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Alba asintió, intentando resultar natural, pero por dentro, un torrente de miedo se había desbordado de su cauce normal y la hizo estremecerse. Ella también era especial (¿cuántas veces se lo había repetido su padre?) y no sabía si era malo o bueno, pero desde luego, dentro de su cabeza también pasaba algo. Ella no quería morir, al menos no tan joven. Todavía no había visto EuroDisney, y quería ver la siguiente película de Pixar en el cine (aunque aún tenía que decidir si le gustaban más las películas o las palomitas); también quería celebrar tantos cumpleaños como fuera posible, porque su madre hacía tartas caseras especiales con forma de castillos, barcos piratas y trenes de chucherías, y organizaba juegos a los que se jugaba alrededor de un castillo hinchable gigante.

Su amiga no volvió al colegio; se trasladó con su padre a otro sitio y no volvió a verla nunca más. Con el tiempo, llegó a olvidarse de aquel miedo. Llegó a asumir que ser especial no significaba, necesariamente, tener que morir. Pero ahora que su cabeza parecía un pase de diapositivas automático de cosas que no había vivido y que se contradecían, aquel miedo temprano regresó con una contundencia devastadora.

A veces se veía a sí misma bañándose en un lago, pero aunque su aspecto era más o menos el que tenía ahora, el pelo era mucho más largo, y brillaba al sol como si fueran hilos de oro. Luego, la escena cambiaba radicalmente y se veía tirada en el suelo, con la cara llena de moscas; una de ellas se paseaba distraídamente por la reseca membrana de sus ojos abiertos. Cuando veía cosas así, temblaba como una hoja y apretaba fuertemente los párpados, rogando para que la escena desapareciera. Y veía muchas otras cosas, todas tan cargadas de detalles que era imposible que las estuviese conjurando su imaginación: fogonazos de disparos en mitad de la noche, un hombre con una especie de lanza de hierro siendo golpeado por un rayo, carne asándose lentamente en una barbacoa iluminada por el sol…

Era como si su cabeza se hubiese estropeado. Como si tuviera algo malo.

Pensando en eso, una silenciosa lágrima escapó de sus ojos cerrados y resbaló por su mejilla. El sueño por fin empezaba a aparecer en los lindes de su conciencia, sitiada por la terrible cadencia de las imágenes que la atormentaban. Antes de desaparecer en el piadoso sueño reparador, se preguntó si Isabel y Mo los dejarían otra vez solos cuando ella empezara a quedarse calva. Entonces se dijo que si eso llegase a ocurrir, saldría corriendo en cualquier dirección, donde nunca la encontraran.

Desaparecería, sí, para que Gaby, al menos, no se quedara solo.

– Voy a ir -anunció Moses.

Hablaba en voz baja para que Alba y Gabriel no pudieran escucharlos. Parecían dormidos, pero sabía perfectamente que los niños tienen el radar siempre activado, incluso cuando parecen concentrados en sus juegos.

Unos minutos antes, habían sentido la lluvia caer en el exterior. Moses se dio cuenta enseguida de que aquello era bueno, extraordinariamente bueno. Le dijo a Isabel que la lluvia disgregaría aquella nube extraña que habían visto crecer en el cielo plomizo. Aún no sabía que inhalarla era mortal, pero intuía que semejante cantidad de humo no podía ser buena en los pulmones.

Así que esperaron, y de tanto en cuando, Moses echaba un vistazo al exterior. Si bien la visibilidad se había reducido y la lluvia estaba cubriendo el suelo de una sustancia oscura que bien podrían ser cenizas, no se respiraba tan mal. De hecho, aunque el olor aún era extraño, tenía un ligero regusto a tierra mojada, a humedad, y por ende, a aire puro.

– Por favor, Mo… -pidió Isabel. Estaba abrazada a él y tenía sus manos entre las suyas-. ¡No tiene ningún sentido!

– Es que no puedo… -dijo, apretando los dientes.

– Ni siquiera sabes usar un arma…

– Puedo intentarlo.

