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Dozer, apoyado sobre sus codos, resopló pesadamente. Miró hacia arriba, y como respuesta, el trueno se hizo audible, potente y despiadado, hasta que terminó por desvanecerse lentamente.

Víctor se había puesto en pie, pero estaba apoyado contra el coche, con la boca abierta.

– Dios mío… -susurró Dozer.

Víctor dio un par de pasos temerosos, acercándose a los restos del cadáver renegrido. La lluvia enfriaba las brasas y dejaba escapar vapores son un siseo suave.

– Un pararrayos… -dijo suavemente.

– ¿Qué?

– Nos atacó con un pararrayos.

Dozer se había levantado y miraba la vara de hierro en el suelo. Tenía una sustancia negruzca adherida a uno de los extremos. Enseguida supieron que eran los restos de una mano.

– ¿De dónde cojones sacó un pararrayos?

Víctor se encogió de hombros.

Pero Dozer acariciaba otro pensamiento. Justicia divina, decía su mente. Y ése era un concepto que le gustaba.

– Llévatela… -pidió Dozer en voz baja.

– ¿Adónde? -preguntó Víctor, sin poder dejar de mirar los restos humeantes.

– Conduce el coche sólo un poco más adelante, tío. Espérame allí… habla con ella, si quieres, quizá pueda decirte qué ha sido de los otros. Pero sobre todo, llévatela. Hay algo que debo hacer, y ella no puede verlo.

– Oh – exclamó Víctor, comprendiendo-. Entiendo.

Cuando se hubieron marchado, moviéndose tan lentamente como les era posible, Dozer reparó en el fusil. Lo cogió del suelo, y le sorprendió descubrir que era del mismo tipo que usaban en Carranque. Lo abrazó con fuerza contra su cuerpo, pensando que quizá podía haber pertenecido a José o Susana. Luego se sentó en el suelo, delante de Moses, y esperó.

Quería despedirse de él. Y luego, dejarle descansar. Moses no vagaría para siempre por ese mundo de mierda.

Dozer regresó a los treinta y seis minutos, visiblemente apesadumbrado. Abrió la puerta del coche y se metió dentro. Isabel dormía en el asiento trasero.

– ¿Ha dicho algo? -preguntó.

– Sí. Ha dicho cosas, la mayoría sin sentido. Creo que ha sido un duro golpe para ella. Ha dicho algo de unos niños… creo que al menos ellos podrían estar a salvo, escondidos en alguna parte. Y ha dicho otra cosa…

– Dime -exclamó Dozer, expectante

– Que se encerraron en el Parador.

– El Parador… -repitió Dozer.

Recordaba vagamente haber oído hablar del Parador Nacional de la Alhambra, haberlo visto en alguna parte. Un lugar paradisíaco que llama al descanso, al retiro y a la meditación, o alguna mierda de ésas. Giró la cabeza y miró al exterior, para orientarse.

– ¡Es eso! -exclamó de pronto. Miraba el edificio que tenían a cierta distancia; éste les mostraba la fachada norte. Entonces abrió la puerta de nuevo.

– Me quedo aquí -soltó Víctor-. Lo sé.

Dozer asintió, y con el fusil en mano, salió otra vez a la carrera.

Rodeó el edificio, buscando un acceso. Cuando llegó a la fachada sur, que conectaba con la calle Real, encontró los jardines frontales llenos de zombis. Sus pasos erráticos y la lluvia habían borrado completamente el dibujo que Alba había hecho en el suelo, no hacía tanto tiempo. La puerta principal estaba abierta, y por ella entraban los espectros, movidos por la inercia. Esa escena espantosa le arrancó un gesto de preocupación.

Entró en el interior del Parador, como un arqueólogo que accede a una tumba. Estaba oscuro y había muebles tirados por el suelo. En la recepción, el mostrador había desaparecido y en su lugar había ubicados un montón de camas y colchones de todos los tamaños. Montones de telas inmundas y ropas se esparcían por doquier. Los zombis se movían entre ellas.

