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¡Altura!, se dijo. Necesitaba ganar altura. El edificio que había sido su hogar no podía prestarle ya ninguna ayuda: todo su antiguo esplendor estaba ahora desperdigado por el suelo formando una confusa amalgama de cemento y hierro. Sin embargo, lo que habían dado en llamar el Álamo seguía allí, al otro lado de la calle, y su altura resultaba más que conveniente. Se trataba de un edificio alto que habían conectado con Carranque mediante los aparcamientos subterráneos, y que habían acondicionado para convertirlo en un punto seguro en caso de que los muertos irrumpieran en el recinto. La pequeña llama de un débil brote de esperanza anidó en su corazón; ¿quedaría alguien con vida allí?, se preguntaba. Pero no quiso darse tiempo para responder a su propia pregunta. Si quedaba alguien o no, lo sabría, llegado el momento. Ahora se trataba de correr. Correr.

Mientras se ponía en marcha, de vuelta a las alcantarillas, pensó que unos prismáticos tampoco le hubieran ido mal, aunque dudaba de poder localizar algo útil entre aquellos restos sin sentido. No quedaba tiempo, de todas maneras; si no se daba prisa, perdería de vista los helicópteros y ya nunca sabría qué rumbo habían tomado.

Cruzó la calle utilizando los viejos túneles de saneamiento y pronto se encontró en el amplio aparcamiento público, que estaba tan oscuro y lúgubre como lo recordaba. Sus pisadas resonaban con fuerza en el asfalto, levantando ecos de tintes hostiles que rebotaban contra las paredes de hormigón. En apenas un minuto, se plantó en el portal del bloque de viviendas y comenzó la dificultosa ascensión hacia el ático. Había allí cadáveres desperdigados a lo largo de la escalera. Era un funesto presagio: si alguna vez había albergado la esperanza de que quedara alguien con vida allí, último bastión de defensa anti-zombi, era hora de decir adiós a esa esperanza. Eran ocho pisos, pero subía por las escaleras con una velocidad envidiable, jadeando como una vieja locomotora de principios de siglo.

Por fin, se encontró con la puerta de la azotea, la cual derribó con el hombro sirviéndose del ímpetu que arrastraba de su loca carrera por la escalera. Y allí, Dozer se enfrentó a una vista espectacular: una panorámica impresionante del entorno de Carranque, con todos los tejados de los edificios circundantes al descubierto. Por encima de éstos, los dos helicópteros eran todavía visibles (apenas dos puntos metálicos que brillaban con el sol) aunque el ruido de las hélices se había perdido.

Se acercó a la barandilla y la agarró con ambas manos, jadeando trabajosamente.

– ¡Eh! -gritó, aunque sabía que era inútil-. ¡EEH!

Siguió mirando los puntos, que parecían dirigirse hacia el este, rumbo a La Maroma. Cuando ya resultaba difícil distinguirlos, pestañeó varias veces para intentar recuperar el enfoque, y se dio cuenta de que habían desaparecido del cielo.

Chasqueó la lengua, experimentando una fuerte sensación de impotencia. ¿Hacia dónde se dirigían?, ¿a Vélez Málaga? No lo creía posible… habrían tomado una ruta más directa cruzando por el mar. ¿Nerja?, ¿Almería?, ¿otro sitio más cercano?, ¿algún rincón de resistencia perdido por la zona de La Maroma?

Súbitamente encolerizado, Dozer golpeó la barandilla con el puño cerrado, que cimbreó largo rato con una vibración metálica.

¿Qué significaba todo eso? Echó un vistazo a la terrible desolación de Carranque, que desde esa perspectiva ofrecía un aspecto aún más desesperanzador. Ahora que lo miraba desde arriba, se daba cuenta de que el edificio no parecía haber sido víctima de ningún terremoto, sino más bien de una fenomenal explosión. La disposición de los cascotes y los trozos de muro así lo atestiguaban. Si había sido así, ¿qué lo había provocado?, ¿un accidente? Y si había sido un accidente, ¿qué pintaban dos helicópteros en la escena?

Una cosa, al menos, estaba clara. Como había temido, sus amigos le habían dado por muerto. ¿Significaba eso que le habían dejado atrás y viajaban ahora hacia un destino desconocido?, ¿con quién?, ¿o eran los supuestos atacantes quienes huían del siniestro escenario?

