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Los soldados volvieron a subirse al aparato y el grupo se alejó para que éste pudiera despegar. Alba se alegró de verlo partir, evolucionando por los aires como una prodigiosa y fantástica nave espacial. Por un lado, le parecía fascinante que semejante montón de metal pudiera levantarse del suelo siquiera, pero por otra se alegraba de que los hombres de uniforme se marcharan. No le gustaban en absoluto: sus cabezas eran un batiburrillo denso y complejo de ideas contradictorias que ella percibía, de alguna manera, como oscuros nubarrones. Y se alegraba también, por cierto, de tener otra vez los pies en el suelo.

El jefe de zona parecía ahora algo abatido. Se había cruzado de brazos y se contentaba con mirar reflexivamente sus pies. Incómodo, José intentó acercarse a él.

– ¿Hola? -pronunció dubitativamente.

El hombre levantó la cabeza para mirarlo y, por fin, extendió la mano.

– Perdonen… tienen que disculparme… Yo… me llamo Abraham, y soy el jefe de zona aquí.

– José… encantado.

Uno a uno, se intercambiaron apretones y se presentaron brevemente, pero a Susana no se le escapó que el resto de los presentes permanecía formando un círculo, sin moverse, atentos a lo que pasaba, con los semblantes inmutables. Se sacudió por un ligero escalofrío: casi le recordaban a los zombis.

– Está bien… -dijo Abraham-, sean bienvenidos. ¿De dónde demonios vienen ustedes?

– ¿No lo sabe? -preguntó Moses-. Venimos de Málaga. Uno de nuestros compañeros les localizó por radio.

– No, no tenemos ni idea. Esta mañana vimos a los helicópteros partir, y nos sorprendió. Hacía mucho que no los veíamos en el aire. Nos preguntábamos si por fin iban a hacer algo respecto a nuestra situación, pero no ha sido así. Tienen que entender la… decepción que hemos sentido.

Abraham extendió el brazo para señalar a toda la gente que curioseaba, y entonces, como si hubiera dado una orden inaudible, empezaron a moverse al unísono. La mayoría se retiró, dándoles la espalda, caminando cabizbajos hacia destinos diferentes. Otros empezaron a hablar entre ellos, bien en voz baja y con cierto disimulo, o bien haciendo aspavientos con las manos y mostrando cierto disgusto; y unos pocos permanecieron en su sitio, indolentes, como si no tuvieran ninguna otra cosa que hacer en todo el día.

Y sospecho que no la tienen, pensaba Susana.

Sin embargo, una pareja de ancianos avanzó lentamente hacia ellos. Ella era menuda y andaba encorvada, y él no era mucho más alto, pero se acercaron con los ojos iluminados por sonrisas sinceras y les dieron la bienvenida. Ella se llamaba Alma, y después de besar a hombres y mujeres por igual, se quedó haciendo carantoñas a Alba, quien inmediatamente se sintió a gusto con sus pequeñas historias sobre el fabuloso castillo que estaban a punto de explorar. Viendo a la pequeña disfrutar, Isabel llegó a olvidar por unos instantes la extraña bienvenida que estaban teniendo, y sonrió, conmovida ante una escena que le traía tantos recuerdos de tiempos mejores.

– Pero entonces… -dijo Moses, intentando recuperar el hilo de la conversación-, los militares no les han contado nada…

– Nunca nos cuentan nada -explicó Abraham-. Verá… no sé de dónde han salido, pero a la mayoría de ustedes se les ve como si vinieran de un crucero por las Islas Griegas. Creo que no han hecho un buen negocio viniendo aquí.

– ¿A qué se refiere? -preguntó Susana.

Abraham dejó escapar un profundo suspiro. Moses, cogiendo otra vez de la mano a Isabel, frunció el entrecejo. Caía ahora en la cuenta de que el helicóptero de Aranda no había aterrizado con ellos, y se preguntaba varias cosas: si Aranda estaría bien en manos de aquellos hombres, y si la Tierra Prometida no acabaría resultando ser un destino peor que el que creían haber soportado en Málaga.

