éste, alertado.

– La puerta…

Su compañero miró, y comprendió rápidamente a qué se refería. La madera crujía: BUM, BUM, BUM, el pomo vibraba y los tornillos se sacudían en sus orificios, girando lentamente hacia uno u otro lado.

Están cediendo, pensó José, toda la maldita cosa se está viniendo abajo.

– No aguantará -concluyó.

– Tenemos que traer algunos muebles -dijo Susana.

– Algo pesado.

– Tablones. Podemos clavarlos. Hasta que se olviden de nosotros…

José miró alrededor. El señor Román estaba abriendo los medicamentos y cargando las jeringuillas desechables con sueros que necesitaba aplicar. Cerca, dos hombres les miraban con expresiones neutras, como si sus mentes estuvieran desconectadas, y al recorrer la habitación con la mirada encontró más de lo mismo.

– Creo que iré a buscar a Moses. Él nos ayudará.

Susana asintió.

José se dirigió hacia el rincón donde se habían instalado, pero ya desde lejos, pudo ver que estaba vacío.

De pronto, una intensa sensación de desmayo creció en su interior, similar a una arritmia penetrante.

No están. No hay nadie en sus camas.

Buscó con la mirada en la sala, ahora medio vacía, pero no los vio por ninguna parte.

No estaban en la sala por donde entramos. No. Pero entonces negó con la cabeza, desechando la idea que se empeñaba en abrirse paso y reflotar como una deposición pestilente en el poso oscuro de su mente. No quería saber que estaba ahí. No quería haberla concebido, pero persistía.

Se acercó a una de las mujeres que ocupaban los camastros más cercanos.

– Señora… los niños que estaban aquí…

– ¡Los niños! -contestó, con un hilo de voz-. Sí, los niños…

– ¿Los ha visto?

– Sí, los he visto…

– ¿Dónde están? -preguntó, algo más aliviado.

– Sí, ¿dónde están los niños? -dijo, temerosa. Ahora miraba alrededor, visiblemente consternada.

José iba a añadir algo, pero se dio cuenta de que sería inútil. Preguntó a algunas personas más, pero nadie parecía saber dónde estaban sus amigos. Alguien recordaba haberlos visto fuera. Preguntó cuándo estuvieron fuera, y le explicaron que los soldados los habían hecho salir a todos, que buscaban algo. Luego se quedaron fuera, sin saber qué hacer, hasta que comenzaron las explosiones y los disparos. Entonces alguien había chillado y todo el mundo había empezado a correr hacia el interior del edificio porque los zombis venían caminando por la calle Real. Luego… luego cerraron las puertas (alguien, nadie sabía quién) y ya no sabían nada más.

– Pero ¿quedaba gente fuera cuando las cerraron?

Las miradas silenciosas le dieron la respuesta.

Cada vez más asustado y furioso a un mismo tiempo, José empezó a trotar por el recinto. Allá por donde iba, gritaba el nombre de Moses y el de Isabel. Ya a la carrera, recorrió las distintas habitaciones, cruzó el hermoso patio interior, las cocinas, los cuartos de baño (un execrable compendio de inmundicias que hacía tiempo que nadie usaba y mucho más que nadie limpiaba) y todos los otros lugares, y cuando se encontró sin saber qué dirección tomar a continuación porque todas le parecían conocidas, se derrumbó.

Llegó donde estaba Susana con ojos llorosos, la mandíbula inferior temblando visiblemente y los puños apretados. Los tendones del cuello agarrotados parecían los mástiles de un navío de guerra.

– Moses… Isabel… -dijo-. Los han dejado fuera.

Y Susana, que tardó todavía un par de segundos en entender lo que quería decir, se quedó súbitamente muda por la conmoción de lo que eso representaba. En su mente se cruzaron imágenes de muertos ensangrentados y letales nubes venenosas, y algo en su interior se desactivó con un sonoro clic. Mientras en su mente se abría un abismo cuya profundidad parecía crecer cada segundo, un grito empezó a germinar en su garganta, vibrante y poderoso. Y cuando lo liberó, no quedó nadie en el antiguo convento que no se sintiera sobrecogido.

Llegaban ya a la altura del edificio que albergaba el Patio de los Leones cuando vieron el humo evolucionar en el aire. Oscurecido por la noche y tintado de un color azulado por efecto de la luna, parecía una especie de demonio iracundo, conjurado por artes arcanas.

Alba dejó escapar un pequeño chillido.

– ¿Qué… qué es eso? -preguntó Isabel.

Moses no contestó inmediatamente. Pensaba en Aranda, que debía estar en alguna parte de aquel lugar. No sabía qué había pasado, pero sí pensaba que la base Orestes se estaba yendo al infierno rápidamente.

– Gas… -contestó, sombrío-, o humo. Humo envenenado…

– ¡Por Dios, Mo!

– Lo siento. Será mejor que entremos… ¡Ya!

Se decidieron por un pequeño edificio en forma de «ele» ubicado al norte. Un pequeño corredor elevado rodeado de arbustos conducía a una puerta sencilla. Moses no tenía la corpulencia de Dozer, pero su complexión era todavía fuerte para la media de los hombres. Le costó tres intentos, pero logró hacer saltar la sencilla cerradura.

Dentro estaba oscuro, y al probar a cerrar la puerta, descubrieron que la oscuridad era entonces absoluta. Moses apiló una silla sobre un viejo escritorio para encaramarse en ella y acceder a los dos únicos ventanucos que tenía la estancia, ubicados casi a la altura del techo. Afortunadamente tenían cristales, así que sólo tuvo que retirar los batientes para que la luz se desparramara por la habitación.

– Mejor… -dijo Isabel.

Miró alrededor, sintiéndose inquieta. Olía a cerrado y a polvo, tanto que casi parecía que podría masticarse. Pero estaba seco, la temperatura era mucho más agradable que al raso, y los sonidos de los disparos y los zombis parecían quedar un poco más lejos. También ella pensaba que se trataba sólo de resistir un tiempo, hasta que los militares recuperaran el control de la base. No sabía lo que había ocurrido, pero confiaba en que aún pudiera arreglarse.

Mientras tanto, Moses había empujado el escritorio para bloquear la puerta. Era bastante pesado; no sabía si aguantaría un envite serio de esas cosas, pero la clave estaba en no hacer ruido. Si no se enteraban de que estaban allí, estarían a salvo.

Acomodaron a los niños sobre unos cartones para que no estuvieran en contacto con el frío del suelo, y dieron gracias por la ocurrencia de sacarlos con unas mantas. Ahora al menos podrían mantenerlos calientes mientras esperaban.

– ¿Estáis bien? -preguntó Isabel.

– S-sí -contestó Alba.