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Y Carranque… Carranque ya no existía. Ya ni siquiera el doctor Rodríguez podría jamás seguir investigando sobre el Necrosum, por no mencionar que su sangre no era más válida ahora que la de cualquiera de aquellas monstruosidades que le rodeaban.

Asintió en silencio, respondiéndose a sí mismo.

No. Él no sería Aranda el Zombi.

Se incorporó, con las manos temblorosas, y se dio la vuelta, alejándose por el pasillo sin mirar atrás. Regresó hasta el exterior y recorrió la calle Real, cabizbajo y envuelto en un torbellino de sensaciones, de vuelta a la puerta por donde había entrado momentos antes. Allí abandonó la Alhambra, sin mirar atrás. Una vez tuvo un sueño: rociar la ciudad con alguna suerte de gas que acabara con los zombis y preservara a los vivos, y casi lo consiguió. Casi. Pero lo había estropeado todo, había echado a perder la oportunidad que se le había brindado. Ahora viviría el exilio, una nueva existencia alejado de todos, como la que sufrió los primeros meses de pandemia, allá en el Rincón de la Victoria.

Y cuando empezó a descender la colina entre los arbustos y la vegetación, incapaz siquiera de llorar, el que fuera líder de Carranque salió para siempre de nuestra historia.

Dozer no encontró a Aranda por ninguna parte, ni encontró a nadie más vivo. En el silencio de las primeras horas del día, el palacio era ahora una tumba donde el único sonido era el frufrú del lento caminar de los muertos. Algunos iban vestidos de soldados; otros, eran delgados y vestían ropas sucias, y Dozer no pudo evitar pensar que aquellos habían formado parte, una vez, de los que sobrevivieron en la zona civil.

Caminó por el interior humeante del palacio durante bastante tiempo, pensando que en cualquier parte podían estar los restos de Aranda, y aunque estaba contento por haber encontrado al resto del Escuadrón, a Isabel y los niños, no pudo evitar sentir angustia por los que habían caído.

Sin embargo, encontró algo: el almacén de suministros. Éste estaba emplazado en los sótanos del palacio, y se quedó abrumado por la cantidad de raciones del ejército que estaban allí apiladas. No entendía cómo los soldados no las habían compartido con los civiles, como le habían contado sus amigos.

Tenía que conseguir llevarlos allí.

Dedicó toda la mañana a clausurar de nuevo los accesos a la Alhambra, lo que no fue una tarea fácil. Para conseguirlo, utilizó los camiones que aún quedaban para bloquear los accesos de la Puerta de los Carros, incluyendo la Torre de la Justicia. Allí encontró también una destartalada furgoneta llena de sopas y paquetes de pastas (tallarines, macarrones, espaguetis…), que metió en el interior del recinto. La puerta de la Alcazaba le costó algo más de trabajo, porque las orgullosas hojas de madera habían prácticamente desaparecido y no había forma de llevar ningún vehículo hasta allí, ni siquiera el Roña. En lugar de eso, arrastró con esfuerzo parte de los sacos y los muebles que habían constituido la barricada del ejército, hasta que quedó inaccesible.

Cuando terminó estaba sudoroso y exhausto, los músculos parecían pulsar con vida propia y sentía retortijones en el estómago producidos por el hambre, pero aún tenía que hacer el trabajo más duro: eliminar a todos los zombis que quedaban dentro. Sentado en una de las milenarias piedras de la Alcazaba y bajo un inesperado y ardiente sol, Dozer se pasó una mano por el pelo húmedo y bufó.

Sabía que, después de la refriega de la noche anterior, la munición sería del todo insuficiente para aquella cantidad de espectros, así que tuvo otra idea. Era escalofriante, pero a esas alturas la idea surgió de forma natural y ni siquiera pensó en su atroz naturaleza. Además, resolvía dos problemas a la vez.

Fue hasta el palacio y tomó una tea ardiendo de uno de los muchos fuegos; después se acercó a uno de los zombis y prendió sus ropas. El espectro continuó andando, ignorante de que sus pantalones empezaban a llamear. El sol estaba ya alto en el cielo y hacía tiempo que había secado sus ropas, así que en poco tiempo, el fuego le envolvió casi completamente.

