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Ahora, Moses yacía en el suelo, con la boca abierta llena de agua.

– ¡HIJO DE PUTA! -gritó a la vegetación donde el sacerdote había caído-. ¡SAL!

Isabel había entrado ahora en el coche, con la mirada perdida. Estaba intentando decir algo, porque movía los labios temblorosos, pero era incapaz de emitir sonido alguno. Víctor no la conocía, pero su rostro estaba cargado de una tristeza tan honda, que su corazón se encogió.

Nada se movía entre las plantas. Las hojas, verdes y lozanas, se sacudían solamente por efecto de las gotas de lluvia que caían sobre ellas.

¿Y si se ha roto el cuello?, ¿y si está inconsciente?, pensaba Dozer. ¿Y en qué clase de monstruo se ha convertido ese cura loco? Parecía uno de esos zombis, con los ojos blancos y esa fuerza irracional, pero su velocidad… su capacidad de reacción, era del todo desproporcionada.

Quería ir a mirar, pero intuía que era una trampa.

– ¡Víctor! -llamó de nuevo, sin dejar de mirar al frente.

– ¿Qué?

– ¿Cómo está ella?

Unos instantes de silencio. Dozer se movió lateralmente, pasando por delante del Roña. El motor estaba parado, pero el capó, todavía caliente, evaporaba el agua de lluvia despidiendo un vapor blanco que se elevaba lánguidamente en el aire. Cuando llegó al otro lado, se puso al lado de Víctor.

– ¿Isabel? -preguntó.

Pero ella no dijo nada. Dozer asomó la cabeza dentro, y lo que vio le sirvió de respuesta: una Isabel destrozada, con la mirada ausente, los ojos enrojecidos y la boca entreabierta. Era como si su mente se hubiera desconectado. Era, por lo tanto, inútil preguntarle dónde estaban los demás.

Si es que quedaba alguien más.

Un trueno retumbó en el cielo, potente y desgarrador. El eco se esparció alrededor, desapareciendo poco a poco.

– ¡Dios! Tu mano… -exclamó Víctor, reparando en el dedo amputado.

– No pasa nada. No es la mano de las pajas.

– ¿Cómo? -preguntó Víctor, perplejo.

Dozer negó con la cabeza, sintiendo cierta nostalgia. José sí habría reído esa broma. Hasta Susana habría reído la broma, pero no parecían estar por allí… Sólo esperaba que aún siguieran vivos, porque los echaba de menos; mucho más de lo que había creído.

– ¿Quién era ese tío? -preguntó Víctor entonces.

– El sacerdote… -dijo Dozer.

Víctor pestañeó.

– No puede ser… dijiste que lo encontraste muerto…

– Pues ha vuelto. ¿Te extraña? En este mundo de mierda todos vuelven…

– Dios… ¿cómo llegó hasta aquí?

– No lo sé -dijo, pero de pronto se encendió una pequeña luz en su mente.

¿Lo traje yo?

Se acordó del mensaje que había pintado en Carranque, dirigido a Juan Aranda, y su pecho se contrajo, arrojándolo a un pozo de pesadumbre. Él lo había traído… él había matado a Moses.

No he sido yo. Ha sido ÉL.

Sacudió la cabeza, intentando sacarse esos pensamientos de la mente. No necesitaba algo así en esos momentos.

Las plantas seguían inmóviles. Inquieto, Dozer empezó a mirar hacia la izquierda y también la derecha. De repente, le preocupaba que estuviera dando la vuelta por alguna parte, que fuese a sorprenderlos por la espalda…

– Pero ¿era un zombi?

– No… Sí… No lo sé -admitió-. Es un hijo de puta. Si estuviera ardiendo no cruzaría la calle para mearle encima.

– Ya…

Pensó en coger el Roña y arremeter contra las plantas. Le gustaría ver lo que podía hacer aquel despojo contra aquella mole de metal y plástico. Pero no hubo tiempo. De pronto, las plantas se estremecieron, y el padre Isidro emergió de entre ellas, con los ojos encendidos por una furia atronadora. Se había rasgado la sotana con las zarzas y el pecho quedaba al descubierto, revelando la herida inmunda que lo entregó a la vida de los muertos vivientes. En la mano llevaba una vara de hierro larga que había encontrado al fondo del jardín, entre ladrillos, sacos de cemento largamente olvidados y otros restos de material de obra.

