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Era, por supuesto, el Palacio de Carlos V.

– ¿Qué ha pasado aquí…? -masculló Dozer. El fuego se reflejaba en sus pupilas, dándoles un aspecto vidrioso.

Los muertos se volvían ahora hacia el coche, abriendo las bocas muertas.

– Por Dios… este lugar está muerto -añadió.

– Los zombis… Ve más despacio, ¡más despacio!

Dozer soltó el acelerador y redujo la marcha todavía más, hasta que la aguja cayó prácticamente a cero. La estratagema resultó: el motor del Roña al ralentí no parecía motivo suficiente para que los espectros se lanzaran sobre el vehículo, y sin duda, el efecto cueva que se producía en el interior de la cabina los mantenía alejados de la vista. Víctor se agarraba al asiento, sintiéndose como un marino que navega en un mar de tiburones, flotando sobre una tabla.

– Tío… -empezó a decir.

– Sssssh -dijo Dozer.

Atravesaron la calle, avanzando a un paso renqueante, y terminaron por meterse en una plaza pequeña, junto a la entrada oeste del Parador. La puerta, sin embargo, estaba cerrada a cal y canto.

– No hay nada que hacer -se lamentó Dozer.

– ¿Y si están en alguno de estos edificios?

Dozer miró la puerta. Tenía aspecto de no haber sido abierta en los últimos mil años.

– No… Si estuvieron aquí, deben de haberse ido. Esto es una ruina. Una tumba. Si aquí hubo una batalla, la ganaron los zombis, como hacen siempre esos hijos de puta.

El lugar le traía demasiadas sensaciones. Era la segunda vez en pocos días que llegaba tarde y se encontraba sólo con la destrucción para saludarlo. Humo, llamas, cascotes… eran cosas conocidas. Sintió una opresión en el pecho y una honda tristeza, porque allí no había helicópteros en el cielo que le dieran ninguna pista sobre su nuevo paradero. Pensó en José, en Susana y en Moses. Pensó en Aranda, y de repente dudó si había hecho bien en salir de Málaga sin esperarlo al menos unos cuantos días. Y pensó en todos los otros, sintiéndose cada vez más desesperado y miserable. Estaba solo.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Víctor prudentemente-. Si hay algún lugar peligroso… es éste.

– Lo sé -contestó Dozer-. Vámonos. Aquí no hay nada para nosotros.

Y un trueno hizo estremecer toda la bóveda celeste.

Isabel corría, cada vez con más desesperación. Estaba a punto de tirar el fusil para poder imprimir a sus piernas mayor velocidad cuando una imagen le congeló el corazón.

Ante ella, en mitad de la torrencial lluvia, había una figura oscura acuclillada en el suelo.

Al principio pensó que era un caminante con el cuerpo quebrado, porque la postura era en verdad extraña. Estaba de espaldas, pero las piernas asomaban por debajo en dirección hacia ella, con las puntas hacia arriba. Pero entonces, la figura se incorporó lentamente, y entendió lo que estaba viendo.

Sin dejar de avanzar, con el rifle entre las manos como si fuera un cestillo de fruta, Isabel se acercó. Su corazón latía de una forma despiadada.

Los zapatos, ahora los veía, no eran zapatos. Eran botas. Y los pantalones… Aquellos pantalones…

¿M-Mo?

Sacudió la cabeza, y se detuvo. Su labio inferior temblaba descontroladamente, y mientras su mente se desbocaba llenándose de un terror insondable, más ácido y corrosivo que cualquiera que hubiera podido sentir en toda su vida, la figura que se había alzado se enderezó aún más, como si escuchara. Luego, empezó a volverse, muy lentamente. Y cuando vio su rostro, Isabel tuvo que retroceder un par de pasos para mantener el equilibrio y no caer al suelo.

Era él.

No sabía cómo, pero era él, horriblemente desfigurado. Como si… como si…

No tiene boca.