– Será mejor que vengan conmigo -dijo al fin Abraham-. Hay algunas cosas que deben ver, y otras que deben saber.

6.

DOZER POIROT

Cuando Dozer ascendió por los rudimentarios peldaños de la escalera de mano que llevaban a casa, volvió la cabeza y su rostro adquirió de pronto el color del pergamino viejo. Su boca se descolgó como si fuera una compuerta, de forma uniforme y rápida, y sus ojos se abrieron de par en par. Al hacerse a sí mismo diversas promesas en el transcurso de su pequeño viaje por el subsuelo (una taza de té caliente, una cerveza, un par de cigarrillos Benson & Hedges), ni por asomo había tenido en cuenta la posibilidad de encontrarse con semejante espectáculo.

El edificio principal de la Ciudad Deportiva de Carranque estaba desparramado por el suelo, como si hubiera cedido por un terremoto. Columnas de fuego erizado se levantaban en el aire, todavía humeantes, y el suelo de las pistas estaba cuajado de cadáveres. El panorama era dantesco; ni en sus peores pesadillas hubiera podido imaginar algo semejante, ni había esperado vivir para ver algo así. En las noches oscuras del invierno que atravesaban, cuando estaba tumbado en la cama tras un día particularmente duro, a menudo imaginaba Carranque infectado de zombis. Se torturaba, sin poder evitarlo, imaginando que los muertos irrumpían en el perímetro y tomaban los corredores y las escaleras, llenando los dormitorios de los gritos de los que allí dormían. De sus compañeros. Era una angustia recurrente que insistía en volver una y otra vez, sobre todo en los momentos bajos, cuando la jornada había sido pródiga en disparos y sangre, y echaba de menos comprar en el supermercado utilizando una visa, o ir al cine de la plaza Mayor a ver una película en fulgurante Imax. Cosas cotidianas, que difícilmente volverían. Pero presenciar semejante destrucción era algo que nunca se había atrevido a concebir. Se sentía inmerso en una fantástica alucinación onírica, y aunque las lágrimas brotaban ya de sus ojos y rogaba a Dios despertar, la escena seguía ante él, invariable.

Salió de su agujero, visiblemente conmocionado. No dijo nada; se limitó a andar por la pista, mirando al frente. Apenas se esforzaba por esquivar los cadáveres que yacían por todas partes, desmadejados en mil poses diferentes. Entonces, agotado por la tremenda intensidad de las últimas veinticuatro horas, aflojó las rodillas y se clavó en el suelo, incapaz de sostenerse por más tiempo. Ya no era capaz de enfocar con claridad: el hogar en ruinas se distorsionaba y perdía nitidez al tener los ojos anegados. Se llevó las manos temblorosas a la cara y cubrió sus párpados cerrados, lo que provocó un nuevo manantial de lágrimas que descendieron, copiosas, por las mejillas sucias.

Pero entonces reparó en algo que se le había pasado por alto hasta ese momento. Un ruido inconfundible, que había escuchado muchas otras veces. Levantó la vista, abandonando el refugio de sus palmas, y la dirigió al cielo. Era un sonido mecánico, repetitivo, y que sin embargo parecía difuminarse suavemente a cada segundo. Por fin, volvió la cabeza y los vio: apenas dos formas pequeñas recortadas contra el cielo azul manchado de nubes bajas, pero inconfundibles después de todo.

Abandonó su sollozo lastimero para congelar su propia respiración, como si quisiera embriagarse de todos los sonidos que pudieran llegar hasta sus oídos. Pasó también la manga por la cara para desembarazarse de las lágrimas y escudriñó el cielo, pestañeando para ayudarse a enfocar mejor la vista. No, estaba seguro… eran dos helicópteros, ¿qué duda cabía? Parecían alejarse en la distancia, sobrevolando la ciudad, rumbo al este.

Dozer se incorporó, con una sensación de opresión en la base del estómago. Su cabeza daba vueltas describiendo y desechando hipótesis sobre el significado de lo que veía a cada segundo. Lo cierto era que si los helicópteros seguían avanzando en la misma dirección no tardarían en desaparecer de la vista, eclipsados por los edificios que rodeaban Carranque.