Espoleado por esas y otras preguntas, bajó la escalera hasta que se encontró con los primeros cadáveres, repartidos por el suelo en las poses más extravagantes. La mayoría presentaba agujeros de bala, sobre todo en la cabeza. Casi podía detectar la firma de José y de Susana en ellos: impecable precisión y agujero de entrada y salida con forma y tamaño que correspondía con el calibre que ellos utilizaban. Al menos no reconocía en sus rostros torturados a ninguno de los miembros de la comunidad. Eran zombis, zombis anónimos, privados definitivamente del hálito de la vida que habían arrastrado como un préstamo macabro.

Un poco más allá encontró los restos de una puerta calcinada. El hollín había ennegrecido el techo y arruinado el marco de la puerta, que se encontraba completamente deshecha en un charco de cenizas y sustancias carbonizadas. El interior de la casa estaba oscuro como la boca de una cueva, y olía a humo, y entre las penumbras divisó más cadáveres. Algo en la ropa de uno de ellos le llamó poderosamente la atención.

Cruzó con cuidado por encima de los restos de la fogata y el corazón le dio un vuelco. Definitivamente reconocía los rasgos de aquel hombre, que parecía mirarle desde el suelo, empapado en sangre oscura y hedionda. No le había tratado demasiado, e incluso le costaba recordar su nombre… ¿Blasco?, ¿Blanco? Tampoco importaba. Era uno de los suyos, y estaba allí, asesinado y abandonado.

Suspirando con cierta prudencia, como si no quisiese hacer el más mínimo ruido, se llevó la mano a la boca, vivamente impresionado. No sabía cómo reaccionaría si encontrase a alguien más cercano en similares condiciones. La súbita visión de Susana en el suelo, con el cabello impregnado de cuajarones de cerebro y esquirlas de cráneo le asaltó y asqueó inmediatamente. Se retiró un par de pasos hasta topar con la pared.

Dedicó todavía unos minutos a explorar el inmueble, avanzando con un paso deliberadamente lento. Había sangre, casquillos de bala y agujeros en la pared; y el dormitorio era un escenario de pesadilla con una cama bañada literalmente en sangre y vísceras. Pero ninguno de los otros cuerpos que encontró era de nadie que conociese.

Cuando salió de la casa para volver al rellano, sin embargo, reparó en algo que le hizo dar un respingo.

Allí, apoyado contra la pared como un muñeco roto, estaba el cuerpo sin vida del sacerdote que les había tenido en jaque durante tanto tiempo. La sotana, vieja y raída, estaba más sucia de lo que recordaba, manchada de algo que probablemente era sangre. Lo peor era su cabeza. Le faltaba toda la mandíbula inferior, y la lengua, de un color morado oscuro y ribeteada de venas hinchadas, colgaba inerte formando un apéndice obsceno. Los ojos estaban hinchados y velados por una suerte de neblina blanca que a Dozer le recordó las cataratas avanzadas que a veces lucen los muy ancianos, y el cráneo mostraba una herida despiadada en un lateral. Dozer ya la había visto e infligido en mil ocasiones anteriores; era un disparo de bala, y la sangre describía una especie de semicírculo en la pared, lleno de puntas que parecían señalar todas las direcciones, como el emblema del caos.

Se quedó mirándolo durante un rato. No conocía las circunstancias en las que el padre Isidro había muerto, pero se le antojaba que la saña con la que habían acabado con él era quizá desmedida. No se imaginaba a ninguno de sus compañeros provocándole heridas tan atroces, y mucho menos a Aranda, o a cualquiera de los otros.

Tenía ante sí un puzzle fenomenal.

Pasó la media hora siguiente caminando de un lado a otro. Buscaba entre los cadáveres y examinaba sus rostros, intentando identificar viejos conocidos. Examinaba pisadas, cartuchos de bala, marcas, y se paseó por entre los restos del edificio, intentando reconstruir la escena. En el pequeño edificio prisión donde solían tener encerrado al padre Isidro, encontró el cadáver del doctor Rodríguez, que yacía en el suelo con un brazo prisionero tras su espalda y una jeringa clavada en una de las cuencas. La mucosa del ojo había resbalado espesa por la mejilla y servía de alimento a una plétora de moscas.