Dozer apenas tuvo tiempo para decir nada. Víctor se quedó petrificado, hipnotizado por su apariencia horrorosa. Ahora tenía, además, la cara surcada por cortes y heridas producidas por las púas de los espinos que había atravesado en su vuelo.

El padre Isidro llegó hasta ellos como un huracán desatado. Levantó la vara y la dejó caer sobre ellos. Víctor se agazapó tras la puerta abierta, y la vara se estrelló contra ella con un sonido metálico y estridente. En el interior del coche, Isabel gritó.

Dozer intentó agarrarle por la sotana, pero el padre Isidro estaba ahora encolerizado, atormentado por la rabia que sentía y el sonido lacerante de su misma vida, que golpeaba su cabeza como un martillo: BUM-BUM-BUM. Extendió el puño y le asestó en la mandíbula, haciendo que retrocediera un par de pasos. Víctor abrió la boca para gritar algo, pero tampoco esta vez el sacerdote le dio tregua: empujó la puerta de una patada y ésta le golpeó con una fuerza arrolladora. Se golpeó la cabeza y resbaló hasta quedar sentado en el suelo.

Dozer no podía dar crédito a lo que estaba pasando. Él era fuerte… pero aquel monstruo parecía un titán a su lado. En un momento de pánico, de debilidad, hasta llegó a pensar que realmente se movía con una especie de energía prestada, una capacidad divina, favorecida por el Dios en el nombre del cual decía actuar. Pero tan pronto como se había formado, el pensamiento desapareció.

Con el siguiente envite tuvo suerte: hizo una finta y lo esquivó. Lanzó un contraataque y consiguió alcanzarle en la cara, pero fue como si una niña hubiera golpeado un muro.

Jesús…

El padre Isidro respondió, describiendo un movimiento rápido con los brazos y golpeándole con su improvisada arma. Dozer cayó hacia atrás, perdiendo el equilibrio y golpeando contra el suelo. La sangre comenzó a manar de sus encías y la nariz. Pestañeó, maldiciendo por haber perdido otra vez la iniciativa, y se preparó para la lluvia de golpes.

Pero Isidro no quería jugar más. Quería terminar con ellos tan rápidamente como fuera posible. Se colocó junto a él y levantó la vara por encima de la cabeza, que se alzó hacia el cielo cuan larga era, y se dispuso a ensartar a la rata. De una vez por todas.

Un chisporroteo cargado de ecos eléctricos encendió el cielo. Dozer abrió los ojos, y vio a Isidro ante él. Instintivamente, aguantó la respiración, anticipándose al momento en el que la vara de hierro lo atravesara. Y justo cuando Isidro iba a asestar el golpe final, un rayo cegador y grueso como un hombre bajó del cielo nocturno y alcanzó la punta de la vara. La escena se llenó de una luz azulada, y la vara crepitó mientras sinuosas ondas de electricidad la recorrían. Isidro se estremeció, sacudido por casi dieciocho mil amperios de energía. Sus ojos se hundieron hacia dentro, y su lengua se puso tensa, como una rama negra. El codo flexionado explotó, y el rayo escapó a través del hueso, lanzando una llamarada fulgurante. Mojado como estaba, la electricidad lo envolvió y oscureció su piel, que se rizó como la tela prendida por el fuego.

Dozer gritó, superado por la visión horrorosa que tenía delante, y en mitad de su grito, el rayo perdió fuerza y desapareció.

Isidro permaneció en pie, literalmente carbonizado y humeante. Olía a ozono concentrado, pero también a carne quemada, a carbón y cenizas. Su brazo derecho se deshizo y resbaló por su costado, convertido en un montón de trozos oscuros. La vara cayó y golpeó el empedrado con un sonido metálico; después, todo su cuerpo se desmoronó, cayendo al suelo, donde se había formado una mancha oscura en forma de estrella de cien mil puntas.