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– ¿Dónde está el otro? -les oyó decir.

Barraca, balbuceante, se deshizo en un torrente de justificaciones. Entre otras cosas, juró que él no había tenido nada que ver y que incluso intentó detenerle. Casi podía oler su miedo desde allí. Pero Aranda ya no escuchaba. Con lágrimas en los ojos, avanzaba tan rápido como le era posible. Los soldados gritaban, y un instante después, las paredes del túnel se iluminaron tenuemente: estaban iluminándole desde atrás.

– ¡VUELVA! -gritó alguien-. ¡REGRESE AQUÍ O DISPARAMOS!

Y Aranda, que empezaba a sentir de nuevo la asfixia sofocante de los vapores tóxicos, dejó escapar un bufido de amarga ironía. Con el cuello temblando de pura ansiedad, pensaba con cierto delirio en qué tipo de muerte sería menos angustiosa: si por impacto de bala o por asfixia.

La mente del hombre es su herramienta básica de supervivencia, aunque como ha demostrado en numerosas ocasiones, tiene el poder de actuar como su propia destructora. Las plantas no mutilan sus raíces, ni los pájaros quiebran sus alas, pero el hombre es diferente: su historia es el corolario de una lucha por negar y destruir su mente. Así, motivaciones del tipo afectivo, patrióticas o religiosas, pueden fácilmente superar los bastiones de defensa del instinto ancestral de autopreservación y conseguir lo indecible: la propia destrucción.

Así avanzaba Aranda, seguro de su decisión, pero experimentando al mismo tiempo una sensación de pánico tan sobrecogedora que el pecho le dolía.

La asfixia empezó otra vez a acentuarse. La tierra y el polvo caían ahora de forma abundante, obligándole a agachar la cabeza. Quería, al menos, llegar hasta el exterior. Si pudiera llegar fuera y entregarse al olvido de la muerte entre los árboles y bajo la luna, tendría una percepción diferente de las cosas. Sobre todo, no quería morir en aquella galería oscura y húmeda.

Empezó a moverse con todavía más ahínco mientras la tierra caía encima y detrás de él.

Pero su último deseo no le fue concedido. Ni siquiera llegó tan lejos como la primera vez: sus pulmones estaban ya demasiado castigados y faltos de aire. El miedo que sentía, por añadidura, hacía bombear su corazón con más fuerza, lo que requería todavía más oxígeno.

Cuando su cuerpo protestó con un colérico golpe de tos, descubrió que inhalar aire para recuperarse era imposible. Sintió que la muerte llegaba, implacable y definitiva, y en esos últimos momentos se preguntó si Barraca tendría razón. Si no debiera haber estudiado otras alternativas.

Si hubiera podido ver algo, habría notado que su campo de visión se oscurecía por los bordes, y luego que se deslizaba… que se deslizaba hacia dentro, que perdía la conexión con el mundo y los sonidos se apagaban.

Ciego de pánico, intentó estirar los brazos. Quería incorporarse… lo necesitaba, pero sólo consiguió un pequeño derrumbe que le provocó aún más claustrofobia. Con la cara congelada en un rictus que reflejaba una angustia indecible, el que fuera líder de Carranque tuvo un último espasmo, tan terrible como inútil, y luego…

Luego murió.

– Hijo de puta… -dijo el soldado. Se había cubierto la nariz y la boca con el cuello de la camiseta.

– Ya hemos esperado mucho -dijo Zacarías-. No puede haber aguantado ahí dentro tanto tiempo.

– Loco suicida…

– La culpa es sólo mía -dijo Zacarías, entre dientes-. Sabía que no podrían salir por aquí, pero nunca pensé que lo intentaría. Calculé mal. Teníamos que haberlo atado.

– ¡Yo intenté detenerlo! -explicaba Barraca, sudando copiosamente.

Ahora, Zacarías apuntaba la linterna hacia él, por lo que a través de los ojos entrecerrados sólo veía el halo resplandeciente en mitad de la impenetrable oscuridad.

