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Cosas estúpidas. Feas y estúpidas. Ja, ja, ja.

Cerró los ojos, dejando que el aire caliente le acariciara las mejillas. Si el humo estaba contento con él, suponía que Zacarías también lo estaría, y eso era todo lo que necesitaba saber. Cuando las cosas se calmasen, regresaría a la base y estaría otra vez a su lado. Y eso sería bueno.

Entonces escuchó un ruido a su espalda.

Jimmy se volvió instintivamente.

Allí, erguida cuan alta era, había una de esas cosas feas. Y vaya si era fea: le faltaba la mandíbula inferior, y su lengua colgaba flácida, recorrida por venas negras e hinchadas. Sus ojos eran un espanto blanco, y su cabello blanco y lacio recubría parcialmente su frente de un color ceniciento.

La cosa sostenía su fusil entre las manos.

Jimmy contuvo un acceso de risa. Los muertos no sabían pulsar ni un botón rojo, gordo y brillante, con un cartel encima que dijera: «PULSE EL BOTÓN», ¿cómo pretendía usar un rifle? ¡Y le llamaban tonto a él! Luego se enfurruñó, arrugando la frente. Ciertamente debía tener más cuidado… no le había escuchado acercarse; había sido descuidado, y la cosa podía haberle empujado hasta abajo si no hubiera decidido trastear con su arma. Debía de haber subido utilizando las escaleras de piedra, que daban quiebros y se retorcían por el interior de la torre hasta la parte superior, siguiendo el camino por pura inercia.

Tanto daba. Sólo era uno. Cuando eran muchos representaban un serio peligro, a juzgar por lo que les había visto hacer en el pasado, pero éste era además delgado como un espantapájaros ligero de paja; estaba seguro de que podría quitarle el rifle y reducirlo. Decidió que lo tiraría hasta el patio de abajo, por encima de las almenas. Ja, ja, ja.

Entonces la cosa le apuntó, y Jimmy palideció al instante. El rifle hizo clic, pero no descargó ningún proyectil. La lengua se movió nerviosamente de un lado a otro, como la cola de un perrito faldero, y Jimmy dejó escapar una sonora carcajada.

Sin embargo, la cosa miraba ahora el rifle como si estuviera estudiándolo, lo que le pareció aún más divertido. Y después accionó el seguro correctamente, que se deslizó a un lado con suavidad.

– ¡Uuuuuooooh! -exclamó Jimmy, impresionado, a modo de celebración. Solamente cuando la cosa volvió a apuntarle se dio cuenta de lo que estaba pasando-. Eh… -exclamó, aunque tenía la garganta cerrada y sonó como un graznido, grave y disonante.

La cosa accionó el gatillo, y el proyectil voló por el aire, acompañado de un estruendo explosivo. Le atravesó el tórax, unos centímetros por encima del ombligo, y salió por la espalda, espurreando sangre, trozos de hueso y vísceras. Fue como si hubiera recibido un mazazo, y trastabilló hacia atrás, hasta acabar deteniéndose justo en el borde del abismo.

Jimmy no podía creer lo que acababa de pasar. No pensaba en lo que esa herida representaba: la posibilidad de la muerte era un concepto que se le escapaba, y el dolor todavía no había hecho acto de aparición: su sistema nervioso aún se encontraba en estado de shock. Pero le sorprendía que una de las cosas estúpidas hubiera sabido accionar el seguro de su fusil. Más que sorprenderle, le enfurecía, porque de una forma íntima y no reconocida conscientemente, le satisfacía sentirse superior intelectualmente. Cosa curiosa, porque al hacerlo, volcaba sobre ellos el mismo desprecio que él había sufrido.

