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– ¿Qué hacemos ahora? -preguntó Susana. No le gustaba nada cómo se estaban desenvolviendo las cosas, y se sentía un tanto absurda con aquel arma primitiva en su puño.

– Tenemos que enfrentarlos en un sitio estrecho -dijo José.

– Eso es. Y podemos volcar una mesa y nos pondremos detrás -apuntó Sombra-. Son estúpidos, buscarán el camino más directo… ¡tenemos que aprovechar eso!

La idea les pareció buena, y salieron de la habitación para regresar al pasillo distribuidor, junto al ventanal que comunicaba con el patio central. Ninguno se dio cuenta de que los jirones de humo, que momentos antes habían flotado como figuras fantasmales, habían comenzado a diluirse con la lluvia.

En el corredor, los supervivientes habían aprovechado las mesas del enorme comedor para improvisar camas, que se encontraban pegadas a la pared. En la zona de la almohada, la pintura se había vuelto oscura en contacto con la cabeza. Rápidamente, se pusieron a la tarea de desvestirlas de sábanas (que olían a orines y a sudor) para colocarlas en forma de barricada.

– Dios mío… -exclamó Susana con desasosiego una vez hubieron terminado.

Examinaba las mesas de rudimentaria madera, que les cubrían únicamente hasta la cintura, como un adulto miraría un embalse hecho por un niño; un embalse construido en una tarde de juego a base de ramas menudas, hojarasca y arena. Tal y como lo veía, aquella estratagema no podía calificarse siquiera de plan. No podía funcionar. Nunca podrían golpear a los zombis con la suficiente rapidez, ni con la contundencia necesaria. ¿Cuántos mazazos tendrían que asestar para hundir un cráneo y llegar a la zona del cerebro, para desactivarlo eficazmente?

Agachó la cabeza e hizo un gesto de negación, pero supuso que era una forma tan buena como cualquier otra de intentarlo.

Un grito estremecedor retumbó en el corredor.

– Ya vienen… -dijo Sombra.

– Si no van por las escaleras… -soltó José.

Susana frunció el ceño.

– Algunos lo harán, es inevitable.

– Si se quedan en sus habitaciones, estarán a salvo -contestó José-. No creo que un zombi distinga una puerta de un retrete. Pero si cometen un solo error… si hacen ruido, o alguno de ellos sale corriendo en un ataque de pánico… entonces están perdidos.

Pero Sombra levantaba ahora una mano, con el dedo índice apuntando al techo.

– ¡Ya están aquí! -soltó.

José abrió ligeramente las piernas, con las manos cerradas alrededor de la maza. Notaba las mejillas calientes, y un surco de sudor había empezado a formarse en las axilas y el pecho. Por fin, cuando los primeros zombis doblaron la esquina del corredor y se les quedaron mirando en ese pequeño lapso de comprensión previo al ataque, Susana dejó escapar una exclamación ahogada.

Y después, los muertos se lanzaron contra ellos.

Se llamaba Jorge, aunque todo el mundo le llamaba Lupi por la cantidad de vello que le cubría el cuerpo. Cuando descubrió que apenas le quedaba medio cargador y que, después de eso, sólo podrían enfrentarse a los muertos usando salivazos o epítetos malsonantes, tuvo una idea. No sabía si funcionaría, o si por el contrario, lo que estaba a punto de hacer desencadenaría una explosión de mil millones de demonios, pero merecía la pena intentarlo. La inacción, se dijo, suponía un final garantizado.

Entonces se escabulló hasta el sótano, donde guardaban las últimas reservas de combustible para el helicóptero: un compuesto viscoso cuya base esencial era el nitrometano. Éste se almacenaba en bidones metálicos, de veinte litros de capacidad, y arrastró uno no sin esfuerzo hasta el segundo piso. Mientras daba toda la vuelta por la circunferencia, los gritos de sus compañeros le atormentaban, y cuando creía reconocer la voz de alguno de ellos, apretaba los dientes y seguía tirando del bidón.

Una vez estuvo sobre la puerta de entrada, retiró el doble seguro de la tapa y se las apañó para encaramarlo a la balaustrada. El combustible cayó entonces en cascada, y a medida que se vaciaba -glop, glop-, sintió con alivio que su peso se hacía más soportable.