– No importa -dijo Zacarías-. ¡A tomar por el culo! De todas formas hemos ganado. Cuando el fuego se apague y el viento se lleve esa mierda, tomaremos la base y reclamaremos el mando. Y las cosas van a cambiar mucho.

– ¡Sí, sí! -dijo Barraca, moviendo la cabeza-. ¡Yo os ayudaré!

– Sin Aranda, usted no pinta ya nada en esta historia, doctor.

Barraca, que creía haber alcanzado ya los estadios más elevados del terror, descubrió que aún era posible llegar a nuevas cotas. Se estremeció. Quiso decir algo, pero la boca no le obedecía. Tampoco vio cómo Zacarías le apuntaba con su arma directamente entre los ojos, ni escuchó el fogonazo del disparo. Para él, simplemente, la vida terminó de una forma tan abrupta que su cadáver cayó al suelo con la misma expresión de estupor que había tenido momentos antes. Y el ancestral suelo de piedra, construido cientos y cientos de años atrás con sometimiento, dolor y muerte, volvió a beber de los líquidos vitales que escapaban de la cabeza de Barraca formando un charco abominable.

– Es una pena que haya tenido que ser así -dijo el soldado-. Era médico. Podríamos necesitarlo.

– Ya lo has visto. El gordo se lo contaría todo a los otros. Tenía que irse.

El soldado asintió.

– Vamos. Procuremos relajarnos. Cuando todo acabe arriba, tenemos que estar frescos.

27.

DESESPERACIÓN

Primero, Susana escuchó los gritos. Se extendieron y crecieron en intensidad como el ruido de una ola que rompe en la playa. Luego vio gente correr por el pasillo. Otros, menos capacitados físicamente, trotaban como podían, con los dientes apretados y los ojos abiertos.

Entonces supo inmediatamente que los zombis habían conseguido entrar. Tan pronto esa certeza se abrió paso en su mente, un latigazo de culpa la golpeó con dolorosa contundencia: había estado pensando solamente en los que se habían ido, y en última instancia, se había concentrado en su propio dolor. Aunque empezaba, débilmente, a comprender a aquella gente (aquella manada de cobardes), aún guardaba un poderoso rencor hacia ellos. Pero ¿qué pasaba con Jukkar, Sombra o Aranda?, ¿y con José?, ¿no merecía la pena luchar también por ellos? Si dejaba que los muertos se acercasen a la cama donde el finlandés dormía el sueño de la convalecencia, ¿de qué habría servido todo el esfuerzo que habían puesto? Y si pillaban a José…

No, a José no…

De pronto supo que, sobre toda las cosas, no quería ver a su compañero con los ojos velados por la atroz blancura del virus zombi. No lo soportaría. Había estado tan concentrada en la ausencia de los otros, que no había considerado lo importante que era él en su vida. Imaginarlo caído en el suelo, muerto, le había producido un relámpago de dolor tan fuerte que la hizo incorporarse de un salto, con la respiración agitada.

Se miró las manos, y no pudo decidir qué tipo de acciones podría realizar sin ningún tipo de arma. El sentimiento de impotencia la abrumaba. Ella era buena con un rifle en la mano; podría hacer bailar a los zombis aprovechando cualquier lugar estrecho durante tanto tiempo como le duraran las balas, pero… ¿desarmada?

Su mente derivó hacia Aranda; él habría podido sugerir algún tipo de plan de acción. Tenía buenas ideas, y sabía manejar una situación, pero no tenía ni idea de dónde podría estar.

Por último, echó a correr. Se enfrentaría a ellos, aunque tuviese que ser a golpe de puños.

– ¡José, JOSÉ!

Sombra tiraba de él, incapaz de moverlo o hacerle reaccionar. Se había fijado en algunos de los zombis: eran delgados, sus ropas estaban sucias y tenían heridas recientes en sus cuellos, cabezas y torsos porque las vísceras resplandecían todavía con el brillo de la sangre recién derramada. Eran los supervivientes que dejaron fuera, que habían condenado a una muerte atroz en manos de los muertos vivientes, que habían regresado a la vida, buscando venganza.