Para cuando ese sentimiento empezó a abrirse paso de manera consciente, la cosa disparó de nuevo, liberando tres proyectiles en ráfaga. Jimmy se sacudió como un alocado muñeco de trapo en manos de un titiritero empapado en alcohol. Surgieron latigazos de carne y sangre en el pecho; y en el cuello, la tráquea se hundió formando un pozo oscuro y deforme salpicado de líquido sinovial. Después, se sostuvo prácticamente sobre las puntas de los pies, desafiando la ley de la gravedad en un ángulo imposible al borde del torreón, hasta que, con las piernas estiradas, cayó hacia atrás. Tan sólo unos pocos segundos más tarde, caía sobre unos inadvertidos espectros que vagaban abajo. Su cuerpo, por entonces cadáver, los aplastó contra el suelo, quebrando sus huesos podridos y combando sus cuerpos por lugares insospechados. Y cuando su cabeza tocó el suelo, se desgajó en el acto como un fruto maduro. El padre Isidro bajó de nuevo las escaleras del torreón, trotando alegremente, pero sin el fusil. Sin duda era un aparato muy útil, pero sabía que su mejor baza era mezclarse otra vez con los muertos, pasar por uno de ellos, cosa que hizo inmediatamente. Así, se confundió con el tropel de espectros que llegaban, formando una serie de interminables hileras, a través de las puertas de la torre, y desde allí estudió la situación, observando con ojos escrutadores.

El monumental edificio que tenía enfrente estaba en llamas, y por todas partes se extendían el humo, el polvo y las cenizas. Sin embargo, los muertos avanzaban hacia el interior, indiferentes a todo. Golpeaban las ventanas, se arrastraban contra los muros, anhelantes de la carne que sentían dentro, y se escurrían poco a poco en dirección a la puerta de entrada. Él mismo oía las voces, gritando cosas ininteligibles; y ese clamor hizo que se estremeciera como el hambriento que experimenta un retortijón en el estómago al ver la comida ante sus ojos. ¿Serían ellos?, ¿los escurridizos impíos que conocía ya tan bien?

Espoleado por la excitación, el poderoso músculo de la lengua se retrajo, formando una especie de caracol casi púrpura.

En cuanto al acceso, la puerta era un embudo por el que los muertos se veían obligados a pasar en hileras de a dos. Una vez en el umbral, las balas descarnaban sus cuerpos, las cabezas se sacudían hacia atrás y caían unos sobre otros formando una pila espeluznante. Había tantos cadáveres apilados que habían conformado una especie de barricada sobrecogedora. Y lo que era aún más pavoroso: preñada de un sutil movimiento que la volvía cimbreante a la vista.

El padre Isidro, agazapado como un animal a punto de saltar entre la masa de espectros, dejó escapar una especie de gruñido. Tenía muy claro lo que tenía que hacer, y sin duda iba a disfrutar haciéndolo.

El interior del Palacio Real se consumía por las llamas. El fuego lamía los bellos ornamentos y se propagaba horizontalmente por los techos, arruinaba las puertas y las molduras de las paredes, los muebles, murales y alfombras. El calor, incluso a cierta distancia, era insoportable.

Romero, enfervorizado, gritaba órdenes a sus hombres, pero la confusión era absoluta: además de disparar contra los espectros que intentaban acceder por la puerta principal, tenían que ocuparse de controlar el incendio. En esa tarea habían agotado todos los extintores que pudieron encontrar, pero ni siquiera entonces fue suficiente. Para empezar, necesitaban acercarse bastante a las llamas, cosa que no resultaba fácil por los vapores tóxicos que flotaban en suspensión por todas partes. Afortunadamente para ellos, el viento soplaba con cierto ímpetu desde el oeste y la nube tóxica se desparramaba alejándose del palacio.

– ¡Cargador! -gritaba alguien en el patio circular.

– ¡Ráfagas cortas, joder, ráfagas cortas!

– ¡CARGADOR, COÑO!

Entonces, Romero se detuvo.

De pronto, tuvo una experiencia íntima de profunda comprensión, alimentada quizá por el exceso de adrenalina que corría por su sangre. El sonido que percibía por todas partes redujo su intensidad hasta quedarse plano, como si estuviera escuchando debajo del agua. Asomado a la balaustrada de piedra del segundo piso, la escena de caos que tenía delante se le mostraba como ralentizada. Los detalles más nimios saltaban a la vista; los casquillos salían de los fusiles como ingrávidas bailarinas de ballet, la sangre salpicaba como si una repentina ola de frío la hubiera congelado en el aire, y un soldado que iniciaba su huida, tropezaba con un compañero acuclillado y se precipitaba contra el suelo, más parecido a una escultura pétrea que a un cuerpo en caída libre.