El combustible cayó sobre la pila de zombis que se había acumulado en la entrada. Impregnaba los cuerpos y golpeaba las cabezas de los espectros que, pese a todo, seguían intentando cruzar para llegar al interior. Cuando hubo terminado, lanzó también el bidón y extrajo su mechero Zippo. Hacía meses que no lo usaba, consciente de que no tenía ya ninguna oportunidad de rellenarlo, pero encendió a la primera. Miró la llama durante un par de segundos, y lo dejó caer.

Lupi se asomó inmediatamente por la barandilla, confiando en que la llama no se apagara; pero aunque ésta parpadeó peligrosamente en su viaje hacia el piso inferior, alcanzó los cadáveres bañados en combustible rápidamente. Allí se coló por entre los cuerpos y desapareció.

Lupi esperó, expectante.

Pero no pasó nada.

Lupi se ajustó el casco, lanzando una maldición. Empezaba a pensar que su plan había fallado cuando una llama creció desde alguna parte y se extendió como el fuego en una sartén llena de aceite. Recorrió los cuerpos caídos e inflamó a los zombis que había rociado con el combustible. La llamarada ascendió, haciendo que Lupi tuviera que saltar hacia atrás: las pestañas se le rizaron y el vello de la cara despidió un ligero aroma a pollo quemado.

La luz se volvió intensa en el patio. En el aire, cargado de moléculas de benceno, etanol y acetona, resplandecían las chispas que explotaban como pequeños fuegos artificiales. Los zombis en llamas avanzaban, indolentes, envueltos en un infierno de fuego; cegados, daban algunos pasos en direcciones erráticas y, cuando sus cerebros se cocían en el interior de sus cráneos, caían al suelo pesadamente.

Después de unos instantes de confusión, los compañeros de Lupi estallaron en enormes gritos de júbilo. La entrada estaba ahora anegada en llamas, y a juzgar por el fulgor de éstas, continuaría así durante un buen rato. Los cascos volaron por el aire, y los puños se levantaron hacia el cielo, celebrando la inesperada victoria.

La maniobra llegaba en el momento más crítico; casi nadie tenía munición más que para resistir quizá un par de minutos, y eso si la puntería acompañaba. Poco a poco, los soldados se reunieron en el patio, ayudándose unos a otros y examinando a los que habían caído.

– ¡Al Patio de los Arrayanes! -gritó alguien-. ¡Resistiremos en la Torre de Comares! -Estaban a punto de rendir la plaza y retroceder a alguna de las cámaras interiores, donde quizá podrían construir una barricada y resistir.

– ¡Está la nube tóxica, gilipollas! -gritó alguien.

– ¡Mierda puta, joder!

– ¿Dónde está el teniente? -preguntó otro, indeciso.

La pregunta levantó un revuelo de voces que se solaparon unas con otras. Eran todos soldados rasos, y la ausencia de una figura que encarnase el mando les sumía en una total confusión: unos querían quedarse en el palacio, otros proceder a la búsqueda del teniente, y el resto tenía sus propias ideas y planes.

Lupi, que veía la escena desde su posición privilegiada en el segundo piso, se dio cuenta de que cualquier plan estaba abocado al fracaso. Eran ya muy pocos. Apenas contó veinte hombres, algunos malheridos. Habían perdido a muchos de sus compañeros en el exterior, intentando contener a los zombis; otros habían quedado aislados en otras partes de la Alhambra, mientras se esforzaban por cumplir con su misión de proceder a un riguroso registro. La mayoría cayeron poco después mientras intentaba abrirse camino hasta la base.

Se sacó el casco de la cabeza y se pasó una mano por el cabello sudoroso. Descubrió que la idea de acabar con todo no le parecía tan descabellada: el olvido eterno, el descanso… se dijo que antes de terminar sepultado bajo los zombis y morir de una forma tan agónica, se suicidaría con un balazo en la boca. Eso es lo que haría. Decían que, en ese caso, la muerte era tan rápida que uno simplemente desaparecía en un instante, y esa alternativa empezaba a no parecerle nada descabellada.