Выбрать главу

Dozer soltó una pequeña carcajada.

– Quiero decir que estaba en estado de shock -continuó diciendo Víctor- y no vi lo que hiciste. Luego estaban todos esos zombis… ¡con la ropa tapándoles la cara! ¡Es absurdo, delirante!

Dozer rió de nuevo.

– Lo más curioso es que no lo había pensado hasta ahora -continuó diciendo-, pero realmente… ¡realmente tú te movías entre ellos!, ¡lo preparaste todo!

– Sí, tío -dijo Dozer, asintiendo despacio-. Tuvimos mucha suerte… demasiadas cosas al azar. Pero improvisamos sobre la marcha, ¿eh?

Víctor empezaba a entrar en una espiral de euforia.

– ¿Suerte? ¡Joder! -soltó-. Si no llega a ser por ti, a estas horas formaría parte del elenco de actores zombis de aquellos hijos de puta… ¡Piénsalo!, ¿qué posibilidades había de que me cruzara con un tío que es inmune a los zombis?

– No muchas, creo… -convino Dozer, aún sonriendo.

– Tengo… tengo que tomar notas -susurró, visiblemente excitado.

– Claro. Pero escucha, está anocheciendo y preferiría ponerme en marcha… no quisiera seguir aquí cuando no se vea una mierda. Esas cosas son silenciosas como cucarachas.

– Oh… -exclamó Víctor. Miraba ahora alrededor, desconcertado, como si hubiera olvidado que seguía inmerso en una pesadilla. Y era cierto: por unos instantes se había sentido tan absorto por la emoción que lo embargaba, que pensó que estaba en una cafetería cualquiera, y que un tipo desconocido acababa de darle el leitmotiv del trabajo en el que llevaba meses involucrado-. De acuerdo… tienes razón.

– ¿Qué planes tenías, Víctor? -preguntó Dozer.

– ¿Mis planes? -Se encogió de hombros brevemente-. Llegar a la civilización, quizá, donde quiera que esté. Madrid, probablemente.

– ¿Crees que en Madrid hay gente?

– No lo sé. El aparato político está allí, también el militar. Si hay algún sitio en España donde deben de haber puesto especial énfasis en la defensa… debe ser ése.

– Es posible.

– Pero tú vas a Granada -exclamó.

– Sí. Ya te lo he dicho. Creo que mis amigos deben de estar allí.

Víctor asintió.

– Entonces voy contigo -dijo resueltamente.

– ¿Quieres venir conmigo a Granada? -preguntó Dozer, un tanto perplejo.

Víctor suspiró.

– ¿Te extrañas? -preguntó-. Es mi gran oportunidad. Quiero saber qué ocurrirá con eso que tú y tu amigo lleváis dentro. Quiero saber cómo termina, si termina, ¿entiendes? Estoy seguro de que hay mucha otra gente haciendo el mismo trabajo que yo, pero sólo uno está en el lugar donde se están dando los pasos para terminar con esto de una vez por todas… Es como si todo lo que hemos pasado me hubiera llevado, día tras día, a este preciso lugar, en este mismo instante…

– ¿Crees en esas cosas? -preguntó Dozer. Era una pregunta sincera.

– Hasta hoy, no -contestó Víctor, serio.

Dozer volvió a sonreír.

– De acuerdo… -dijo entonces-. Pero no te garantizo nada. No sé si mi gente estará bien… No sé si Aranda está allí o sigue en Málaga, en alguna parte. Y no sé si quedará alguien que tenga la capacidad para leer el código secreto que llevo en las venas, ¿comprendes?

Víctor asintió.

– Ya veremos -contestó al fin.

Y Dozer asintió lentamente, pensativo, mientras se echaba otro vaso de agua. Ya no tenía sed, pero no sabía cuándo podría engañar al estómago de nuevo, así que apuró el vaso y echó un último vistazo por la ventana del bar de carretera. Fuera, un remolino de viento arrastraba una polvareda siguiendo una ruta imprecisa y caprichosa; y a medida que los rayos del sol comenzaban a huir detrás de las montañas, Dozer se estremeció.

Empezaba a hacer frío.

