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El teniente Romero, que volvía de la sala de radio, se precipitó en un abismo de confusión. Había estado concentrado en sus propios pensamientos, intentando pensar en una manera de escabullirse con los pocos hombres que quedasen hacia el Patio de los Arrayanes. Pero sumido como estaba en sus reflexiones, no vio que había un obstáculo en la escalera, y terminó chocando con él.

Romero gritó, al principio con esfuerzo, como si su cuerpo necesitase tiempo para reaccionar; pero luego sus pulmones se abrieron, liberando todo el pánico que le había sorprendido. Aquella cosa, lo que fuese, se había agarrado a él con el abrazo de un oso, pero su tacto era frío, como si estuviese hecho de mármol. Y esa comprensión le arrancó un sentimiento de asco, porque supo inmediatamente a qué se enfrentaba.

¡La pistola!, bramó su mente. La llevaba aún en la mano, e instintivamente, cerró el puño alrededor de su mango para que no se le cayera mientras rodaban alocadamente por los peldaños.

Cuando llegaron abajo, el teniente todavía necesitó un par de segundos para orientarse. Eran exactamente dos segundos más de lo que necesitó su enemigo para adquirir ventaja: se giró sobre sí mismo y le atenazó las costillas con las piernas. El teniente gimió. La mano, que aún sostenía la pistola, fue atrapada en el acto por una garra que se cerró sobre ella con la fuerza de unas esposas. Romero se sacudió tanto como pudo, moviendo las caderas y las piernas, pero el espectro le tapó la boca con una fuerza tal que hizo manar sangre de los labios y las encías.

Los pensamientos de Romero eran ahora un torbellino. Había pensado que lo había atrapado uno de los muertos, pero éstos no se comportaban como su adversario. No eran tan rápidos, y no tapaban la boca de sus víctimas. Ellos lanzaban sus manos contra la piel de sus presas y agarraban, tiraban y destruían ciegamente. Así que sólo cabía una posibilidad.

Trauma.

Ese pensamiento encendió la mecha de su furia. Intentaba mover la mano, pero todos sus esfuerzos eran inútiles. Era como si estuviera trabada en cemento. Romero hacía tiempo que había dejado de ser un hombre de campo y no contaba ya con la presencia física que desarrolló antaño, pero seguía siendo un hombre fuerte, y por eso la impotencia que sentía era infinita.

El padre Isidro, por su parte, estaba considerando nuevas opciones. Había visto el brillo del metal, y se le estaban ocurriendo algunas ideas. Después de todo, los disparos habían terminado ya en la zona del patio, y eso sólo indicaba que uno de los bandos había ganado. Se lamentaba de no haber introducido más zombis en el recinto; si hubiera dedicado más tiempo a esa tarea, quizá ahora la contienda estaría decidida.

Para comprobarlo, desplazó la mano hacia el antebrazo del teniente y empezó a tirar hacia atrás, en dirección contraria a su ángulo natural. Romero sintió un dolor atroz, abominable, y su corazón se aceleró como el motor de un tren de mercancías (BUM-BUM-BUM), pero no experimentó el piadoso alivio del desmayo. Sin ser consciente de ello, su mano dejó caer la pistola. El padre Isidro gorgoteó algo sin sentido que sonó como un sumidero anegado en lodo, y entonces dio un fuerte tirón al brazo.

El húmero se dislocó en el hombro, saliéndose del frente de la articulación. Romero se sacudió con un espasmo tan fuerte que, por un momento, dio la sensación de que iba a librarse de su captor. Pero su enemigo apretó con todavía más fuerza, contrarrestando sus movimientos.

Con el brazo libre, Isidro se apoderó de la pistola. Las armas eran un invento del maligno, sin ninguna duda, pero a través de sus manos, aquélla se convertía en un instrumento a disposición de los designios de su Señor.

Entonces liberó su boca, y Romero dejó escapar un grito que retumbó en la habitación a oscuras.

