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Aranda pestañeó, intentando digerir todo lo que le había dicho, y de pronto, se sintió terriblemente abrumado. Instintivamente, se miró las manos, y se sintió extraño, como si no las reconociese como partes de su cuerpo. Imaginaba su vieja sangre recorriendo sus venas, portando un material casi alienígena que hubiera hecho palidecer a cualquier experto en biotecnología. Era algo capaz de mantenerlo vivo más allá de la muerte, la piedra filosofal, el súmmum de la investigación humana. La llave de la eterna batalla del hombre contra la enfermedad y la muerte. Realmente, el doctor Rodríguez no había sabido ver nada de aquello. No le había advertido. Las repercusiones de todo aquello empezaban a conformarse en su cabeza; la posibilidad de vivir para siempre, de sobrevivir en el más estricto sentido de la palabra, pasase lo que pasase.

– No puede ser cierto…

– Oh, sí lo es… -exclamó Barraca, infinitamente orgulloso de la disertación que acababa de ofrecerle.

– Si muero… ¿resucitaré?, ¿y seguiré siendo yo?

– Eso es lo que pasará. -De repente, Barraca se puso serio, como si acabase de caer en la cuenta de algo-. Pero no puedes hacer eso -exclamó, con ojos escrutadores.

– ¿Por qué?

– Si volvieses a la vida… -murmuró-. Déjame pensar.

Aranda esperó, expectante.

– Si volvieses a la vida -repitió-, el ciclo de ejecución del virus se completaría. Las últimas cadenas se cerrarían. Si eso ocurriese… entonces… ¡entonces no servirías para replicar tus circunstancias!

Aranda sacudió la cabeza, indicando que no terminaba de comprender.

– Así es -dijo Barraca-. Tu sangre sería como la de cualquiera de esos zombis. ¡No servirías para producir otros como tú! El misterio se perdería… nos dejarías otra vez en la oscuridad del conocimiento. No, no… eso es terrible. Piénsalo. Si tu corazón dejase de latir, probablemente el virus no tendría motivos para reactivarlo, porque el virus tiene sus propias maneras de… -de pronto se interrumpió, como si estuviera considerando las opciones-. Y diría más, es posible que en doscientos años siguieras aún por aquí, pero para entonces tu sangre se habría convertido en una especie de arena de aspecto barroso, como la que extraen los mineros de una veta que linda con un lago subterráneo.

Aranda dio un respingo, asqueado por la comparación.

– Dios mío… -dijo Barraca, mirándolo con ojos despavoridos-. No debe pasarte nada. Eres la única esperanza que todos tenemos…

Y Aranda agachó la cabeza, aturdido por el caudal de información que acababa de recibir. Ni siquiera se atrevía a formular de manera consciente lo que en el fondo de su mente ya empezaba a germinar como una zarza de espinos: la loca, terrible y espantosa idea de lanzarse por el túnel y dejarse morir para luego asegurarse una manera de quedar libre. No creía que fuese capaz de hacer algo así. Era demasiado macabro, un concepto imposible que su cabeza rechazaba apenas empezaba a tomar forma, algo que el instinto básico y ancestral de autoprotección denegaba: acabar en un agujero estrecho como una tumba mientras sus pulmones se llenaban de humo.

Tampoco se acordaba de lo que él representaba para la humanidad, porque toda su inquietud era para la gente con la que se había acostumbrado a vivir, para la gente a la que casi podía llamar familia. Perder a sus hermanos en Marbella y comprender que no volvería a saber nada de ellos, o ver a sus padres convertidos en zombis monstruosos ya había sido bastante duro. No quería pasar por eso otra vez; sólo quería volver con los suyos, con los niños, con Isabel y con el finlandés que sacó de la base aérea militar de Málaga. Una fuerza interior de una naturaleza imperiosa le pedía asegurarse de que seguían a salvo. Era su obligación como líder. Era su deber.

En su mente, se dibujó la imagen de una balanza. En un extremo colgaban personas anónimas, conformando un grupo tan grande que, continuamente, perdían apoyo y se precipitaban al abismo de fuego que les esperaba abajo. Y en el otro, aparecían Susana, José, Moses y todos los demás. Estaban quietos, pero sonreían, pacientes y comprensivos. Las pesadas cadenas de la gigantesca balanza crujían mientras se mecían en la oscuridad, en un espacio tan basto e inconmensurable como el mismo universo.

Apretó los dientes, sumido en una inquietud que le abrasaba el alma.

Recordó a Isidro. ¿Qué le habían explicado sus amigos aquella mañana, en Carranque?

Tenía los ojos blancos, como los de los caminantes, pero nos tendió una emboscada. Actuaba como si siguiera siendo el mismo de siempre, pese a que tenía un agujero en el pecho, del tamaño de una bala, a la altura del corazón. Y cuando le arrancamos la mandíbula… ¿sabes lo que duele eso? Tenía que haberse desmayado en el acto. La sangre tenía que haber llenado todo su cuerpo, pero no fue así. Ni siquiera acusó el dolor. Fue algo espeluznante.

¿Era ésa la explicación?, ¿había muerto el padre Isidro para volver a la vida convertido en una especie de Ángel Exterminador con sotana, en pleno uso de sus facultades mentales?

Fue algo espeluznante.

¿Quería él ser algo espeluznante?, ¿convertirse en una especie de monstruo?

¿Podría?

Y mientras volvía a la casilla inicial para reconsiderar sus opciones, la casilla donde se planteaba, en primera instancia, si las afirmaciones de Barraca podían ser ciertas o no, escucharon pasos apresurados por el túnel.

Alguien acudía a por ellos.

– Doctor -dijo Aranda rápidamente-, ¿es verdad que la Alhambra se ha llenado de zombis?

Barraca, que dirigía el haz de su linterna hacia el túnel de entrada para ver quién venía, no contestó inmediatamente. Había visto cómo aquellos hombres asesinaban a su colega y luego usaban su sangre para pintar algo en la pared. No sabía cómo reaccionarían si descubrían que habían intentado escapar.

– ¿Qué? -dijo al fin.

– ¡Los zombis! -gritó Juan. Los pasos en el pasillo se hacían más y más audibles-. ¿Es verdad que han entrado en la Alhambra?

– La Alhambra… -repitió Barraca, como si contestara desde algún lugar muy remoto. En realidad, tenía los testículos tan pegados al cuerpo que pulsaban dolorosamente-. S-sí… ¡sí! Por todas partes… -dijo, casi por inercia.

Aquello era todo lo que necesitaba saber. Aprovechando la oscuridad y la ventaja del haz de luz dirigido hacia el túnel, Aranda se lanzó de nuevo hacia la entrada al mismo tiempo que algunos de los hombres de Zacarías irrumpían en la sala. Reptó hacia el interior, con los antebrazos protestando con punzadas de dolor. Mientras avanzaba, escuchó a los soldados increpando a Barraca. Sin duda no habían pensado que podrían aventurarse por tantos metros de galería, y aunque la posibilidad existía, debían saber también que el exterior estaba contaminado, lo que era lo mismo que decir que no había salida posible.