Diez minutos más tarde, los dos hombres estaban otra vez en marcha. Ahora al menos habían encontrado un pequeño sendero de tierra que zigzagueaba entre terrenos de cultivo, atestados de exuberantes olivos. Nadie recogió la cosecha en los meses pasados, así que sus retorcidos troncos estaban cuajados de aceitunas negras. La mayoría había caído al suelo, donde la lluvia y el sol habían ayudado a descomponerlas. Como resultado, a través de las ventanas abiertas, les llegaba un embriagador tufo a alpechín que parecía impregnarlo todo.

Utilizando la puesta de sol como referencia, decidieron ir hacia el este, con la esperanza de ver aparecer la ciudad de Granada en algún momento. El cielo estaba ya oscuro cuando divisaron una pequeña población a lo lejos.

– ¡Por fin! -dijo Dozer-. Temía que no viésemos nada antes de que cayese la noche. El campo es aterrador y desconcertante cuando no hay ni una sola luz que sirva de referencia.

Resultó ser La Fábrica, una diminuta población a unos cincuenta minutos en coche del centro de Granada. Al menos, en circunstancias normales. Pero para evitar ser localizados desde la distancia, y gracias al claro de luna, decidieron viajar con las luces apagadas. Eso les obligaba a conducir lentamente, para ver llegar los obstáculos con tiempo suficiente.

Rodearon la población para evitar sobresaltos imprevistos y terminaron sumándose a una carretera asfaltada. Alguien había apartado los coches abandonados a la cuneta, despeñándolos en algunos tramos. En mitad de la vegetación, los techos de éstos parecían ataúdes dispuestos sin ningún orden ni sentido. Víctor se quedó mirando los vehículos mientras pasaban a su lado, observando las marcas en la carrocería; estaba claro que habían sido empujados con algún tipo de excavadora, lo que les hizo pensar que, en alguna parte alrededor, podía haber un grupo de supervivientes.

No siempre será así, pensó Dozer. Cuando lleguemos a Granada, el tráfico nos impedirá seguir con esta especie de dinosaurio con ruedas. Miró a Víctor por el rabillo del ojo, silencioso en su asiento del copiloto, y frunció el ceño. ¿Y qué haré contigo, Víctor? Yo puedo recorrer las calles. Puedo encontrar una moto, o una puta bicicleta, pero… ¿qué haremos si los zombis se abalanzan sobre nosotros?

Pensó en eso durante unos instantes, mientras se incorporaba otra vez a la carretera principal tras pasar La Fábrica. El asfalto brillaba de tal manera que la carretera parecía un puente de plata tendido en mitad de un manto de oscuridad.

Tuvieron que repetir otra vez la misma operación cuando llegaron a Huetor Tájar, y ambos permanecieron callados a medida que dejaban los edificios a su izquierda. Dozer calculaba que el pueblo debía contar con unos diez mil habitantes, más o menos, y resultaba sobrecogedor verlo apagado y silencioso, como una gigantesca tumba de cemento, ladrillo y cristal. En la distancia, escucharon el aullido de un lobo.

– Lobos… -exclamó Víctor.

– Supongo que los animales han ido recuperando las ciudades, bajando desde el campo a medida que todo quedaba en silencio. Sin ruidos ni luces que los ahuyentaran, deben estar dándose un buen festín de carne putrefacta.

– Eso es pavoroso.

– Eso es lo que hay.

No tardaron tanto como habían esperado en llegar a Granada, incluso avanzando campo a traviesa, lo que se veían obligados a hacer cuando llegaban a las diferentes poblaciones que se recogían alrededor de la A-92. El Roña parecía moverse con la misma soltura en la tierra suelta como en el asfalto, sobre todo desde que se ajustaron los cinturones de seguridad y pudieron dejar de botar en sus asientos. En el último tramo cogieron la general desde Santa Fe hasta Bobadilla, y allí detuvieron el coche, impresionados por lo que veían.

El cielo sobre la ciudad estaba cubierto de un denso manto de humo que parecía brotar de un único punto. Perezoso, el humo estaba prendido del cielo como una especie de garra.