Isidro esperó, expectante, apuntando al único acceso que había en la pequeña cámara, agazapado bajo el cuerpo de Romero que resoplaba pesadamente. De nuevo, retorció el brazo dislocado del teniente, tirando hacia atrás tanto como los tendones daban de sí, y el teniente se entregó a un nuevo grito desgarrador que viajó por las habitaciones circundantes como una explosión sonora.

Y esperó. Esperó a que sus compañeros acudieran al reclamo, con una expresión retorcida en sus facciones.

Las cosas no se habían desarrollado demasiado bien en el gran patio central. El soldado Leo había muerto, y su cuerpo era un fardo sanguinolento debajo del cadáver de uno de los zombis. Manuel había muerto: una herida en el cuello le había hecho perder tanta sangre que estuvo treinta segundos dando tumbos y rociando el suelo y las columnas antes de caer, sin vida, al suelo. También el Sevillano y Martín habían muerto, y algunos otros, cuyos cuerpos quedaban en el suelo confundidos con el de los espectros. En cuanto a Morales, respiraba trabajosamente en el suelo mientras se agarraba con fuerza el brazo. A través de la ropa, una herida negra y sangrante despuntaba con una espantosa crueldad. Le habían mordido.

– Tío… -decía, con los músculos de la cara temblorosos-. Vaya… ¡puta mierda!

Un soldado se le acercó, cabizbajo. Los otros fingían que controlaban el perímetro, moviéndose en círculos, pero tenían la visión periférica fijada en Morales.

– Lo siento, macho… -dijo el soldado.

Morales apretó los párpados mientras su respiración se aceleraba.

– ¡Dios, cómo duele! -exclamó. Entonces abrió los ojos y le miró fijamente. Había determinación en su mirada, pero también rabia, una rabia profunda generada por la impotencia que sentía-. Hazlo… ¡hazlo ya!

El soldado asintió; apenas un imperceptible movimiento de cabeza. Casi al instante, levantó el brazo y descargó una única bala. La cabeza de Morales se sacudió violentamente, y la carne se levantó a la altura del ojo como el filete de cuero de un balón. Sus piernas dieron un salto en el aire, y las botas golpearon el suelo con un ruido seco. La sangre empezó entonces a manar y a resbalar por la mejilla, oscureciendo la camisa.

Ya sólo quedaban nueve.

– Es el fin. El fin… -susurró alguien.

– ¿A alguien le quedan balas? -preguntó otro.

Pero como nadie respondió, tiró su fusil al suelo, donde quedó tan inerte como inútil.

– ¿Y qué cojones vamos a hacer ahora? -explotó alguien.

Daba vueltas sobre sí mismo, mirando en todas direcciones. En la pira de cadáveres en llamas, algo explotó con un petardazo, y algunos dieron un respingo; al mismo tiempo, desde algún lugar del palacio, un grito desgarrador les congeló la sangre en las venas.

– Que me… jodan…

– Qué cojones…

Por segunda vez, el alarido reverberó hasta ellos.

– ¡Es el teniente! -exclamó alguien.

– ¡Joder!

– ¡Vamos, vamos! -chilló otro, brincando literalmente sobre las dos piernas.

Y en ese mismo instante, empezó a llover.

El padre Isidro se impacientaba. Se preguntaba si no habrían oído los gritos del soldado, así que decidió darles otra oportunidad. Volvió a coger el brazo y lo retorció hacia un lado y hacia otro, como si estuviera intentando acelerar una moto. Romero, que se creía exhausto, volvió a redescubrir un nuevo horizonte de dolor, indescriptiblemente abrumador y tan inmenso y envolvente como una galaxia cuajada de estrellas. Esa intensa llamarada de tormento casi le hizo perder la conciencia, y su aullido se desgranó en un hilo de voz estridente y agudo. El padre Isidro, agazapado debajo de su cuerpo como un parásito, volvió entonces a apuntar su arma a la entrada. Las oscuridad lo guardaba.