Isabel quiso responder algo, pero no sabía, en justicia, qué decir. Pensaba en cierta calle del centro de Málaga, donde se vieron por primera vez. Los muertos les perseguían, en un número tal que cuando miraba hacia atrás sentía que sus rodillas flaqueaban y su resistencia se iba al traste. Entonces se encontraron con Moses y el Cojo. Recordaba haber escuchado la historia: habían salido a por una insignificante aspirina, porque su amigo tenía problemas con una muela. Cosa curiosa: después de aquello, el dolor desapareció tan misteriosamente como había llegado; pero sirvió para que se lanzaran a la calle. Un encuentro fortuito, que había desencadenado muchas más cosas posteriormente. Si Moses no hubiera decidido arriesgar su vida por una aspirina, era posible que no se hubieran encontrado jamás. Tampoco habrían localizado el campamento de Carranque, ni ella habría sido secuestrada por aquel grupo de alemanes. Yendo todavía más lejos en la línea de pensamientos, sin el secuestro, los niños no habrían sentido la urgencia de ir a rescatarla, y por lo tanto les hubiera sido imposible llegar a Málaga. Entonces, ¿qué habría sido de todos ellos? Posiblemente aquel sacerdote enloquecido les habría dado caza, uno por uno, sacándolos de sus agujeros y sometiéndoles a la barbarie de un asesinato cruel y despiadado. Los niños podrían haber seguido en su escondite entre los cimientos, hasta que uno de ellos se hubiera puesto enfermo, y entonces, sin atención adulta, el desenlace hubiera sido tan evidente como nefasto.

Si lo pensaba así, todo partía de aquel acto de bondad desinteresada que Moses tuvo en aquel momento; un acto que era, en definitiva, similar al que ahora le impulsaba con tanta insistencia.

Así que agachó la cabeza, pero no dijo nada.

– Tendré cuidado, te lo prometo -susurró Moses-. No voy a ir allí a disparar contra los zombis como si fuera una especie de Rambo. Sé a lo que conduciría eso. Pero… -hizo una pausa, intentando serenarse y encontrar las palabras adecuadas-… no puedo seguir aquí, sin saber qué ha pasado. José y Susana ya deben haber vuelto, ¿no crees?, ¿y si se han encontrado la puerta cerrada?

– Si han vuelto -contestó Isabel con un conato de amargura-, no creo que vayan a tener problemas.

– Si han vuelto… -repitió Moses, como para sí mismo.

Entonces se quedaron callados, sin añadir nada más. La respiración de Alba se había vuelto regular y uniforme, e Isabel supo que ahora sí estaba completamente dormida. En un momento dado, Moses retiró su mano dulcemente y se inclinó sobre ella para darle un beso en los labios; sin embargo, en el último instante, sin que pudiera decir muy bien por qué, Isabel apartó su cara y él tuvo que contentarse con besar su frente.

Después se apartó de ella, abrió la puerta con infinito cuidado y salió a la noche.

28.

ESPRIT DE CORPSE

El que preocupaba más al padre Isidro era el soldado que se encontraba en el segundo piso. Dedicaba tiempo a apuntar, y abatía a los muertos, que con tanto esfuerzo había introducido en el palacio, con una precisión abrumadora.

Eso le enfurecía.

Se escabulló entonces al interior de las cámaras inferiores, moviéndose sigilosamente, hasta que localizó una de las escaleras secundarias. Allí la oscuridad era asfixiante, pero subió los peldaños concentrado sólo en una cosa: acercarse a aquel soldado y acabar con él. Ni siquiera pensaba en el cómo, sólo quería hacerlo.

Pero entonces, una sombra inesperada que bajaba por las escaleras se le echó prácticamente encima. El padre Isidro se agazapó, confuso, con los brazos extendidos, y recibió a la forma abrazándola contra su cuerpo. Allí el sonido de los disparos era apenas una cortina de ruido que tremolaba en segundo plano, por lo que, mientras caía rodando por las escaleras, percibió de nuevo un sonido retumbante y enloquecedor. Y sabía ya de qué se trataba: era un corazón. Un corazón vivo.