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– Entonces… ¡nos vamos! -dijo Jukkar, al enterarse de lo que había ocurrido con la radio.

– Sí -respondió Sombra.

– Sólo espera que yo esta vez no pasa el tiempo dormida.

Sombra rió.

Después de comer, Isabel estaba sentada en una piedra grande, junto a la fachada derruida del palacio. Alba estaba junto a ella, trasteando con un viejo molinillo de café que había sacado de la cocina. Cogía tierra y la vertía en el cuenco, y luego accionaba la palanca para obtener prácticamente lo mismo.

Isabel suspiró largamente.

– Alba… -dijo.

– ¿Hmm?

– ¿Estaremos bien esta vez?

– Eso creo.

El molinillo pasó la arena por la rueda. Rrrrc. Rrrrc.

– Parecías muy convencida cuando se hizo la votación.

– Ajá.

– ¿Y eso? -quiso saber.

– Porque Dozer dijo que había un río. Y tengo que bañarme en el río.

Isabel asintió, sonriendo, sin comprender realmente lo que la pequeña quería decir. Echó la cabeza hacia atrás, cerró los ojos y dejó que el sol la calentara.

Por la noche, absolutamente todo el mundo se concentró en la sala de radio. Fueron momentos muy intensos hasta que las primeras palabras brotaron mágicamente del aparato.

La conversación fue fluida, amistosa y agradable. Prácticamente todos pudieron saludar a través del aparato, y hablaron con varias personas de allí. Todos querían saber más cosas del Milagroso Dozer, el hombre que caminaba entre los muertos, y la naturalidad y afabilidad de la conversación terminó de tranquilizar a Sombra, que aún trazaba similitudes con el incidente de Romero.

Cuando les comunicaron que habían decidido trasladarse a Lérida, hubo exclamaciones de júbilo al otro lado del aparato, y esas voces alegres les contagiaron de una gran emoción. Embargados por sentimientos que no pudieron contener, se abrazaron unos a otros, y hubo lágrimas y también sonrisas.

Estuvieron aún en contacto los días sucesivos, haciendo cálculos sobre cuántos helicópteros necesitarían para trasladar a todo el mundo. Eran cuarenta y seis, anunció Dozer. Les preguntaron si tenían muchos enseres personales, y Dozer contestó que si vendían calzoncillos en Lérida, entonces no necesitaban llevar nada.

Dos días más tarde, a la hora convenida, los prometidos aparatos aparecieron por la línea del horizonte, avanzando suavemente hacia ellos. Los supervivientes esperaban ya en la explanada, al lado del aparato que aún permanecía en pie. Tenían preparados los bidones de combustible acordados y poca cosa más. Los héroes de Carranque no pudieron evitar tener una sensación extraña, como de déjà vu, pero al mismo tiempo les pareció un final coherente para su periplo en Granada. Era como rebobinar, retroceder en el tiempo, y arrancar de nuevo en el mismo instante en el que las cosas nunca debieron torcerse.

Tenían esperanza.

Esta vez no hubo soldados descendiendo de los aparatos, vacíos a excepción de los pilotos y un acompañante. Una chica preciosa llamada Helen, vestida con ropa hippy y el pelo suelto, les saludó con una sonrisa. Dozer pensó que era la cosa más bonita que había visto en su vida.

Pasaron los cuarenta minutos siguientes repostando los aparatos. El helicóptero del ejército estaba en condiciones de uso, pero el piloto no estaba del todo familiarizado con los mandos y prefirieron dejarlo.

– No es problema -dijo el piloto, un hombre joven que se llamaba también Gabriel-. Tenemos sitio suficiente en los aparatos que hemos traído. Además, no es una gran pérdida. Hay cacharros como éstos por todas partes. Es lo interesante de esta situación: hay todo tipo de cosas tiradas para recuperar y usar, cuando puedes acceder a ellas.

– Ahí entro yo, supongo -comentó Dozer.

Y Gabriel asintió, mirándole con cierta fascinación.

A las doce y cuarenta (un poco más, según el reloj de la Librería de Antigüedades), los tres transportes despegaban, alejándose de la Alhambra. Alba sonreía, sintiendo mariposas en el estómago como cuando mamá la llevaba al parque de atracciones.

