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Juan reprimió sus pensamientos más inmediatos y contó hasta tres antes de contestar.

– Como quieras… -dijo-. Pero apunta ahí, por favor.

Barraca dirigió el haz de luz donde Aranda le señalaba, y allí descubrieron una pequeña oquedad en la parte baja de un parche de ladrillos. Era apenas un modesto agujero, no demasiado alto y algo más ancho, excavado en la tierra.

– Un agujero.

Juan se acercó. Dentro estaba oscuro y olía a tierra mojada, pero también a ese otro olor picante y desagradable por el que su cuerpo sentía tanto rechazo. Allí, el olor parecía incluso más fuerte.

– Parece un túnel… -dijo-. Y mira el suelo. -Había rastros de tierra, algunos de los cuales formaban la huella de una suela de bota-. Alguien ha estado trasteando en él hace poco.

– Olvídalo -contestó Barraca rápidamente, adivinando sus intenciones-. Jamás cabré por ahí.

– Pero yo sí -dijo Aranda suavemente.

– ¡No vas a meterte por ese agujero! -protestó Barraca.

– Al menos voy a mirar a dónde lleva.

Barraca no dijo nada durante unos instantes, estudiando el túnel con expresión de desagrado. Por fin, se acercó a él y se agachó como pudo para verlo de cerca.

– Este olor… -dijo-. Viene de aquí dentro.

– Sí… -confirmó Aranda. A él también le preocupaba.

– Es venenoso, ¿no lo hueles? Es algo químico, lo noto.

– Puede ser.

– Pero a lo mejor no lo hueles, ¿eh? -dijo, mordaz.

– Sí, sí… puedo olerlo… -explicó Aranda-. ¿Por qué crees que no?

– Qué más da -contestó, pero en su cara había aparecido una enigmática media sonrisa que a Aranda no le gustó demasiado.

Por fin, se tumbó en el suelo y empezó a arrastrarse al interior del túnel. Parecía prolongarse varios metros, hacia una oscuridad tan pura y absoluta que daba impresión mirarla.

– ¿Me dejas la linterna? -pidió entonces.

– ¿Qué? Ni de coña… ¿y si no vuelves? Bastantes problemas tendré ya si no vuelves aquí.

Aranda suspiró. Ni siquiera sabía por qué se le había ocurrido pedírselo. Pero no importaba. Necesitaba regresar con los suyos y saber si estaban bien. Zacarías había dicho que todo estaba lleno de zombis, y creía que, al menos, esa parte de la historia de los «alucinantes rescatadores» era cierta. De no ser así, sospechaba que habrían actuado ya, en un sentido o en otro. Así que empezó a arrastrarse por el hueco, empujándose con las piernas y con los brazos flexionados bajo el cuerpo.

La oscuridad ya era bastante mala: era como adentrarse en un nicho funerario, pero el polvo de tierra que se desprendía del techo a medida que avanzaba era aún peor. Continuamente tenía la sensación de que todo el túnel podía venirse abajo y sepultarlo.

También el olor era más fuerte. Ahora olía a humo, humo cálido y sofocante que hacía que respirase con inhalaciones cortas y espaciadas. En ocasiones, incapaz de soportarlo por más tiempo, abría la boca para inhalar una bocanada, pero entonces sentía los pulmones invadidos y tosía con violencia. En medio de uno de los ataques, un montón de tierra le cayó sobre el cabello y luchó por serenarse; probablemente, no era el lugar ideal para provocar ruidos fuertes, podía condenarse a sí mismo con un derrumbe.

Justo cuando empezaba a considerar la idea de desistir y regresar, un pequeño atisbo de luz empezó a inundar el extremo del túnel. ¡Era la luz de la luna, un camino hacia la salida! Empezó a mover los brazos para acelerar el movimiento, pero cuanto más se esforzaba, más difícil se hacía respirar.

Por fin, cuando estaba ya a apenas dos metros de la salida, tuvo que admitir la derrota. El pecho le ardía y el corazón se le había acelerado como un bólido de carreras. Ansiaba aire puro, y la bruma macilenta que se divisaba en el exterior no le invitaba a pensar que la cosa fuera a mejorar. Fuera lo que fuesen aquellos vapores, eran tóxicos; eran letales, y aunque alcanzase el exterior, no podría sobrevivir a ellos.

Entonces, presa del pánico, empezó a recular. Ahora se movía con toda la rapidez que podía, aguantando la respiración para no contaminarse. Los ojos estaban enrojecidos, el pelo lleno de tierra, y mantenía la boca abierta como si intentase dar bocanadas de aire donde apenas había. En un momento dado, no supo decir si estaba moviéndose o no, sólo era consciente de que sacudía los brazos con tanta fuerza que empezaba a sentir los antebrazos calientes y palpitantes. Luego cerró los ojos y creyó que se iba, que todo iba a acabar, hasta que algo tiró de él con fuerza.