En cuanto empezó a avanzar, un sonido de sobra conocido empezó a llegar desde alguna parte del recinto. Eran disparos, el sello personal del Escuadrón de la Muerte. La esperanza empezó a brillar en su corazón, y movido por ésta, Dozer empezó a correr. Intentando orientarse, pasó por un corredor donde había apilada una cantidad apabullante de cadáveres contra unas mesas volcadas. En esa masa informe de miembros retorcidos, algunos todavía se movían, pero estaban prisioneros de los que tenían encima. Había visto mucho, pero la escena le pareció salvaje y brutal.

Ahora, los disparos se escuchaban más cercanos. Siguió avanzando, apartando a los muertos que caminaban por el pasillo. Éstos estaban mucho más excitados por efecto de los disparos, y cuando los apartaba para pasar le respondían con gritos y miradas furibundas. A Dozer no le extrañó que el sacerdote se hubiera vuelto completamente loco pasando tanto tiempo entre todas aquellas cosas muertas, incluso sabiendo que era especial y que no le atacarían, su sola proximidad era detestable y sus gritos martilleaban su ánimo.

Un poco más adelante, vio el resplandor de las ráfagas.

Ráfagas cortas, precisas, para ahorrar munición, pensó. Deben de ser ellos… por Dios, que sean ellos.

Entonces se acordó del final de una película donde salían zombis, en los tiempos en los que la realidad y la ficción aún se diferenciaban. El tipo había aguantado toda la noche encerrado en una casa, y cuando la Guardia Nacional llegó por la mañana disparando contra los monstruos, el tipo se asomó a la ventana y recibió un disparo en la cabeza. Suponía que si se acercaba a ellos a la descubierta, con la oscuridad reinante, le ocurriría algo parecido.

– ¡Eh! -gritó- ¡Susana! ¡José! ¡EH!

– ¡…sana! ¡José! ¡EH! -gritó una voz.

José interrumpió la monótona cadencia de disparos. Estaban pertrechados en un despacho, aprovechando el embudo que brindaba la puerta. Lamentablemente no encontraron armas suficientes para los tres, así que Sombra permanecía junto a ellos con la maza en la mano.

– ¡Viene alguien! -exclamó Susana.

– ¿Juan?, ¿es Juan? -preguntó José.

– ¡Sí, es Juan! -dijo Susana, lanzando un par de disparos más-. ¡Tiene que ser él!

José asintió. Las armas habían supuesto una diferencia esencial para enfrentarse a los zombis; ahora sólo se trataba de reducir su número hasta que se acabara la munición, y luego… luego ya pensarían cómo afrontar el problema. Pero aquella voz que llegaba del corredor venía del mismo lugar de donde venían los zombis; quienquiera que estuviese en ese lugar, debía tener el Necrosum en sus venas.

– ¡ARANDA! -gritaron con un creciente sentimiento de euforia-. ¡ESTAMOS AQUÍ!

– ¡ARANDA, ESTAMOS AQUÍ! -decían los gritos.

Dozer reconoció sus voces. ¡Eran ellos! Movido por una súbita alegría, se puso en marcha, utilizando el rifle para ocuparse de los caminantes. Disparaba a bocajarro, apuntando directamente a sus cabezas. Éstas se sacudían brutalmente, y caían al suelo desmañadamente.

En el interior del despacho, el flujo de zombis se detuvo. José y Susana se miraron, con los ojos encendidos. ¡Aranda había vuelto! Con los rifles preparados, pasaron con cierto esfuerzo por encima de los cadáveres y salieron fuera.

Y lo que vieron les dejó paralizados, arrojándolos a un abismo de confusión.

No era Aranda. El hombre que disparaba contra los zombis, bloqueándolos con su propio cuerpo para impedirles el paso, era un tipo de espaldas anchas, vestido prácticamente como ellos, y con el pelo corto y rubio.