– Esta vez sí… -dijo Susana, viendo la sonrisa de la pequeña.

– Sí. Esta vez sí -confirmó Dozer.

Y al sobrevolar por última vez el recinto de la fortaleza para describir el giro, Isabel miró abajo y sonrió. Un poco.

Adiós, amor. Adiós.

EPÍLOGO

1.

EL FIN DE LOS DÍAS DEL ZOMBI

La Pandemia Zombi había asolado el mundo con una crudeza y una contundencia tales que no podía compararse a nada que el ser humano hubiera conocido en toda su historia. De los siete mil millones de seres humanos sobre el planeta, el noventa y tres por ciento vagaba con andares pesarosos y la mirada perdida, y ni el tiempo, el sol o la lluvia, parecían hacer mella en ellos.

En la población de Térmens, provincia de Lérida, se fraguó un acontecimiento que habría de cambiar el curso de los acontecimientos que estaban encaminando a la humanidad a su más completa destrucción. Liderados por Jukkar, un pequeño comité de hombres de ciencia y medicina consiguió desentrañar los secretos de la sangre de Dozer y fabricar, de nuevo, el mismo suero que Rodríguez ya produjo una vez.

Lo llamaron Esperantum.

Por entonces eran una saludable comunidad de seiscientas noventa y seis personas, todas volcadas en el cultivo de los terrenos, la pesca y la caza. No tenían forma de gobierno, aunque sí una Asamblea del Pueblo que se reunía, por lo general, una vez al mes. Formada por el general Edgardo y sesenta de los miembros fundadores, era allí donde se exponían las necesidades y planes futuros de la comunidad. Se hacían votaciones y la mayoría decidía.

Cuando el Esperantum estuvo listo, se procedió a inocular poco a poco a la población. Los resultados fueron los esperados: un período crítico de shock séptico mientras el cuerpo absorbía el agente patógeno seguido del milagro en el que sólo unos pocos tenían fe: la inmunidad.

Pero el Esperantum funcionaba, vaya si funcionaba.

Aquello cambió por completo la forma de vida de la comunidad. Ya no necesitaban establecer centinelas, y nadie temía aventurarse por las poblaciones cercanas para buscar alimentos y útiles. Ahora podían recorrer largos kilómetros montados en sencillas bicicletas, y el mundo se abría cuan grande era otra vez. Ahora podían, en definitiva, vivir sin miedo.

Cuando se comprobó la eficacia del Esperantum, se sentaron a debatir las siguientes acciones. El mundo tenía que conocer que existía, dónde estaba y cómo conseguirlo.

Un comité especial viajó hasta Barcelona para tener acceso a emisoras de radio de gran potencia, capaces de dar la vuelta al mundo. Sin zombis que los molestasen, trabajar en la rehabilitación de los sistemas fue cosa de puro músculo; una buena mañana, el mensaje de esperanza de Térmens era irradiado en cuatro idiomas, con instrucciones concretas de localización y longitudes de onda corta específicas para contactar.

La respuesta fue abrumadora. La radio funcionaba todo el día, a todas horas, con gente de todo el mundo comunicándose en todos los idiomas. En algunos casos, la asistencia era imposible. En otros, planeaban misiones de rescate utilizando los helicópteros.

Pero la gran sorpresa llegó desde el otro lado del mundo. El almirante jefe de la Marina de Estados Unidos contactó con ellos por la banda designada, y mantuvieron una larga conversación sobre lo que habían descubierto, cómo funcionaba, de dónde había salido y sus efectos. Charlaron durante mucho tiempo, hasta que alguien en un laboratorio de investigación emitió un informe que decía: «Plausible». Resultó que el aparato militar americano se había convencido de que la guerra contra los zombis no podrían solucionarla a pie de campo; había demasiados factores que hacían que esas escaramuzas fallaran, a pesar de su escalofriante armamento y capacidad. Como resultado de innumerables pérdidas humanas y de material, decidieron retirarse al mar, donde instalaron complejos laboratorios de biotecnología destinados a buscar una solución al problema, que era claramente de índole bacteriológico.