Salió a encontrarse con una luz brillante que le inundaba los ojos como un sol. Instintivamente, alzó la mano para protegerse. Tenía el antebrazo raspado y sangrante; la tierra se apelmazaba en las heridas formando una costra de una textura rocosa.

– ¡Te lo dije! -gritó alguien. Era Barraca, que lo iluminaba con la linterna.

Aranda respiraba con dificultad, y aunque momentos antes ese mismo aire le había parecido viciado, ahora se le antojaba puro y exquisito comparado con los infernales vapores que acababa de respirar.

– ¿Qué había ahí dentro? -preguntó Barraca-, ¿eh, qué había?

Aranda alzó un dedo, solicitando unos instantes. Necesitaba recuperarse. Se incorporó hasta quedarse sentado, respirando fatigosamente, pero poco a poco recobraba el ritmo normal.

– Es… es una salida.

– ¿En serio? -preguntó Barraca, ceñudo.

– Sí. Pero hay algo… no sé qué es. No se puede respirar ahí fuera… Hay humo en el exterior.

– También te lo dije. ¡Deberíamos volver ahora mismo! Quién sabe de qué estamos contaminándonos en este mismo momento.

– Un segundo… ¡He dicho que es una salida!

– ¿Una salida, dices? Te he escuchado ahí dentro, parecía que ibas a partirte en dos con las toses. Me extraña que ese agujero de mierda no te haya sepultado. ¿Desde cuándo eso es una salida?

– Debe haber algún modo… -dijo Juan, mirando el túnel.

– Sí… ¡desde luego! -exclamó Barraca-. Para ti desde luego que lo hay…

– ¿Qué quieres decir?

Barraca le miró con los ojos entrecerrados. Negaba suavemente con la cabeza.

– Apuesto a que ni siquiera lo sabes…

– ¿Saber el qué?

– Maldito… idiota… -masculló el doctor.

Aranda empezaba a perder la paciencia.

– ¿A qué te refieres?

– Ve ahí fuera -dijo suavemente-. Y deja que el humo te asfixie. Deja que te mate… -Sonrió fríamente, sin que los ojos se contagiaran-. Y dentro de quince minutos… o puede que una hora… ya no te importará ningún veneno.

Aranda bufó.

– Ya entiendo. Muy gracioso.

Barraca pestañeó.

– No, no lo entiendes. ¿Crees que te estoy diciendo que dejes que te conviertas en un zombi? -soltó una carcajada-. No entiendes una puta mierda. ¿No lo sabes?, ¿crees que eres humano como yo? No lo eres. El virus ya está dentro de ti… por eso los muertos no te ven. Hueles a la misma mierda que ellos detectan, tus feromonas exudan un código pasaporte que coincide con el de ellos al cien por cien. ¿Y sabes por qué? Porque amigo… ¡tú eres un zombi!

Aranda pestañeó, intentando comprender a qué se refería.

– No puedes morir, porque técnicamente ya lo hiciste, cuando adquiriste la sangre contaminada. ¿Creías que ganaste? -rió otra vez, con bastante sorna-. No se vence a un virus como éste. Es una proeza, único en su tipo. Es mucho más que un virus, es de una belleza tan singular y perfecta que podríamos estar años estudiándolo sin terminar de comprender sus muchos misterios. Y es evolutivo: reacciona constantemente a las nuevas circunstancias.

»Oh sí. Te hemos estudiado, te hemos estudiado lo bastante para saber qué clase de truco ha obrado tu cuerpo. El virus está latente en tu interior, ha ejecutado ya sus procedimientos especiales y cree tener el control. Es como si creyese que ya te ha infectado, sólo que tu cerebro aún gobierna tu cuerpo. Pero cuando mueras… cuando tu cerebro deje de emitir los impulsos correctos, el virus pondrá en marcha todo su complicado bagaje genético y te traerá de vuelta. Y he aquí el truco, la magia de lo que llevas en tu interior y lo que Romero y la gente de Trauma ansían: seguirás conservando la identidad de tu propio yo. No te convertirás en un zombi sin cerebro, una carcasa humana anhelante de muerte como esos pobres infelices. No… tú, seguirás siendo tú. ¿No lo sabías? No sé en manos de qué tipo de idiota estuviste, pero si no pudo ver eso, es que sabía tanto de ingeniería biológica como yo de ritos tribales. Aranda… ¡tú eres el secreto de la inmortalidad!