Dozer lo miró alejarse, hasta que se detuvo, meciéndose suavemente, y cayendo hacia delante lentamente, con las piernas extendidas.

El camino estaba marcado.

Repitió aquella operación veinte, cincuenta y hasta cien veces. El aire se llenó del desagradable olor de la carne abrasada, y cuando miró hacia atrás, vio la calle llena de pequeñas hogueras humeantes que se iban apagando poco a poco.

A las cinco de la tarde, todavía sin probar bocado ni beber un sorbo de agua, Dozer no pudo encontrar ni un solo espectro vivo al que prender fuego. Entonces tiró la tea al suelo, y regresó al Parador.

La noticia de sus trabajos dejó a todos impresionados.

– No puedo garantizar que no quede algún muerto en alguna parte -explicó-. Esos hijos de puta se habían esparcido como cucarachas en la cocina de un bareto de mala muerte. Así que sugiero que, por ahora, vayamos todos juntos. Pero he encontrado comida, grandes cantidades de comida. Deberíamos ir allí y que cada uno traiga lo que pueda cargar.

Aquellas palabras arrancaron vítores y lágrimas entre los pocos supervivientes que quedaban. Para las seis de la tarde, ya de vuelta en el Parador, todo el mundo se entregaba a la tarea de devorar las raciones del ejército. No faltó quien no pudo aguantar la abundancia de alimento en su estómago y terminó vomitando en alguna parte, pero entonces abría otro paquete y volvía a comer.

Fue un banquete digno de reyes, dadas las circunstancias, y muchos de aquellos hombres y mujeres recordarían aquellas salsas ácidas y pesadas y aquellas raciones aborrecibles como uno de los más grandes eventos de toda su vida.

Los días pasaron sin que las cosas cambiaran mucho en la fortaleza árabe. Una de las tareas más desagradables a las que se enfrentaron fue retirar, uno por uno, todos los cadáveres que aún quedaban esparcidos por la Alhambra, en particular en el interior del Parador. Como hicieron ya varias veces en el pasado, éstos se arrojaron en fosas donde se les prendía fuego. El olor desagradable y penetrante de la carne quemada les acompañó en todo momento.

A José, aquellos cúmulos humeantes le trajeron recuerdos de su primera gran victoria en Carranque. Cómo lamentaba no haber ajusticiado al sacerdote cuando pudieron haberlo hecho; Moses seguiría vivo, al menos.

– ¿Te acuerdas cuando Juan salió de Carranque y se paró entre los zombis, completamente desnudo?

Dozer rió.

– Yo no lo vi… estaba en la enfermería. Pero me lo contaron -exclamó, con los ojos llenos de nostalgia-. No sé qué le dio. ¿Qué dijo, cuando lo viste allí?

– ¿Qué dijo? -José soltó una carcajada-. Creía que lo sabías. Me miró muy serio y dijo: «José. Estoy desnudo».

Dozer explotó. Su risa era alta y alegre.

– No me jodas… qué cabronazo…

– Sí… -dijo José, con ojos soñadores.

En realidad no había habido ni un solo cadáver que no hubiera arrastrado hasta las fosas al que no hubiera mirado con cierto temor, esperando reconocer en él a Aranda. Pero su cuerpo no había aparecido todavía, y probablemente ya nunca lo haría. Pensaba que las llamas debían haber acabado con él, y tal vez era mejor así.

Una de las veces, hablaron de las opciones que tenían. La Alhambra no estaba mal, ahora que tenían comida y agua abundante. Dozer había vuelto a componer las viejas unidades del ejército, los generadores, y los habían conectado otra vez. Terminaron por mudarse a la parte occidental del palacio, que aún permanecía intacta, y la moral subió como la espuma. La gente empezaba a encontrarse mejor, gracias a los refuerzos vitamínicos y a la alimentación, y Jukkar recuperó la conciencia, aunque había perdido mucho peso y se sentía débil. A veces canturreaba en finlandés y se quedaba dormido en medio del canto. Pero comía otra vez, y todos sabían que era cuestión de días que volviera a caminar entre ellos.