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Sombra cambió la maza de brazo. Después de un par de golpes, descubrió que podía manejarse casi igual de bien y siguió golpeando. Los muertos siseaban como serpientes, y en algún lugar, retumbó un trueno.

– ¡Que termine ya! -exclamó Sombra.

Los muertos le ganaban terreno; retrocedió un par de pasos, rechazándolos ahora con desesperados mandobles. José, a su derecha, se volvió para echarle una mano. Sus golpes quebraron los huesos de los brazos extendidos, pero no a la suficiente velocidad; inesperadamente, una mano le agarró el brazo, con una fuerza tan brutal e inesperada que casi deja caer la maza. José tiró hacia atrás, arrastrando al zombi a primer término, donde tropezó con la mesa.

Entonces sí. Susana avanzó un par de pasos y levantó la maza por encima de su cabeza para dejarla caer con un grito. La maza quebró completamente la cabeza del zombi, que reverberó con un espasmo demoledor. La fuerza del golpe pasó vibrando por el asa de la maza y le atizó en el brazo, que retiró instintivamente. El arma, en cambio, se quedó incrustada en la cabeza, asomando como una cucharilla de postre en un enloquecedor cuenco de hueso y piel. Asqueada y aterrorizada por lo que había hecho, Susana se llevó ambas manos a la boca, con el corazón recorrido por un estremecimiento.

José, liberado repentinamente, perdió apoyo y cayó hacia atrás, dando con el culo en el suelo. Su expresión de consternación dejó paso a una de auténtico terror. Sombra estaba a punto de ser superado por los zombis y retrocedía hacia el gran ventanal, Susana retrocedía (¡sin su arma!), más parecida ahora a la Susana que conoció en los primeros días de Carranque que a la feroz luchadora que luego floreció en ella, y el número de muertos al otro lado de la pila de cadáveres era tan grande, que la mesa misma se desplazaba continuamente, centímetro a centímetro.

Estaba a punto de gritar que se retirasen cuando uno de los muertos se encaramó de un salto sobre la pila de cuerpos. Su llamamiento se congeló en su garganta, superado por la sorpresa. El rostro del zombi, recubierto de estrías inmundas, estaba henchido de rabia. Sombra reaccionó instintivamente, lanzando un golpe hacia delante. La maza se estrelló contra la rodilla y la pierna se dobló formando una ele, pero en el ángulo equivocado. El espectro no pareció notarlo: se lanzó sobre Sombra y éste cayó hacia atrás, precipitándose contra la vidriera que separaba el corredor del patio. El cristal y los embellecedores de madera se rompieron con un estrépito ensordecedor; los cristales volaron por todas partes, cayendo sobre el suelo mojado, y Sombra se encontró mirando el cielo oscuro con la lluvia forzándole a cerrar los ojos.

– ¡MARCELO! -gritó José, incorporándose de un salto.

Sin José y Sombra repeliéndolos, los muertos empezaban a saltar ahora por encima de la barricada. Se servían de sus brazos y piernas, pero los usaban de forma poco ortodoxa, agazapados y con las cabezas encogidas entre los hombros; en las penumbras del corredor, José tuvo la fugaz sensación de que se movían como gigantescos saltamontes.

Pero en Susana se obraba un cambio: ver a aquel zombi sobre Sombra con la pierna colgando a un lado como la extremidad descosida de un muñeco de trapo le arrancó una pequeña chispa, devolviéndole la determinación que había perdido. Un solo pensamiento cruzaba su mente: ¡el humo tóxico! Se lanzó a la carrera contra el hueco del ventanal, proyectándose contra el espectro y derribándolo contra el suelo. Salieron rodando el uno sobre el otro convertidos en una maraña de brazos y piernas. Sombra, mientras tanto, reculó ayudándose de los codos, asqueado y respirando por la boca como si fuese un fuelle.

José supo en el acto que no podría contener a los espectros mientras ellos regresaban al interior. Habían perdido el sitio: los muertos ya estaban al otro lado, mirándole con sus desquiciantes ojos blancos. Antes de que fuesen más, saltó literalmente hacia la brecha y se precipitó al exterior. La lluvia le sorprendió, fría y abundante.