De pronto se acordó de la primera vez que lo vio, en la plaza de la Merced. Ella miraba por la ventana del edificio donde resistía con otros supervivientes -que él mató- y él estaba debajo, en la calle, mirándola fijamente. Estaba de pie entre los muertos, y éstos parecían no reparar en él. Entonces lo confundió con uno de ellos. Fue el principio de todo un periplo de acontecimientos que ahora parecía desembocar en aquel sitio, bajo la lluvia.

Sí, estaba allí mismo.

Y el que estaba caído a sus pies…

El padre Isidro supo de quién se trataba inmediatamente. Era una de las primeras rameras que encontró, y una de las más esquivas, por cierto. Recordaba haberla visto desde la ventana de su prisión en el campamento que el Señor castigó tan duramente. ¿No era ella la que iba siempre con el moro que acababa de ajusticiar?

Los músculos de la cara se contrajeron, intentando una sonrisa. Luego se apartó suavemente, levantando el pie derecho como si fuera ingrávido. Parecía una escena rodada a cámara lenta. Después, extendió la mano sobre el cadáver, con un elegante gesto, como si quisiese mostrar su obra.

Su ropa era inequívoca, pero cuando vio su perilla, su cabello corto y oscuro y su tez aceitunada, ya no le quedó ninguna duda.

Fue como si la atravesaran con una banderilla de las que emplean los toreros en las plazas de toros. El dolor empezó en la parte posterior del cuello y le atravesó el pecho como si fuese a partirse en dos.

Estaba muerto, sobre eso no albergaba ninguna duda. Aquel ser escalofriante, más parecido ahora a un zombi que a otra cosa, no le habría dejado si no llega a asegurarse de que era así. La ausencia de mandíbula inferior desdibujaba su expresión, pero sus ojos reían. Se regodeaban.

Muerto.

Entonces empezó a temblar, con las piernas incapaces de aguantarle por más tiempo.

El padre Isidro empezó a avanzar hacia ella. Estaba tan delgado que parecía que medía un par de metros; la sotana, infecta de sangre de sus víctimas, se agitaba bajo la lluvia como el cuerpo de una medusa.

Isabel apretó los dientes, mudando su ánimo de una atroz tristeza a una rabia cegadora. Cogió el rifle con ambas manos e intentó apuntar, pero temblaba de los pies a la cabeza y sus brazos parecían incapaces de sujetarlo correctamente.

Hizo un disparo, pero demasiado desviado a la derecha. La bala voló por el aire y se perdió. Isidro dio un respingo, y sus ojos se abrieron de par en par. Isabel disparó de nuevo, con todavía menos acierto: había empezado a llorar de forma descontrolada y apuntaba demasiado bajo; la bala arrancó una pequeña explosión de tierra en el suelo, entre ella y el sacerdote.

Isidro empezó a avanzar.

El tercer disparo volvió a fallar; la bala desapareció entre el follaje en algún lugar a la espalda del sacerdote, haciendo que las hojas se estremecieran.

Entonces, mientras Isidro acortaba la distancia cada vez más, Isabel cayó de rodillas al suelo. La lluvia había aplastado sus cabellos contra su cara, deformada por una expresión de dolor, y el fusil cayó de sus manos.

Cerró los ojos y se rindió.

– ¿Qué ha sido eso? -dijo Víctor.

– ¿El qué? -preguntó Dozer.

La lluvia repiqueteaba contra el techo y el parabrisas del coche, produciendo un sonido melancólico.

– He escuchado un disparo.

Dozer inclinó la cabeza, sorprendido por un repentino rescoldo de esperanza. Y entonces lo escuchó él también.

La adrenalina inundó su cuerpo con una fuerza inusitada. Estremeciéndose, saltó sobre su asiento, agarrándose al volante. Luego reconsideró la idea.

– ¡Quédate aquí! -dijo, abriendo la puerta del coche. El sonido de la lluvia se hizo de pronto más intenso.

– ¡¿Dónde vas?! -exclamó Víctor.