– ¡MARCELO! -gritó.

Sombra se levantó del suelo. A su lado, Susana se distanciaba del espectro golpeándole con la bota mientras éste reptaba hacia ella. José se adelantó y lo derribó definitivamente, golpeándole con la maza en la cabeza.

– ¡Hay que salir de aquí!

Susana miró hacia arriba, respirando pesadamente. El humo seguía ahí arriba, pero no era tan oscuro como antes. El aire entró en sus pulmones y comprobó con incredulidad que olía a tierra húmeda, aunque también a ceniza y a carbón mojado.

– ¡José, el humo!

Los muertos salían ahora por la brecha, haciendo caer grandes trozos de cristal de las mamparas. Sus pisadas hacían crujir el vidrio convertido en añicos que llenaba el suelo. José miró arriba y luego alrededor, comprendiendo lo que Susana quería decir.

– ¡Es la lluvia! -dijo de repente, desbordado por una repentina alegría-. ¡La lluvia, Susi, la lluvia!

Sus miradas se cruzaron brevemente, compartiendo un infinitesimal instante de felicidad. En ese lapso que era tan intenso precisamente por su maravillosa fugacidad, un mismo pensamiento brotó en la mente de ambos.

– ¡Las armas!

Susana sonrió, con la cara brillante por el agua que resbalaba, abundante, por su piel. Demasiado bien recordaba aquellas armas que habían guardado, y que hasta ahora habían quedado fuera de su alcance. Con ellas en juego, de repente empezaban a brillar nuevos rayos de optimismo en el horizonte. De repente, tenían otra vez una oportunidad.

Mientras tanto, Sombra había recuperado la maza del suelo y se preparaba para recibir a los zombis, que empezaban a invadir el patio del antiguo Parador. José tiró de su brazo.

– ¡Olvídate de eso! -gritó. Un relámpago cruzó el cielo, tiñendo las nubes de un color eléctrico-. ¡Ven con nosotros, vamos!

– ¿Adónde? -exclamó Sombra, sin perder de vista a los espectros. Se retiraba dando pequeños saltos laterales, con la maza aún preparada en el puño.

– ¡A terminar con esto… de una puta vez!

El padre Isidro se encontraba en el centro del patio central del Palacio de Carlos V, rodeado de cadáveres. Caminaba lentamente entre ellos, inclinando ligeramente la cabeza para verles mejor la cara. Sobre todo, le interesaban más los cuerpos que no iban vestidos de soldado.

Esperaba reconocer entre ellos los rostros de los impíos, los que le arrebataron la Palabra, los que conocía ya tan bien. Ellos. Ellos. Ellos. Las rameras, que eran probablemente mulas del pecado de fornicación, el moro mentiroso y despreciable que lo humilló utilizando la bajeza y el engaño, y todos los otros. Sus caras flotaban en su cabeza, todas ellas burlonas.

Mientras caminaba, un estrépito retumbante le hizo mirar arriba. Una polvareda de un color gris sucio salía despedida de la segunda planta, haciendo desaparecer las columnas de la vista. El edificio se estaba derrumbando, consumido por el cáncer de las llamas, y a Isidro le pareció un final apropiado para la fortaleza impía: devorada por el fuego.

Invocad el nombre de vuestros dioses, y yo invocaré el nombre de Jehová; y el dios que respondiere por fuego, ése sea Dios.

Abandonó el palacio por la puerta que había abierto unos instantes antes. Había centenares de zombis; tantos, que parecía una manifestación multitudinaria. Caminó entre ellos, pensativo. Sin duda, no encontraría a las ratas en medio de aquella marea de muertos; si seguían aún por allí, debían estar escondidos en alguno de los edificios que se levantaban alrededor. Casi podía verlos… ¿cuál sería el mejor lugar para encontrarlos, agazapados en sus cubiles, intentando resistirse al Juicio Divino? Miró hacia el horizonte, a través de la calle Real, y la respuesta vino por sí sola: lejos, lo más lejos posible de los resucitados, allí donde el número de éstos era menor.